Tierra Adentro
Representacion teatral de Reinaldo Arenas por Florida Grand Opera. Recuperado de Wikimedia Commons (CC BY 2.0)
Representacion teatral de Reinaldo Arenas por Florida Grand Opera. Recuperado de Wikimedia Commons (CC BY 2.0)

Hijo indeseable de la Revolución cubana, Reinaldo Arenas (1943-1990) resistió con su vida a los caprichos estéticos que dictaba Moscú, cuna y guillotina del realismo socialista. Al igual que sus contemporáneos Virgilio Piñera, Severo Sarduy, Calvert Casey y José Lezama Lima —con quienes compartía no sólo afinidades literarias sino la misma marca del ángel de Sodoma—, Arenas concibió la literatura como el espacio libérrimo de la consciencia. El último resquicio de personalidad auténtica, incapaz de subsumirse en una revolución que enajenó al pueblo incluso su dignidad.

Su obra, clasificada por él mismo como una “pentagonía”, la prolongación de una muerte que se gestó y maduró en la redacción de sus cinco novelas —Celestino antes del alba (1967), El palacio de las blanquísimas mofetas (1975), Otra vez el mar (1982), El color del verano (1991) y El asalto (1991)—, tiene una raigambre autobiográfica que corona su obra maestra, Antes que anochezca (1992). La caracteriza un sentimiento apátrida asumido por el autor como rasgo distintivo de su literatura: su triple condición de ateo, homosexual y antirrevolucionario bastó para excluirlo en vida del canon de escritores latinoamericanos. A lo anterior se sumó el prejuicio que suponía haber vivido con VIH en los ochenta, con la revictimización por parte del gobierno de Reagan en Estados Unidos y la reducción fiscalista al área médica, incapaz de atender —y de entender— una pandemia doblemente letal, en lo corporal y en lo social, pero con el VIH hizo lo mismo que con las causas de su ostracismo: lo asumió y lo resignificó.

Reinaldo Arenas es un ejemplo paradigmático de lo que Leo Strauss afirma: la literatura adquiere una peculiaridad sui generis cuando se fragua en tiempos de persecución. Lo mismo que la personalidad, la técnica y los recursos de quien escribe sufren una serie de reconfiguraciones en la medida en que la persecución se encrudece. Las novelas de la pentagonía dan cuenta del proceso catártico de su autor, pero también de una manera distinta de concebir la anagnórisis griega, ese recurso literario que guarda para la conclusión la revelación de un aspecto de la personalidad o de una verdad relevante para el personaje principal.

En el caso de Reinaldo Arenas, esta revelación es paulatina y mediata. El lector asiste a un largo proceso de reconocimiento y autoconocimiento de la mano del autor, quien, por ejemplo, en El color del verano se vale de un recurso como la ironía para penetrar en los misterios de su vida, denunciar la dictadura de la isla y además mofarse de la enfermedad que lo carcomía mientras mecanografiaba la que sería su penúltima novela. Como bien intuyó Nietzsche, enmascararse resultó un medio excelente para desenmascararse, todo en el contexto de un desaforado carnaval que festejaba los cincuenta años en el poder del dictador Fifo.

Uno de los pasajes más conmovedores de Antes que anochezca, esa monumental obra de Reinaldo Arenas a medio camino entre la autobiografía espiritual y el testamento literario, es la narración del asesinato de un presidiario de 18 años, compañero de celda del autor en el Castillo del Morro:

 

El Niño, le decían; quizá por su piel tersa, sus cabellos ondulados y su cara, donde el espanto no parecía haber dejado ninguna huella. No participaba en ninguna relación sexual; se mostraba distante y a la vez amable; pero aquellos presos no podían permitir aquella belleza dentro de aquel horror. […] El Niño dormía en la fila de literas opuesta a la mía. Era para mí un gran placer poder contemplar aquella figura, aquellas piernas tan bien moldeadas. Me imagino que él sabía el peligro que representaba ser tan bello en aquel lugar; cuando se acostaba era como un dios. Un día a la hora del recuento el Niño no se levantó; mientras dormía, le habían clavado un fleje por la espalda que le había atravesado la espalda y le había salido por el estómago. Los flejes eran unas varillas de metal que fabricaban los presos; eran unos alambres gruesos. […] Estas muertes casi siempre respondían a alguna venganza, pero el único delito de aquel muchacho era saber sonreír con aquella boca tan perfecta, tener un cuerpo maravilloso y una mirada casi inocente.

 

Sorprende de la narración no solamente la crudeza del asesinato a sangre fría, sino el verdadero drama que le subyace: que el proceso de despersonalización que se logra en las cárceles del régimen es atravesado por la negación de la belleza como elemento necesario, constitutivo de la existencia humana. “Sólo la belleza salvará al mundo”, sentenció proféticamente Dostoievski en El idiota. El drama del Castillo del Morro estaba atravesado por una realidad ante la cual Reinaldo Arenas apenas si pudo reponerse en la segunda mitad de su vida, que a su pueblo le habían robado incluso la posibilidad de disfrutar la belleza, ya no se diga de crearla. Las recientes manifestaciones en ciudades como La Habana dan cuenta de lo que pasa cuando la miseria deviene norma y la represión, pauta; cuando una revolución se institucionaliza.

El último verano de Reinaldo Arenas estuvo definido por el desconsuelo que significó padecer —no sólo él, sino millones de personas— las infecciones avanzadas por VIH en un contexto desfavorable como el que he mencionado líneas arriba. Avejentado en tan sólo unos meses, de agosto a diciembre de 1990, su semblante era harto distinto del joven que despertaba las pasiones de todos en los baños públicos de Nueva York y La Habana. En vano trataba de ocultar el sarcoma de Kaposi que afectó su mejilla, el mismo que le impidió deglutir más que malteadas de proteína y tragos ocasionales de alcohol y pastillas. Fue precisamente esta última combinación con la que puso fin a su vida aquella tristísima noche del 7 de diciembre, cuando escribió esa famosa frase de su despedida: “Cuba será libre. Yo ya lo soy”.