El tiempo y el número, análisis de la simbología de la crucifixión y la vista en la narrativa de ficción de José Revueltas
El tiempo y el número, análisis de la simbología de la crucifixión y la vista en la narrativa de ficción de José Revueltas
Porque en realidad yo había escrito ese artículo para fijar mi prioridad sobre esa idea o descubrimiento que había realizado
Ricardo Piglia, Respiración artificial
Rechazar a la mesera por segunda vez es la primera señal que me indica que llevo ya bastante tiempo aquí, sin pedir nada. Pienso que es amable porque el pequeño café está vacío; si tuviera más clientes, ya habría visto la forma de invitarme hacia la salida. ¿Quién les enseña estas cosas? Cómo rehusarse a traer más sobres de azúcar. Cómo pedir la mesa en caso de que el cliente se niegue a abandonarla. Quizá negarse sea una palabra muy dura: me refiero a clientes que hacen una sobremesa especialmente larga, que no quieren ver que hay gente esperando. Segunda señal de que llevo mucho tiempo aquí: comienzo a pensar cosas que no conducen a ningún lado.
La membrana de pequeños sonidos que envuelve el lugar se rompe cuando alguien entra. Con solo verlo, noto que es a quien espero. Descubro también, en ese preciso instante, que además es un timador: no sabría decir por qué, pero lo sé. Hay un cierto gesto, quizá algo en los movimientos, en la mirada, que delata a los timadores: nunca se quedan sin algo que decir. O solo son mis prejuicios, esas gafas a través de las que veo el mundo. Hablando de eso, me quito los lentes y los guardo en su estuche. Después, un poco a tientas, hago la taza a un lado para que él coloque el sobre manila que trae en las manos. Con prejuicios o sin ellos, supongo que ver algo es preferible a no ver nada. Ya no distingo bien sus facciones, pero no me gusta que la primera vez que alguien me ve sea con lentes: siento que así me recordará para siempre. Y, bueno, en realidad eso de timador más bien lo saqué de mi imaginación a partir de lo que me contó nuestro conocido en común; por mí misma, no hubiera podido verlo. Carezco de intuición. Soy ciega frente a los detalles.
Me encuentro, por casualidad, a un excompañero de la facultad, Jorge Riva, justo al salir de una sesión poco fructífera con Santamaría, mi asesor de tesis. Al principio me cuesta reconocer sus facciones, pero las cosas se aclaran cuando se acerca a saludar. Jorge, según me dice, también tiene cita ese preciso día. Me pregunta si aún estoy trabajando el mismo tema. Le digo que sí, con aparente calma, porque no quiero que vea en mi voz un cierto dejo de pudor. Agrego, además, que desde hace meses estoy en una suerte de callejón sin salida: la justificación y los objetivos le parecen bien a Santamaría, pero me falta, en sus propias palabras, consultar más bibliografía para poder sustentar mi hipótesis, que por momentos no parece tal. En Las cenizas puedo encontrar lo que me falta, según el mismo Santamaría; para mi suerte, remató, en la biblioteca hay tres ejemplares. Además, en uno de ellos el propio Revueltas hizo unos apuntes, completó aquella vez, antes de que terminara nuestro encuentro. ¿La parte triste? Ya ninguno de esos tres ejemplares está en la biblioteca, los busqué apenas salir de su cubículo. Jorge Riva me comenta, entonces, que un excompañero suyo (a quien conoció la primera vez que cursó Literatura Hispanoamericana II, donde él y yo entramos en contacto) se especializa en conseguir libros extraños. Dejaron de verse porque aquel “especialista” un día ya no regresó a clases, pero Jorge conserva sus datos. Me da su número e insiste en que le dio gusto verme.
Al llegar a casa, marco. La voz del otro lado es pastosa, le digo lo que estoy buscando. Sí, algo ha oído de eso (es imposible que esos sujetos no sepan algo de todo) y cree tener uno en su poder. Lo oigo remover cosas: un par de cajas caen y un gato parece salir disparado hacia una zona con menos derrumbes. En efecto, lo tiene. Lee la portada con calma, como si temiera derrumbar las letras con los ojos y formar otra frase. Concertamos la cita en un café llamado Eve, que nunca había oído mencionar ni he visto (y eso que creo, después de oír sus instrucciones, haber pasado por ahí en algún momento). Número 12 del eje 21. ¿Cuánto pretende obtener por él? De los números después hablamos, cierra. Me parece bien. Nos parece bien. Y ahora, aquí de frente, separados solo por una mesa y un sobre manila plagado de cicatrices y dobleces, me da la mano, que es húmeda y resbaladiza como un pez.
El manuscrito de lo que hubiera sido su primera novela se perdió en un tren y, a partir de los borradores que su primera esposa, Olivia Peralta, había guardado con recelo, José Revueltas pudo reconstruir El quebranto, que terminó por ser un cuento publicado en Dormir en tierra. Años después, Hegel y yo, que también iba a ser una novela, acabó siendo, de igual forma, un cuento, publicado en Material de los sueños. Y de lo que hubiera sido su última obra, también novela, El tiempo y el número, existen registros solamente en Las cenizas, una compilación de ideas, textos inconclusos y borradores de novelas que el mismo Revueltas, aseguran algunos, seleccionó. De este último, como dijo Santamaría, la universidad tiene tres ejemplares, aunque tampoco es un libro difícil de conseguir. Ejemplares no: ejemplar, solo uno, rectifica el encargado del área, frente a la computadora, antes de acompañarme entre los pasillos hasta que damos con la letra y el número que señalaba el catálogo. El periodo vacacional está a punto de comenzar y las instalaciones de la universidad se encuentran casi vacías. A través de los cristales, las áreas verdes parecen un fragmento de otro tiempo. No lo encuentra. Tampoco aparece como prestado. Llegamos a la misma conclusión al mismo tiempo: lo han robado. Incrédula frente a los libros, sin saber qué sigue, me quedo sin moverme. Él me dice que, si necesito algo más, lo llame: estará en la entrada. Al siguiente mes, vuelvo, con la esperanza de que el libro, mágicamente, haya regresado a su lugar, pero esas cosas no pasan. Al salir de la biblioteca, después de deambular unos momentos más, como a la deriva entre las pequeñas islas plagadas de libros, cada una identificada con número y letras, me dirijo a ver a mi asesor de tesis y ahí me encuentro con Jorge Riva, me entero de que tiene un conocido que se especializa en libros raros, algunos prácticamente inconseguibles, obtenidos de aquí y de allá, a veces con los métodos menos imaginables. Y todo encaja a la perfección.
Quiero hablar de números, pero creo que aún no es tiempo. Cuando un objeto no tiene un valor intrínseco, comercial, acaba por valer nada, y por eso puede valer lo que al propietario le plazca. Ningún número, desde el ángulo correcto, resulta poco o mucho, solo es. Como el tiempo. La mesera, renovada en su amabilidad, porque hay un nuevo cliente, trae un vaso de agua y retira, no sin cierto desagrado, las servilletas mojadas de sudor que mi acompañante va dejando sobre la mesa, como flores marchitas. Un aura de aroma salino lo rodea.
―Ya nos habíamos visto ―dice de pronto, resoplando.
¿Sí? ¿En dónde? Ah, la facultad, es cierto. Puede ser. Debió ser. Dos mitades de una historia que, después de mucho tiempo, se juntan. Yo no lo recuerdo o quizá solo no lo reconozco, y cuando se lo digo me pregunta si uso lentes. Por tu ceño arrugado, confirma cuando le pregunto cómo lo sabe. Algo tiene de mago: todos los que roban, y no son atrapados, lo tienen. Sí, mitad mago y mitad niño. O mitad fantasma y mitad mago: aprenden a no ser vistos, generalmente resultado de mostrarse demasiado. Como quien se vuelve ciego de tanto ver: accede a esa zona donde los detalles escapan, se vuelven invisibles a fuerza de ser lo opuesto. Como la carta robada de Poe. Eso debió ser: lo vi un día que no traía mis lentes puestos, cuando comencé a practicar para lo que vendría después. O, quizá, solo no lo vi.
