El ser desbordado por fantasmas: a 69 años de Pedro Páramo
Pedro Páramo (1955), la icónica obra de Juan Rulfo, ha capturado a lectores de generaciones pasadas y lo hará durante las épocas venideras. Su estructura narrativa innovó la literatura mexicana del siglo XX y representó a un país con profundas heridas tras la Revolución. No obstante, se mantiene vigente a través de las múltiples formas con las que evoca los fantasmas de la memoria colectiva y las penas que atormentan un corazón arrepentido.
Con los escenarios desolados, el silencio en la obra y la línea cada vez más difuminada que presenta a personajes vivos y muertos, logra dar voz al diálogo cercano entre la vida y la muerte que caracteriza a la cultura mexicana. Un aporte inmortal de la novela es la descripción de las múltiples dimensiones con las que los fantasmas habitan a una persona, la embrujan como lo harían en una casa o en un pueblo.
Una casa llena de fantasmas
En Comala, donde transcurren los hechos, los residentes se sumieron en la resignación frente al yugo impuesto por Pedro Páramo, personaje central descrito por su propio hijo ilegítimo, Abundio, como “ese rencor vivo”, después de ser rechazado por Susana San Juan, a quien él amaba. La figura de Páramo, convertida en un cacique opresor, ha marcado la vida de aquellos que habitaron el pueblo, y los condenó a una existencia de silencio y dolor incluso en la muerte.
Una de las pocas personas que logró escapar fue Dolores, quien tuvo un hijo con Pedro Páramo. Aunque estuvo alejada del pueblo, la mujer vivía de recuerdos que la consumían. Sus años posteriores hasta su muerte fueron de evocación y luto a raíz del rechazo que sufrió por parte del cacique, pues fue indiferente tras la partida de su familia.
El niño producto de este desamor, Juan Preciado, creció lejos del rencor de su padre hasta que, en un último deseo, su madre lo envió a Comala a cobrarle caro el olvido a aquel hombre que los dejó durante una vida. En cuanto llegó al pueblo, Abundio sugirió a Preciado pasar la noche en una casa que en el pasado fue una posada.
En el hogar de Eduviges hay muebles de quienes se fueron del pueblo. Las pertenencias son una materialización de las evocaciones que anunciaba Dolores y permitieron traer de vuelta a las ánimas una noche más.
El retorno de los fantasmas a la casa es solo una muestra de cómo habitan en Comala y la forma en que embrujan a quienes lograron salir del pueblo. Son rastros de una humanidad aún arraigada al sufrimiento que dejó la opresión del cacique Pedro Páramo. Voces tan dolientes que por momentos parecen vivas.
Usaron su lengua muerta para hacerse escuchar a través del tiempo hasta la casa de Eduviges, donde Juan Preciado se hospedaba. Sus historias de melancolía y sumisión se transformaron en cazadores que persiguieron a Juan Preciado hasta asesinarlo en un callejón oscuro.
Dolores había advertido a su hijo, Juan, que en Comala escucharía mejor su voz. Las palabras de la mujer son una suerte de presagio que incluso Eduviges ya conocía, y resaltan la conexión que tenía con el pueblo. Para hablar en aquel lugar, habría que estar muerto, y para escuchar es necesario hallarse en el límite entre la vida y la muerte.
En esta frontera surge la cuestión a lo largo de la obra respecto a qué personaje sigue vivo o cuál ha fallecido. ¿Acaso importa? Quienes se quedaron habían perdido su humanidad desde antes de morir. Los que lograron salir jamás dejaron de estar habitados por los fantasmas de su pasado, como el caso de Dolores.
Las ánimas dentro de las memorias de una persona nunca permanecen ahí. Su influencia otorga más dimensiones en un individuo, similar a la definición de Jean-Luc Nancy en Corpus (2003): “El ser no habla, el ser no se desahoga en lo incorporal de la significación. El ser es ahí el ser-lugar de un ‘ahí’, un cuerpo”.[1] Así el “ser-lugar” es un sitio de existencia, del cual pensamiento y emociones forman parte. Los sujetos transmutan en casas embrujadas.
Los fantasmas interiores definieron a Dolores y guiaron a Juan a la muerte. En consecuencia, vivir con fantasmas íntimos difumina el tiempo al evocar de forma constante aquello que no debería pertenecer al presente. En última instancia, estas ánimas también habitan a este personaje que vive de recuerdo.
Este sentido es el que Mariana Enríquez recupera en la novela, Nuestra parte de noche (2019); cuando Juan, médium de la Orden de la Oscuridad, hace una petición a su esposa Rosario: “haunt me”, una promesa de acompañamiento eterno, una declaración de amor que la autora mantiene en inglés por la connotación alejada de su traducción literal, “embrujar”, porque “haunt” también es habitar.
Habitarse, una palabra que la mayoría del tiempo se desestima de significado y se asume performativa. Es un concepto que adquiere relevancia cuando se mira hacia las obsesiones que embrujan el ser. Una retrospección a la que se accede con la lectura de Pedro Páramo, cuya visión de Comala muestra un espacio inmersivo donde cohabitan los fantasmas.
Comala es un no-lugar habitable
Comala es más que un pueblo en Pedro Páramo. Es tan complejo que ni siquiera las memorias de Dolores logran conformar una cartografía capaz de representar sus confines. Las fronteras del lugar escapan de un territorio geográfico y echan raíces a través del tiempo, debido a los fantasmas que ahí habitan.
La influencia del lugar reclama a los descendientes de quienes asolaron su tierra con desamor y rencor. Juan Preciado es la víctima indirecta del pueblo que solo pudo conocer cuando falleció. La muerte es el único camino en que los pobladores habitaron su tierra y es la vía por la cual el lector accede a ella. Sin tiempo, espacio y vida, Comala se convierte en un no-lugar, donde hay silencio entre el vaivén de los gritos fantasmales.
El espacio cero en cuestión tiene dimensiones físicas, pero se experimenta con la memoria que se convierte en una extensión del pasado. De esta forma, las percepciones que surgen desde el recuerdo, lleno del dolor que provocó el rencor de Pedro Páramo, resultan aún más vívidas y llegan al presente.
Comala, el no-lugar, puede ser desde una casa en ruinas hasta un lugar en la memoria de una anciana moribunda como Dolores. El pueblo y las emociones de las cuales sirve de escenario tienen una fuerte carga íntima para las personas que alguna vez vivieron allí. Sus historias se vuelven una sola hasta llegar a oídos de Pedro Páramo.
El no-lugar se mantiene en pie sin cemento ni barrillas; en su lugar, usa las emociones de quien cae en sus garras. Obtiene el mantenimiento de los viejos rencores y anhelos que las personas guardaron durante años. Allí acuden las cosas que alguna vez terminaron y reverberan en el presente.
El silencio y las voces de los fantasmas se amplifican