Pienso en preguntarle si el libro lo obtuvo de la biblioteca, pero se me hace una mala idea. No obstante, mi boca actuó más rápido y ahora él ríe con la pregunta. ¿A poco eso te importa mucho?, arroja por respuesta. La mesera coloca la orden entre nosotros y mira el sobre de reojo. Siento que parecemos dos espías de una mala película, o solo dos idiotas que eso quieren parecer y no lo logran.
―Pero revísalo, caray ―pide, o más bien ordena―, para que tú misma sepas si es ese ejemplar. ¿Qué tal que te estoy engañando?
Otra ceguera es no saber lo que se busca, o por qué: no logro ver bien el libro, literal y figuradamente. Bien pudiera ser el que sustrajeron de la biblioteca. O no. Aun con lentes, no lo sabría. No puedes reconocer algo que no has conocido.
En uno de los ejemplares de Las cenizas, José Revueltas escribió, en el apartado correspondiente a El tiempo y el número, de puño y letra, cómo quería que terminara la novela. Es decir, más allá de las notas introductorias que su yerno, Philippe Cheron, escribió para el volumen mencionado, Revueltas se decidió a agregar algo más y ya era tarde para entrar a imprenta, muchos años tarde, pero aún era necesario. ¿Cómo es que ese ejemplar está, o estaba, ahí, en la facultad? Según Paul (pide que lo llame Paul), fue una suerte de intervención que llevó a cabo en un ejemplar que uno de sus alumnos le pidió firmar, en aquellos años cuando daba una cátedra sobre Hegel en la Facultad de Filosofía y Letras, poco antes de la revuelta estudiantil. Qué mejor que hablar de olas y mares en medio de unas islas, aunque de pasto, dice que remató Revueltas antes de devolver el libro a su propietario quien, seguramente, consciente del valor de la pieza, lo donó a la biblioteca.
Cuando termina de contar la historia, se vuelve a secar el sudor, pero esta vez se guarda la servilleta en la chamarra. Quizá Revueltas descubrió algo que no había visto en su momento, o ya no vio algo que creyó percibir cuando redactó el manuscrito, y por eso lo apuntó en ese ejemplar. Siento que alguien ya había dicho esto y, por lo tanto, que yo debo decir algo que ya había pronunciado con anterioridad, pero no estoy segura. Como si se me hubieran olvidado los diálogos de una escena que ya tenía dominada. Quizá eso es el déjà vu: reiteraciones que nadie le señaló al guionista y así entraron a filmar, esperando que el director y los actores subsanaran los huecos. O solo esperaban que nadie los notara. ¿O qué tal esto?: la vida es un filme experimental que nadie acaba de entender, pero aplaude porque los demás lo hacen. Y por todo eso, según él, es que este libro, que ahora hojeo, vale lo que, por fin, pide.
Albino y Apolonio, molidos a golpes, cuelgan como trapos, “crucificados sobre el esquema monstruoso de esta gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría”, entre los tubos que los celadores introducen en la celda para contenerlos en El apando. Lucrecia, en Los errores, decide no huir de “ese destino de pinche puta desgraciada” que Mario Cobián, El muñeco, su padrote y pareja, le dará; acepta su cruz, como decían las mujeres de antes al resignarse a un matrimonio. Gregorio, en la culminación de Los días terrenales, encara, sin remilgos, que lo conducirán a la sala de tortura, a donde lo llevan “para crucificarlo”. Kim, con los brazos atados a la espalda, hincado sobre una barra de hierro, encara su destino con estoicismo bárbaro en Los motivos de Caín. Así, con el pecho por delante, abierto, en ofrenda, estos personajes abrazan (valga la expresión) su porvenir, aunque a veces no les queda más opción y lo suyo no es estoicismo, sino resignación; acaso sinónimos. Y lo recuerdo porque ahora Paul, con los brazos recargados en las sillas a su lado, me mira mientras yo veo sin ver este ejemplar de Las cenizas.
¿En verdad ya nos habíamos visto? ¿Dónde? ¿En la facultad? Sea, en esos espacios verdes que, como inmensas olas de pasto, rodean a los edificios, aislados en su soledad. Puede ser. Un verde tan verde, un verde color esperanza, que ahora habita detrás de mis ojos y ya no se borrará. ¿Qué será lo que más añore cuando llegue el día? Los que nacen sin ver, no pueden extrañar ese sentido: no saben qué se están perdiendo y empiezan a percibir más con otros sentidos; a “ver” con los oídos, el tacto y el olfato, por así decirlo. No es lo mismo perder la vista que nunca haberla tenido. Hasta la vista, dicen los que se despiden, es decir, hasta que nos volvamos a ver, para comprobar que aún somos y estamos. A primera vista, decimos cuando un análisis es superficial, somero: los ojos son los primeros en devorar los estímulos del mundo y dejan poco margen al resto de los sentidos. Existe una expresión en inglés para designar estos consumos desiguales: the lion share, el resto de la manada comerá hasta que el león alfa termine. Así los sentidos, también: se reparten los despojos del mundo que dejó la vista, que es la que dibuja casi por completo toda imagen que asimos.
Espera que diga algo, pero no sé qué buscar y, por lo tanto, no hallo nada.
Termino la secundaria y me doy cuenta de que nada tiene un rumbo, todo está a la deriva. El mundo es un entramado de pequeños hilos: cortas uno y algo, quizá a kilómetros de distancia, se mueve, se suelta y empieza a flotar sin rumbo fijo, como naufragando, pero tú no lo notas. Quizá nadie. Ahora, aquí, lo confirmo: alguien sustrajo un libro de una biblioteca y el mundo no se derrumbó. Había otros libros, pero (creo) sin unas palabras precisas escritas a lápiz por José Revueltas, y esos también han desaparecido, en circunstancias que desconozco por completo. Quizá hace años ya esto pasó también: alguien, en una cafetería, consultó a un ex alumno que sustrajo un ejemplar de Las cenizas y llegaron a un acuerdo. O quizá pasará en algunos años. Solo eso. El tiempo es una capicúa: se puede entrar por donde se sale, comenzar por el final o acabar en el principio.
Ya desde aquellos días de la adolescencia varios doctores me dijeron lo que iba a pasar: mi vista se deteriorará a tal grado que no seré capaz de percibir detalles, solo formas: algo parecido a la ceguera completa; cuestión genética y nada más. Ni siquiera alcanza a ser tragedia. Una bomba de tiempo en cada globo ocular. Obsolencia programada. Consultamos a otros, por si alguno veía algo que el anterior hubiera omitido, pero fue inútil: no había nada por hacer. Quizá, si un día la ciencia descubría algo más… No, la ciencia nunca llega a tiempo para nada, siempre va tarde. Y ahora aquí, diez años tarde, creo que al menos eso me debo: finalizar El tiempo y el número, análisis de la simbología de la crucifixión y la vista en la narrativa de ficción de José Revueltas, tesis que yo, Anabel Renzi, presento para obtener el título de Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas. Solo eso, construir un legajo de páginas que flotará a la deriva en la biblioteca de la facultad, entre números y horas. Un mensaje dentro de una botella, pero quizá el náufrago ya llevará años muerto cuando esta sea encontrada y corran a rescatarlo. Un mapa que guía hacia un sitio donde no hay tesoro, o no lo hay para quienes no sepan ver. La leyenda de que el oro, cuando no es para ti, se convierte en carbón. Una tesis que, como todas, no servirá más que para dejar ver a los demás que el tiempo no fue del todo perdido en la facultad, que no seré solo un número en la lista de egresados. “Claro que no, nunca piensen que vienen a perder el tiempo aquí”, nos decía un maestro, “si nadie cursara esta carrera, ¿quién estudiaría y clasificaría los libros que hacen los que sí saben escribir?”
Tengo 22 años, un número al que no le alcanzo a poner símbolos ni peso. Los 33 son de la muerte de Jesús, los 27 de la de los rockeros, pero, ¿qué hay del 22? Nada, o casi nada. Entonces puede caber todo. Es posible. De pronto quiero comentárselo a Paul, para aligerar el camino, pero me doy cuenta de que no tiene sentido y solo seguimos caminando en silencio. A retazos, voy contándole la intención de mi tesis y contesta con sonidos que no me dejan ver qué piensa en verdad. No solo su rostro, sino su historia me hacen recordar a un compañero de la preparatoria, ayudante en una imprenta industrial donde elaboraban comics. Los sustraía del lugar en una mochila de doble fondo (un fondo ciego, como dicen algunos). Nunca nadie notó los faltantes (tampoco lo vieron a él sustraerlos) y entonces fue como si no faltaran en realidad. Ahora es el supervisor de área, después de que su jefe se amputó el brazo con la guillotina industrial. Robar es robar, pero a veces, según los matices, puede convertirse en un acto heroico. Eso sí se lo digo a Paul, pero luego me arrepiento. Al parecer no me escuchó, estaba concentrado en no sé qué cosa: parece que no sabe a dónde nos dirigimos y eso me preocupa un poco, aunque después pienso que no hay nada raro aquí. Al final, me dice que otro día será, y lo veo caminar hasta que se pierde de mi vista. Si no tuviera entre las manos el libro, diría que me lo inventé, que estoy viendo fantasmas. Él, en su chamarra, lleva una servilleta llena de sudor, como flor de Coleridge. Y en su casa, según dijo, hay algo que me puede servir para la investigación, pero ya lo veremos después, junto con lo del pago por el libro.
La vista es el sentido más socorrido, se le percibe como primordial en cuanto a la entrada de estímulos, tanto así que en ocasiones la usamos como sinónimo de percepción. ¿Ya viste lo que te dijo? ¿Ya viste a qué huele? El incesto de los sentidos, como postula Revueltas en el inicio de Los días terrenales. En franca sinécdoque, obvia, se le representa por el ojo. Ojos que no ven, corazón que no siente. Echarle un ojo. Tener ojo con algo. El ojo, que solo sabe recibir, pero no produce. Ojo, palíndromo solo en su forma gráfica y fonética, porque en cuanto a órgano, es receptor solamente, puerta de entrada y no de salida. Implacable en su mutismo, no le queda sino ser férreo observador. Representado por su carácter de esfera, Bataille no duda en relacionarlo con el testículo, y ejemplifica, a lo largo de su novela El ojo, que el erotismo viene más de ver que de tocar. Ojo y testículo son dadores de vida: uno erigiéndola hacia adentro y el otro hacia afuera; la que se reproduce y la que se aprehende al mirar, al observar. Y como epicentro de la existencia misma, es susceptible a ataques: mal de ojo, es decir, un maleficio sobre el alma. ¿El alma es una construcción, que se habita y se abandona a placer, sin previo aviso? En un parpadeo.
Cristo (bal), en el cuento La acusación, es tuerto, y aquel ojo falso que le hacen usar, extraído de un venado disecado, (el venado: venada: nada se ve; La venadita, otro de los cuentos de Revueltas donde la visión, la ceguera, es tópico común), es acusado de maleficios hacia el pueblo (el mal de ojo inverso: provocado por este, no recibido). La mirada: fenómeno que, sin cuerpo, puede modificar su peso casi a placer. La mirada aterrada del niño a bordo del barco en Dormir en tierra; El Niágara, con su eterna catarata y su ceguera de no ver que su causa no germinaría, en Los errores. “Dios ciego e iracundo, que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver, sino para castigar, incendiar”, dice Revueltas en su Dios en la tierra. Hasta no ver, no creer: la mirada como puerta de acceso a la percepción del mundo y lo que entendemos como real. Entonces, ¿por qué no puedo estar triste si voy a perder la vista? Es casi un derecho. Hundida, como dice Revueltas en Cama 11, en quién sabe qué abismo de profundas desdichas, con la vista osificada amargamente inmóvil sobre un solo punto, pienso en lo que vendrá, sobre todo en ese amor que se le guarda a las funciones fisiológicas que, después de un tiempo vedadas, por enfermedad, regresan y pueden realizarse sin dolor. He aprendido mi lección, quisiera decir, ahora sé cuánto aprecio los detalles que me brinda la vista. No quiero perderla. Al final de ese cuento (que él califica como relato autobiográfico), Revueltas señala que “alguien lo desciende de la cruz” (único caso de salvación del crucificado en su obra, quizá porque se trata de él mismo). No dice quién.
No se acabará el mundo, me han dicho algunos, pero lo que no se acabará es la vida: el mundo, mi mundo, tal cual lo he construido, levantado sobre la piedra ocular (esférica), claro que llegará a su fin. Sobre una piedra, Pedro erigió la iglesia. Sobre la piedra del ojo (osificado) se construye el mundo particular, que existe porque ya se ha visto. Nacer sin ojos, no perderlos, es otro fenómeno (acaso más aciago, según el propio Revueltas en La soledad, de Dios en la tierra). Una vez más: no se puede extrañar lo que no se conoce. Así el destino, ese destino de pinche puta desgraciada, que no llegará ni hoy ni mañana, pero llegará. ¿Acepto mi cruz genética? No habrá descenso, de cualquier forma.
El protagonista de Confesiones de un payaso, de Heinrich Böll, es capaz de percibir aromas a través del teléfono (¿desarrolló esa habilidad para compensar otro de sus sentidos, acaso debilitado? La vista, digamos). El escritor alemán inventa el teléfono multisensorial años antes de que exista; la ciencia llega tarde y sudorosa cuando la fiesta ya ha terminado. Envidio a ese payaso: de haber tenido su talento, habría descubierto a tiempo que la casa de Paul huele a humedad y a comida vieja. Escucho al gato que salió huyendo aquella vez de la primera llamada, pero no lo veo; ¿existe en realidad o, al menos, existe para mí? Es como si no estuviera y, por lo tanto, su existencia sigue en duda. Hasta no verte, Jesús mío.
Está oscuro, dice Paul, fíjate dónde pisas. Bien, es un entrenamiento para cuando pase lo que tiene que pasar con mis ojos. Pregunta si no me interesa un tomo original de Santa. Del primer tiraje, recalca. No, no por ahora, gracias. Hay partituras encima de una caja, no alcanzo a distinguir el título, y me pregunto si por eso recordó ese libro: lo llevaron a pensar en música y, de ahí, en el pianista ciego de la obra de Federico Gamboa. Para mi sorpresa (y quizá la suya, si se lo comentara), aquí, en su casa, que es oscura a rabiar, comienzo a ver bien: quizá solo es que mis ojos son ¿nocturnos, noctámbulos? No alcanzo a conseguir el término que busco y la idea ha terminado de irse para cuando resuelvo la disyuntiva del adjetivo. Para cuando veo lo que quería decir.
Es esto, mira, me dice al entrar a una de las habitaciones de la enorme casa que, en otros tiempos, debió ser bonita. Un hatajo de papeles manchados cae entre mis manos. ¿Qué es? Lee, me pide. Me coloco los lentes. El tiempo y el número, reza escrito a máquina en la portada del montón de hojas. Pero eso no es lo interesante, agrega, ve la textura, siéntela. Lleva mis manos hacia unas toscas anotaciones al margen de los folios. Es la letra de José Revueltas, lo sé por el trazo: firme y redondeado, continúa. Míralo, me dice mientras lleva mis manos hacia las anotaciones. Usa “ver” para decir “percibe”. ¿Y cómo sabes que él escribió esto?, pregunto, pero pienso después que solo lo comparó con los trazos de aquel ejemplar de Las cenizas que ahora reposa en mi casa. Ah, bien sencillo: por cómo hacía la “o”, responde, como ojos sin pupila. La imagen, además de grotesca, me parece inexacta.
¿De dónde salió?, pregunto. José Revueltas tiene un hermano que, días antes de partir a Estados Unidos, para encontrar trabajo de mecánico, le pide una fuerte cantidad a su hermano menor, el escritor. Sí, lo tengo, contesta el autor duranguense, ven mañana. Y cuando el hermano se presenta para recoger la suma, ya el autor de Los muros de agua no tiene el dinero: lo dio para la impresión de unos panfletos. La historia, después, aunque nadie acuse relación, la retomó para uno de los pasajes de Los días terrenales: una niña que no puede ser enterrada porque el dinero para su ataúd servirá para imprimir la propaganda. Es la misma esencia, Ana, ¿te das cuenta? Solo cambió los personajes. Ajá. Y ese manuscrito, como una suerte de disculpa, se lo envió a su hermano, años después, hasta Estados Unidos, pero nunca obtuvo respuesta. Le pregunto a Paul cómo llegó a sus manos, pero evade la respuesta buscando en más cajas. Este no lo vendo, asegura, pero te lo puedo prestar para tu trabajo. Después de todo, dice, ¿no quieres ver en qué acaba esa última novela? Fíjate, si descubres que también ahí yace el tema de la crucifixión, seguramente vas a sorprender a tu asesor. Por un momento, sentí que iba a usar la expresión “dejarlo con el ojo cuadrado”.
La sinécdoque es el recurso donde una parte se representa por el todo, o el todo por una parte. Cabeza de ganado, por ejemplo, para decir reces. El hierro, para nombrar la espada. El que a hierro mata, a hierro muere. El ojo es la sinécdoque de la vista, así como la vista es sinécdoque de la percepción. Ya lo he dicho, pero no así. Es, además, la puerta de entrada por antonomasia: el ojo de la cerradura, por donde se puede mirar, sí, o acaso uno es observado. Por otro lado, es la parte que termina por abrir el cuarto, la pieza, al ser introducida la llave. Es la calma en medio de la tempestad: el ojo del huracán. Y, además, suele ser el blanco primordial de las venganzas, dada la importancia que presenta: ojo por ojo. Somos lo que vemos y, a partir de eso construimos. Quizá por eso la cercanía fonética, en inglés, de decir yo y decir ojo (I, eye): soy lo que veo. Soy porque veo. En el idioma anglosajón, además, no carece del carácter palindrómico que posee en español: leído igual al derecho y al revés. La palabra misma simula un fragmento del rostro: los ojos, idénticos, simétricos (o casi), separados por un solo elemento, la nariz. (Cotejar con la idea de Paul y su manuscrito de El tiempo y el número).
Suena el teléfono y, después de dos intentos fallidos por asir el auricular, logro descolgar. Cada vez resulta más difícil enfocar con propiedad, sobre todo los objetos pequeños. Las últimas dos semanas, Paul ha llamado a diario para preguntarme cómo voy con la tesis; cuando no lo hace, es porque lo he visitado yo; en cada una de las incursiones a su casa, trata de venderme libros raros. Casi siempre le comento que mal, aunque eso no lo hace desistir y me sigue preguntando por qué escogí ese preciso tema. Evado la respuesta. En todas las llamadas, insiste en preguntar si incluiré algo sobre lo que él llama “el robo descarado”: la incomprobable intertextualidad entre El coronel no tiene quién le escriba y Verde es el color de la esperanza, cuento contenido en el volumen Dios en la tierra. Puede ser, concedo cada que lo pregunta. Sigo sin ser capaz de percibir aromas a través de las llamadas telefónicas, pero ahora puedo construir colores en mi mente a partir de ellas: siempre que llama Paul, imagino el verde inmarcesible de los jardines de la facultad, entre los que la biblioteca, ahora en mi pensamiento, se desnivela un poco por el peso de un libro faltante. También comienzo a concentrarme en los matices del tacto.
―Prefiero poner énfasis en otros temas ―termino por decirle siempre, pero no especifico cuáles. Él no insiste.
Me da miedo pensar en las consecuencias de los actos pequeños, creo que siempre evolucionan en cosas mayores y más riesgosas. No lo sé. Quizá hay robos “suaves”, por ejemplo, que, como las drogas, llevan a cosas cada vez más fuertes. Tal vez un día Paul se anime a llevar a cabo hurtos más importantes y no solo sustraiga libros de bibliotecas. Por ejemplo, he visto en su casa, además de los libros, numerosas máquinas de escribir, algunas totalmente desvencijadas, pero nunca menciona de dónde han salido. Creo adivinar entonces una cierta lógica en sus robos: comenzó (creo que ahí fue donde comenzó) robando libros, y ahora están las máquinas de escribir, de toda clase de modelos y antigüedades.
―Dato curioso del día: ¿sabías que la máquina de escribir se inventó para que los ciegos escribieran? ―preguntó en una de mis visitas.
Le dije que no lo sabía y era cierto. ¿Qué será lo siguiente que robe? ¿Qué antecede a la palabra escrita? La palabra dicha, creo. Pero, ¿cómo podría robarse algo así?
Llega la llamada de la noche, como todos los días. Tomo el auricular. Huele a menta, pero eso es aquí en la casa: aún no logro lo que aquel payaso. Le comentaré a Paul lo de su plagio y su idea. Quizá funcione. La rugosidad de la mesita del teléfono es como una marea petrificada, un oleaje de madera.
―Paul, consideré lo que me dijiste.
―Buenas noches ―dice una voz, que después pregunta por mí.
No contesto más.
―¿Podría comunicarme con Anabel?
―¿Quién llama?
―Jorge.
No reconocí su voz. Además, siempre se refirió a mí como Ana; el cambio, no solo de su voz, sino del cómo me llama, me toma por sorpresa. No lo vi venir. Ana, Anabel, Ana. Ana Bel. Cada cosa en este mundo, descompuesta hasta en sus más mínimos elementos, comienza a decirnos cosas que antes ignorábamos: el diablo está en los detalles. Ana ve él: el nombre más irónico del mundo, quizá solo después de uno o dos que ahora no puedo recordar.
―Pensé que eras alguien más ―dice, como si percibiera mi miedo y duda.
Llama para preguntarme por Paul. Quedaron de verse en un bar cercano a la facultad, para ponerse al día, pero lo estuvo esperando por horas y nunca llegó. Ha llamado varias veces a su teléfono, pero no le contesta. Y como sabe que yo he hablado últimamente con él, quizá mucho, se atrevió a llamarme.
―No sé nada de él ―insiste.
Yo diría lo mismo, pero uno habla del paradero y otro de la vida, de los pequeños actos que la conforman. Uno de lo que es y el otro de dónde está. Como si estudiáramos el verbo to be y lo expusiéramos frente a un grupo. ¿No estaremos hablando de lo mismo, sin darnos cuenta? Uno es porque está.
―No sé nada ―le digo.
―Ya veo ―cierra. Y quiero decirle que lo envidio, pero no entendería.
La crucifixión es, antes que otra cosa, aterimiento. Despojada incluso de su sentido simbólico, representa inmovilizar a la víctima y permitirle, por un instante, seguir viva y contemplar su estado actual. “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, clama, con los ojos al cielo, Jesús. No ve a su padre por ningún lado y, además, se pregunta si este lo observa. No se le ve por ningún lado, es decir, no está. Otra vez, la vista como percepción primordial. Resulta extraño, además, que existan pocos registros de que a los crucificados se les extirpen los ojos: la segunda parte del castigo es, podría decirse, el permitir que la víctima vea su estado actual, que experimente el horror todo de encontrarse así, inmóvil, pero con la vista intacta. Dejarlo ver (esto es, dejarlo saber), que el movimiento ya le es ajeno, pero sigue existiendo en el mundo. Ve, ve dónde estás. Ve, como imperativo de ver e ir; la vista se hermana con la acción. La vista como puerta de entrada del horror. El teniente Jack Mendoza, de Los motivos de Caín, es obligado a ser partícipe de la crucifixión de Kim, el soldado comunista, y por lo tanto, paralizado por el miedo, crucificado a su propio horror, observa, ve: sabe. Un mundo construido a partir de otros sentidos, cuando se ha gozado ya de la vista, pierde efectividad y da espacio a la fantasía (Los hombres en el pantano da muestra de cómo el mundo se transforma cuando entra por el oído). Por ello es necesario que el crucificado vea. Para que sepa y, por lo tanto entienda, lo que da como resultado la verdadera violencia. Ojos que no ven…
Aunque me resulta difícil dar con el domicilio, lo logro. No conseguía ver, reconstruir, ciertos detalles, por eso tuve que volver (otra vez, la cercanía entre ver e ir, empezando por lo fonético) al café y, desde ahí, caminar las calles hasta la casa de Paul. Inconscientemente, volteaba a cada poster para ver si descubría un letrero de personas desaparecidas donde estuviera su nombre. “¿Le has visto?”. Porque el ojo es quien mayormente percibe estímulos y acusa paradero y situación, vivo o muerto. Los letreros no dicen “¿Lo has oído, lo has olido, lo has escuchado, lo has sentido?”. El ojo es el primero filtro hacia el interior. Además, según Pascal Quignard, puede decidir cuándo ser estimulado y cuándo no (a través de la cortina del párpado), a diferencia del oído, por ejemplo, que deja pasar todo porque no puede cerrarse por sí mismo. Quizá por eso el ojo predomina en cuanto a nuestro quehacer de percepción: podemos decir basta, ya no más, y dejar al mundo afuera, por lo menos un poco.
Al tocar a la puerta, no hay respuesta. Me asomo por la ventana, no veo nada. Otra vez, sinécdoque de movimiento por vida: claro que veo muchas cosas (algunas, puedo jurarlo, no estaban la vez pasada), pero no está él, o eso supongo porque no lo veo. Me asomo por el ojo de la cerradura y nada, pero una nada que viene desde mí: solo percibo contornos borrosos. Busco el sonido del gato, pero tampoco obtengo resultados. Vuelvo a asomarme, esta vez por la ventana de la cocina, cuyo cristal es frío, terso: como agua congelada, suspendida en el tiempo. No puedo encontrar nada en las paredes desnudas y los pocos muebles, salvo que el reloj de la pared ha caído y yace destrozado, como ojo lechoso. Se quedó parado a las 9:15 cuando aquí afuera, en la vida, ya son las seis de la tarde. Antes de despegar la cara del cristal, puedo ver algunas cajas en el piso, supongo que también están llenas de libros. De regreso a mi casa, me pregunto por el reloj. ¿Por qué estaba detenido a las 9:15, qué pasó en ese momento? Las manecillas abiertas para siempre, crucificadas a esa precisa hora. Me pregunté si sería una clave de Paul, pero una clave para qué. Quizá para que lo vaya a rescatar de una secta de adoradores de García Márquez que no quieren más ese rumor de que su ídolo plagió a Revueltas y ellos, a su vez, han plagiado a Paul. Secuestrado, mejor dicho.
La frontera increíble, cuento del volumen Dormir en tierra, abre con una cita de Paul Valery
Fedro: No oigo nada. Veo bien poca cosa.
¿Se trata de dos fenómenos distintos, aunque no del todo aislados? ¿Es el inicio de aquel “incesto de los sentidos” que Revueltas recuperará más tarde en su obra? O, en todo caso, este epígrafe es mera glosa de aquella idea. No recuerdo qué fue primero. El cuento es, a todas luces, una referencia a la muerte de Silvestre Revueltas, a la que el autor de El apando asistió con toda congoja. Lo vio quedarse con los ojos abiertos y tuvo que cerrárselos. Esto es, el gesto de despedida. Ya no nos veremos, pero en ese sentido, en ese verbo, va encerrada toda la gama de sensaciones y percepciones; es decir, la existencia. Si esto es la despedida, el clausurar toda oquedad que antaño sirviera para percibir o comunicar, principalmente los ojos, entonces, ¿clausurar cualquiera de estas es como “matar a alguien en vida”? El que no era ciego, y ahora lo será, ¿va a morir, en un sentido no literal, pero sí igualmente destructivo?
Llamo a Jorge Riva para informarle lo que encontré (lo que vi) en la casa de Paul. Cuando termino, lo escucho sopesar la información, decidir qué hará con ella. No puedo evitar, además, preguntarle cuál es la preocupación al respecto: hace apenas dos días que lo vimos por última vez.
―No es preocupación, es solo curiosidad. Quería ver qué estaba haciendo en estos días. Pero, más que nada, quería preguntarte cómo has avanzado en tu investigación, si te sirvió lo que él te dijo.
Ojeo mis notas mientras sostengo el teléfono en su lugar con mi hombro. Las letras parecen callar, pero el papel, que posee un lenguaje único, destinado solo al tacto, me comunica ciertas ideas que no logro asir del todo. No mucho: aquel libro que me vendió tiene muy pocas notas al margen (las notas que, supuestamente, el mismo Revueltas escribió de puño y letra; yo no puedo ver en realidad si son de él o no, estoy ciega hacia los detalles porque no tengo punto de comparación). Ahora que lo noto, hay una relación desnivelada entre el costo y la utilidad, podría decirse que “me costó un ojo de la cara”. Es, más que nada, una pieza para coleccionistas, pero disto mucho de ser eso. Además, las colecciones, creo, sirven solo para ser apreciadas: los objetos que las componen, en muchas ocasiones, han perdido su utilidad primaria y sirven solo para ser observadas; son piezas crucificadas en museos y colecciones privadas.
En cuanto al supuesto manuscrito completo de El tiempo y el número, no hay mucho que aportar: el resto de la obra, lo que no aparece en Las cenizas, parece ser una continuación de Los muros de agua. Incluso el protagonista, un marinero del que no se sabe mucho, se antoja una copia de El miles, personaje de la primera novela de Revueltas. Creo adivinar también algunas reminiscencias de otras obras de marineros, pero no recuerdo de quién, quizá de Felisberto Hernández o de Roa Bastos, no tengo mucho tiempo para comprobarlo. En pocas palabras, no veo nada extraordinario o que me ayude. Me siento a la deriva.
―Ya veo ―concluye Jorge Riva, pero no dice nada más.
Ya veo, ya sé la verdad. He abierto los ojos. Ya hemos colgado, pero me quedé con ganas de preguntarle cómo supo que Paul me dice cosas para mi tesis. No sé cuánto tiempo hablamos, pero puedo oír la madrugada rodearme, oler el aire nocturno.
Cinco heridas recibió Jesucristo durante la crucifixión: perforaciones en ambas manos (aunque algunos historiadores aseguran que esto es, por lo menos, inexacto: los clavos debieron introducirse en las muñecas, para soportar el peso del cuerpo) y en ambos pies. Luego, al momento de su deceso, la quinta herida (infligida para comprobar que Jesús había muerto, para “ver” que estaba muerto); un golpe de lanza en el costado cerró este puño de dolor. Cinco heridas como cinco sentidos.
Años después, San Francisco de Asís, al encontrarse en éxtasis (estado definido como “unión con Dios por medio de la contemplación y el amor, caracterizado por la suspensión de los sentidos”), recibió estas cinco heridas también, una suerte de exégesis del sufrimiento original de la crucifixión; una copia inexacta del hijo de Dios, si se quiere ver así, un apunte al margen de una historia ya escrita.
Los estigmas, nombre dado a aquellas heridas ostentadas por el religioso de origen italiano, son, pongámoslo así, una suerte de crucifixión sin cruz, un mapeo de los puntos cardinales de aquel dolor original. Una crucifixión simulada, apócrifa, producto, ya se dijo, de aquel estado de éxtasis, que, leído desde su raíz etimológica, puede ser interpretado como “estar de pie fuera de uno mismo”. ¿Cómo saber esto, que nos encontramos fuera del cuerpo, pero sin dejar de ser? Porque nos vemos y, por lo tanto, nos sabemos. La vista, una vez más, dicta lo que es y lo que no es. Nos dibuja ante los demás y ante nosotros mismos. Nos deja saber que seguimos siendo, estando.
En Los motivos de Caín, durante la fase final de la tortura del comunista prisionero, su existencia es tan débil ya que es necesario saber si aún sigue con vida. La comprobación se lleva a cabo al revisar sus ojos (ya no la ventana del alma, sino la de la carne), que se tornan en sinécdoque del cuerpo todo. Al ser traído de vuelta a la vida (esto es, en cierta forma, sacado a rastras del éxtasis en que se hallaba; fuera de sí), abre, desmesuradamente, solo un ojo “grande, inmóvil, que un taxidermista sin experiencia habría colocado en una cuenca menor a su tamaño, mirando obstinadamente, con idiotizado sufrimiento”. Amén de la evidente relación, acaso involuntaria, con el Cristo (bal) del cuento La acusación, algo queda claro: la crucifixión requiere de la vista para ser un fenómeno completo. De nada servía todo aquel aparato de tortura dispuesto para el prisionero comunista si él no lo veía, desde sí o desde fuera de sí. La última herida en la crucifixión, el último de los sentidos: la vista.
Suena el teléfono: es Paul. Su voz desgrana una serie de detalles que relatan dónde estuvo aquel día que lo fui a buscar. Parece darme explicaciones que no pedí, pero que tampoco rechazo. En su voz reposan ciertas dudas, lo noto en las vibraciones.
―¿Adivina qué? Alguien te vio rondando mi casa ―es la respuesta que me da cuando le pregunto por qué cree necesario decirme todo eso.
Le explico que, a decir verdad, fue Jorge Riva quien me orilló a eso. A buscarlo.
–Al siempre se preocupa, no deberías hacerle caso. Dice cosas a diestra y siniestra y luego se le olvidan. Ay de aquel que recoja lo que él tira por la boca, en serio.
Me pregunta cómo voy con la investigación y, aprovechando que al parecer ninguno de los dos quiere colgar, le leo un fragmento del trabajo.
–¿Puedo decirte algo? Sí, te lo voy a decir, tú me preguntaste. Siento que se parece a lo anterior, aunque no sé cuánto y si eso sea algo bueno o malo. No sé si tú también lo veas así.
Reconozco que es cierto, hay algunas repeticiones y reincidencias no del todo afortunadas. Le digo que estoy dando palos de ciego y él no refuta mis palabras.
Llamo a Jorge Riva para informarle que todo está bien con Paul, no hay nada de qué preocuparse. Al menos eso creo.
―¿Dónde lo viste?
Le digo que no nos vimos, solo hablamos por teléfono, pero para mí es tan válido como haberme encontrado con él. Cuando escucho duda en su voz, le comento, no sin cierta molestia, que a final de cuentas, si desea saber algo y no va a creerme, si de pronto está aquejado por el mal de Santo Tomás de Aquino, lo compruebe él mismo. Se disculpa, aunque noto que no sabe por qué. Acto seguido, pregunta por mi tesis. Le contesto con total sinceridad que no veo avances.
―¿No los ves o no los hay? ―revira― O solo no los ves porque no existen.
No sé qué decir, pero siento que en sus palabras yace algo que debo entender.
El queratocono es una afección que puede derivar en ectasia ocular (adelgazamiento y deformación de la córnea, que se curva hasta adquirir una forma cónica). Ectasia, éxtasis: una modificación de la forma innata del ser. No hay mucho más que agregar al respecto. Enfermedad degenerativa y relativamente tratable, aunque existen algunos casos en los que no es posible hacer nada y solo resta esperar. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. ¿Y si no lo ve? ¿Realmente se perdió?
―Ahh, no lo sabía ―dice Paul, y esta vez no insiste en preguntarme si incluiré su idea en mi tesis. Quizá siente que tengo el tiempo contado y no lo perderé con una idea que, si bien interesante, no va en la línea de mi búsqueda.
Mi explicación es casi enciclopédica a fuerza de repetírmela una y otra vez, en voz alta, aunque este sola, o por teléfono, a alguien que no conozco del todo. Quizá me atrevo a decírselo porque no me está viendo, así es más sencillo abrirse.
No abundo sobre el tema y él no pregunta. Visto así, en frases sencillas, es una historia que no vale la pena. Si alguien me la contara, dejaría de escuchar al poco tiempo de iniciado el relato. Después de unos segundos de silencio, volvemos a nuestro tema de siempre. Le repito la idea de Jorge Riva: que ya no veo avances porque no los hay, he llegado, otra vez, a un callejón sin salida. Entre mis manos tengo el manuscrito de El tiempo y el número, pero no me dice nada. Sigo preguntándome por qué las últimas cinco hojas son idénticas a las primeras cinco, aunque no se lo menciono.
Concertamos una cita en el café de siempre y colgamos. Siento preocupación por pensar en la expresión “de siempre”. Mejor dicho, él cuelga, yo me quedo con ese sonido del teléfono que ya no tiene a nadie que lo escuche, un parpadeo auditivo, mientras el ambiente de mi cuarto, a oscuras, huele a sal; quizá debería abrir las ventanas de vez en cuando: no solo la vista se nutre de ellas. O no sé si solo es el aroma de Paul lo que creo oler desde mis recuerdos.
Me apersono en el cubículo de Santamaría y tomo asiento en las sillas que hay afuera. Luego de esperar más que de costumbre, reviso mi reloj: son las 9:10 y nuestra cita era a las nueve en punto. Me preguntó, por correo, si acaso le veía sentido a vernos cuando no había avanzado nada en la investigación. Insistí en que era necesario, quizá él podría ver cosas que yo no, ser un lazarillo que me acompañara en mi recorrido por aquellos pasillos infinitos del párrafo. Dan las 9:15: la impuntualidad no es algo común en él. Es extraño. Después de unos minutos, se asoma a la puerta y me comenta que hoy no será posible cristalizar nuestra cita. Me es imposible verte hoy, Ana, disculpa, me dice. Esto es, le será imposible escucharme hoy; el incesto de los sentidos. De cualquier forma, creo que no había mucho por hacer: otra vez me quedé sin avanzar, como si de pronto, a media caminata, me hubieran apagado la luz y yo no hubiera encontrado más remedio que quedarme quieta, porque, además, las paredes me quedaban lejos como para guiarme por ellas. No oigo nada, veo bien poca cosa, quizá hubiera dicho Santamaría de haber revisado lo que iba a presentarle. Sin embargo, antes de volver a sus labores me dio otra cita.
Podría jurar que la mesera me reconoce, pero no estoy segura: ven tantos rostros que acaban por no ver nada. Así pasa con los empleados de estos lugares: desarrollan una ceguera selectiva, una sordera selectiva también: de nada sirve recordar algo que no les servirá. Si te vi, ni me acuerdo. Paul, esta vez, es quien espera en la mesa y yo traigo un sobre manila en las manos. Me invita a sentarme y quita su mochila de la silla. Tropiezo con una pata de la mesa: la profundidad y distancia son cada vez más engañosas. A pesar de que llego tarde, no se nota molesto. Y cuando se lo comento, dice que el tiempo solo es un número.
―Pero algo sí pasó: como no sabía a qué hora ibas a llegar, pedí de una vez. Eso no te molesta, ¿o sí?
Le digo que no hay problema. No te reconocí con los lentes, me dice, y le contesto cualquier cosa. Es como si te viera por primera vez, agrega, y aduce al hecho de que cuando me vio, allá en la facultad, yo no los traía puestos. Por lo menos es así como me recordará, si es que algún día lo hace. Le comento, antes que cualquier otra cosa, que nuestro amigo en común lo estaba buscando un par de días atrás.
―Así es Al, se preocupa de más por ciertas cosas. ¿Por qué es así la gente? No sé.
No abunda en la explicación y, tampoco, cuenta por qué lo llama así. Siento que de verdad merezco una relación de los hechos. Sin preguntar si puede (¿por qué debería?), saca el manuscrito de El tiempo y el número del sobre y comienza a (h)ojearlo. Me pregunta qué me pareció y, cuando voy a comenzar, la mesera se acerca con una charola. Mientras coloca la orden en la mesa, me pregunta si quiero ver el menú. Le contesto que solo agua está bien.
―Es menor que el resto de su obra. Digamos que todas las novelas de Revueltas, hasta En algún valle de lágrimas, la ven por encima del hombro.
Mientras remueve el azúcar en su café, la sonrisa se le va ensanchando. Comienza a hablar de la novela y la descripción que hace se endulza a la par que la bebida. Cierra diciendo que no sabe qué hacer con ese documento. Menciono el hecho de que no se dice nada sobre la crucifixión en esta última novela que, por lo demás, sigue tan inconclusa como la versión que aparece en Las cenizas.
―Eso es cierto ―responde―, no mientes para nada.
Se lleva la taza a los labios, pero antes de dar el primer trago la devuelve a la mesa, me mira fijamente.
―¿Sí la leíste bien? ¿Segura que la leíste bien? O sea, bien.
Le digo que sí. No puede evitar preguntarme si en verdad la leí, esto es, si puse atención a los detalles, si pude verlos. Le repito que lo hice, con ojo muy crítico. Pero, agrego, ¿cómo para qué me serviría leer una novela que parte de donde Revueltas se quedó, pero que no fue escrita por él?
Trata de fingir sorpresa, pero no puede. Le bebe a su café, como para darse tiempo de ordenar las ideas y decir algo coherente.
―Bueno, bueno, se acabó, me rindo, ya: no llames a la policía. ¿A las cuántas páginas viste el truco?
¿A las cuantas? Le aclaro que no avancé nada: habría que estar ciego para no darse cuenta de que la novela no tiene nada que ver con José Revueltas. Encoge los hombros como diciendo “me atrapaste” y pregunta si estoy molesta. Le digo que no, aunque no estoy segura de si miento, al menos en esto, porque hay algo en lo que sí estoy mintiendo: leí completo el manuscrito e incluí algunas partes en mi avance de tesis. Y no fue sino hasta que le mostré el legajo de hojas a Santamaría, mi asesor, que me di cuenta de lo sucedido: me habían engañado, me habían visto la cara. Espero que no hayas gastado tus ahorros en esto, me dijo al devolverme el manuscrito mecanografiado, además de mi avance totalmente destrozado por su pluma azul; letras ahogadas en el agua salina del error. Los tiempos no corresponden, continuó Santamaría, los números tampoco: José Revueltas murió a mediados de los 70 y el libro no se imprimió sino hasta finales de los 80, ¿qué no te diste cuenta? Hasta un ciego lo hubiera visto. Creo que sí lo noté, pero pensé que eso a lo mejor no significaba nada: puede que la vida sea una película y el guion tiene huecos en la trama. No le digo nada.
―Me pareció un buen ejercicio, ya sabes ―junta él índice y el pulgar y los hace correr en líneas sobre la mesa―, para aflojar la pluma. Un poquito, nada más.
A lo mejor piensa que estoy molesta, porque comienza a decir que necesitaba que alguien como yo, experta en la obra de Revueltas, diera el visto bueno sin saberlo. Si no lo veías tú, no lo iba a ver nadie, cierra, entiéndeme. Parece querer que le diga algo, para continuar, pero me quedo callada.
―Bueno, tú no me estás preguntando, pero te lo voy a contar: combiné el manuscrito que ya existía y después tomé fragmentos de otros cuentos latinoamericanos que tuvieran que ver con el mar, pero sobre todo de Mar abierto, de Julio Ramón Ribeyro. No solo por el mar, sino por la J y la R. ¿Entiendes? José Revueltas y Julio Ribeyro. JR Jr. Funciona como seudónimo: el resultante de ambos, un hijo no tradicional de esos dos. Sí, digamos que el autor de este texto podría ser JR junior. JR Jr. ¿Qué tal, eh?
Le digo que entiendo, pero en realidad no. Continúa aclarando los entresijos del texto y su origen, pero la verdad es que me resulta imposible escucharlo y él no se da por enterado: se ha perdido en sus propios detalles, ya no ve nada de lo que está alrededor; es un náufrago en su propio discurso y en su sudor, que ahora percibo con cierto desagrado.
Su historia cuadra muy bien, demasiado bien. Y si es así, es porque fue diseñada para parecerlo así. Solo Santamaría pudo descubrir la farsa. O quizá solo soy yo la única que hubiera caído.
El ojo, como órgano, como concepto y vocablo, tiene la capacidad de ensancharse o retraerse. Ojo, ojito, ojote. Ojete: una abertura circular realizada sobre la tela o el cuero, con el objeto de pasar por ahí el hilo. El ojo también teje imágenes con delgados hilos de luz: a través de la mácula, percibe el movimiento y los detalles (¿no son sinónimos?). Quizá por extensión, esta parte del ojo, que simula una mancha (una mácula), es llamada así. Aquello que está inmaculado es lo que no tiene mancha, es decir, resulta puro, limpio. Inmaculado, desde la dinámica del ojo, puede leerse como aquello que no es percibido, ya que no tiene detalles o movimiento; en otras palabras, no está vivo. Inmaculado, inmóvil: crucificado.
Ojito, ojote, ojete: palpitaciones del vocablo inicial, terminaciones (nerviosas) de la palabra, ramificaciones significantes. Ojete: ano, mala persona, desgraciado. Ojete: que está diseñado para sacar provecho de alguien, para abusar de alguien: para verle la cara. Un ojo que no está hecho para ver, sino “para castigar, incendiar”.
El ojo, sin movimiento, osificado (esto es, sin la capacidad ya de percibir detalle o movimiento) pierde todo propósito inicial y ya no comunica, no crea: no da vida porque, simple y sencillamente, no la recibe. El mal de ojo no como maldición, sino como destino inevitable, destino de pinche puta desgraciada, que no es la muerte, pero se le parece.
Siguen sin llegar los aromas a través del teléfono (huele a hierba recién cortada: mi vecino está arreglando su jardín). Sin embargo, creo que me estoy volviendo especialmente buena con las vibraciones en la voz: como una araña. Jorge Riva se sorprende, primero, con mi llamada, y después cuando le pregunto si todo eso fue idea suya. Nuestro entendimiento mutuo corre por los delgados hilos del silencio. Sabe que sé. Sé que sabe.
―De los dos ―contesta ya sin lugar a donde hacerse.
Por un momento, dudo de quiénes son esos dos: si Paul (en caso de que se llame así) y él, Jorge Riva, o de mí y de él. A final de cuentas, yo también tuve un poco de culpa en esto, o bueno, toda la culpa.
―Es el riesgo que se corre al tomar algo que no sabes cómo funciona.
La idea, originalmente, salió de él, en una clase donde pasamos de discutir El aleph a Dios en la tierra, después de una lectura minuciosa de ambos volúmenes de cuentos. Jorge Riva, ese día, dijo al aire, como sin ganas, apenas, que había notado una constante referencia a la crucifixión en los finales de José Revueltas, y que hallaba similitudes entre Tzinacán, el mago creado por Borges en La escritura de Dios, y el maestro rural empalado (crucificado) de Dios en la tierra. De cierta forma, dijo, todos llevaban su destino a cuestas, como una cruz, solo que en el mexicano la figura era mucho más frontal y explícita. La idea de Riva se ahogó en la marejada de voces, pero yo la anoté; me pareció una pena que el maestro no hubiera reparado en ese comentario, aunque Jorge tampoco hizo mayor intento por insistir. Poco después, ya estábamos leyendo autores de otra década y discutiendo otros temas. Es decir, la idea pasó desapercibida (inmaculada), para todos menos para mí.
―Al principio no era la intención, pero después me enteré de que estabas trabajando ese tema para titularte. Y aunque ya no me interesaba, aparte de que no deseaba estudiar tanto al respecto, no puedo negar que sentí rabia al ver tu primer avance en el escritorio de mi asesor, tu asesor. Por eso te dejamos avanzar: sabíamos que, al final, no ibas a lograrlo.
Lo dice casi con desdén. No sé si lo vea, pero es como aquel otro cuento de Borges, El muerto, donde a Otalora le permiten “tomar el poder” porque, desde un principio, ya estaba muerto, aunque él no pudiera verlo. De pronto no distingo los límites de su venganza y quizá creo que hay señales en todo acto, que la coincidencia le cedió el paso a la maquinación. Todo cuadra (cuadra hasta el ojo), pero, ¿y mi asesor, su asesor, nuestro asesor? Él fue quien me lanzó en principio a aquella búsqueda.
―Sí, Santamaría estaba al tanto: a él tampoco le gusta que se roben las ideas de otros ―contesta―. Le expliqué el plan y estuvo de acuerdo.
No digo nada, siento estar a mano. Ojo por ojo. Me pregunta si voy a continuar con el tema, ahora que sé que no existe una versión completa de El tiempo y el número. Le digo no saberlo. Sugiere que, si me siento demasiado asfixiada, mejor publique los avances en forma de ensayo. Le hago saber mi duda más legítima: no sé si eso le pueda interesar a alguien.
―Seguro, como que ya lo estoy viendo publicado: El tiempo y el número: la crucifixión en la obra de José Revueltas.
Interrumpo su discurso para decirle que, según mi punto de vista, el título no debería ser solo ese, ya que decidí explorar el tema del ojo también, de sus alcances.
―Eso yo no lo había visto ―confiesa.
Le digo, mitad en broma, mitad en serio, que puede tomarlo si quiere, pero me contesta que no le encontraría utilidad alguna. Ese dato, en sus manos, es carbón.
―O tal vez ―dice después de un momento de silencio― pueda hacerse algo al revés, empezar en donde tú acabaste.
Aunque no entiendo de qué habla, no veo lo que él está viendo, le digo que me parece una maravillosa idea.
Quizá lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que querríamos ver. El ojo, después de todo, no ve cosas, sino figuras de cosas que significan otras cosas, como asegura Calvino. Por más que se nos muestre en el rostro un engaño (por más que lo tengamos frente a nuestros propios ojos), no lo creeremos si no queremos hacerlo. El autoengaño, las gafas a través de las que vemos el mundo.
Apenas entro al café, la mesera me pregunta, mientras me siento, si deseo algo. Le digo que no, gracias. Paul me pregunta si aún estoy enojada, pero antes de que siquiera conteste me dice que basta, que nos olvidemos de eso. Me acostumbré a que habláramos diario, añade, en serio. Pongo un sobre manila encima de la mesa, le indico con la vista que lo abra. ¿Enojada? No habría razón. Das lo que recibes: hay fenómenos que son idénticos en sus extremos, y a veces estás de un lado y a veces del otro. Un palíndromo kármico. Además, supongo que es mejor que un texto se vea, que pueda ser leído con un poco más de facilidad. Un poco, aunque sea. De no ser por ellos, esto hubiera terminado por ser una tesis, de esos libros que nadie se roba.
―¿Sí lo aceptaron? ―pregunta mientras revisa el índice de la publicación; me pongo los lentes para señalarle dónde está―. Y siempre sí le pusiste ese título. Creo que se ve bien.
Aunque no del todo mía, quería ver publicada la investigación antes de que… antes de que no pueda ver ya detalles y tenga que conformarme con contornos, siluetas. Quiero preguntarle si no cree que la letra es muy chica para leerse con comodidad, pero temo que me diga que no. La investigación, lo que quedó de ella, fue aceptada en una revista de la universidad, con apenas cambios, los necesarios para que se vea, es decir, que luzca, como ensayo y no una tesis que no alcanzó a ser. Quiero creer que el hecho de que Santamaría forme parte del comité editorial no significa nada. Paul lee unas cuantas líneas (mueve los labios al hacerlo) y me pregunta si se la puede quedar. Claro, le digo, para eso lo traje, no solo para que lo vieras. Me pide que le comente, ahora sí con total sinceridad, qué me pareció su novela. Insiste en decir que es suya, a pesar de que la primera parte es, literalmente, de José Revueltas. Ya no le pregunto si las supuestas anotaciones en Las cenizas, así como la historia de su origen, también son parte de su obra: un metatexto, una novela que también se actúa un poco en la vida real. Solo le pregunto si el hecho de que las cinco últimas páginas eran idénticas a las primeras cinco es intencional.
―No lo noté. Es error de acomodo. Seguro me confundí cuando estaba armando los juegos. No lo noté.
No le pregunto por el destino de los otros volúmenes de su versión de El tiempo y el número ni para qué hizo más de uno; tampoco creo que me diría nada. Solo le comento que, por un instante, pensé que era su peculiar forma de decir que el tiempo y el número son, a final de cuentas, lo mismo, casi sinónimos. Un palíndromo también. Una suerte de clave de esas que le gusta dejar, como lo del reloj tirado o reunirnos en un café cuya dirección es capicúa.
―¿En serio? ―levanta uno de los menús que hay sobre la mesa y lo gira, lo suelta incrédulo― No me había dado cuenta.
Nada aclara sobre el reloj, quizá solo fue su gato. No todo tiene que significar algo y puede que haya obsesiones que solo son eso, obsesiones, no claves que den para estudios posteriores. ¿Todo hallazgo es fértil? Imposible.
―Oye, ven, te voy a decir un dato curioso. ¿Sabías que la dirección de este café se lee igual al derecho y al revés? ―le comenta a la mesera cuando se acerca a recoger nuestras tazas.
No, no lo sabía, responde ella mientras se lleva los menús. Paul se muestra emocionado y dice que lo usará en algún cuento, o quizá ensayo, que, desde luego, no firmará con su nombre, que en realidad no es Paul, sino Jaime Rosales (quizá solo firme con otro nombre, pero dejará el apellido, asegura). Como el cineasta español, hace notar él mismo. O quizá, continúa hablando de su proyecto, algo mitad cuento mitad ensayo. Ni siquiera pregunta si puede (¿debería hacerlo?), pero yo le contesto que está bien. Dice que sería la primera vez que se atreve a mandar algo para publicación (asegura tener un par de ensayos sobre la cámara fotográfica y el ojo del artista, pero aún en etapas muy preliminares). Le pregunto por qué se hace llamar Paul: es de lo poco que no quedó claro, o quizá pertenece a ese grupo de cosas que solo son, no significan más de la cuenta.
―Así nos decían en la facultad a mí y a Jorge: Al y Paul. Por Albino y Apolonio. Ya no me acuerdo por qué. O, bueno, sí me acuerdo, pero me da pena decirlo. Al y Paul. Al vino. Bueno, no vino, pero esa es la idea.
Desgrana las palabras para explicar, pero ya no hay necesidad: ya entendí. Cierto o no, es convincente. Vuelve al tema del texto y su publicación, dice que ojalá le guste su idea a la gente. Su idea. Ahí está, por fin: una forma de robar la palabra dicha, pero no sé por qué me sorprende, si yo ya estaba consciente de eso, ¿o no? Ojo por ojo: según Gandhi, eso llevaría al mundo a estar ciego, pero yo más bien diría que tuerto. Y el tuerto, en tierra de ciegos…
De alguna forma, algo se ha cerrado, ya no hay deudas. Pienso que todo esto fue una tontería, pero ya está hecho. Quizá la vida no es una película mal grabada, sino una sin sentido. Puede que nada sea lo que aparenta y todos estamos, de cierta forma, crucificados siempre, de las más diversas formas (y ciegos de tanto ver), hasta que alguien, no sabemos quién (quizá ni él mismo lo sepa), venga a bajarnos de la cruz, o siquiera a avisarnos que estamos en una. Al menos para verlo. Supongo que Jorge Riva estaría de acuerdo.
La mesera se acerca para preguntarme nuevamente si deseo algo, pero le digo que así está bien. Rechazarla por segunda vez me hace darme cuenta de que ya llevo bastante tiempo aquí, sin pedir nada. Paul continúa hablando de su proyecto, ahogado en su propia palabrería, ciego a lo que pasa a su alrededor. Por otra parte, puede ser que yo lleve ya demasiado tiempo aquí: comienzo a pensar cosas que no conducen a ningún lado.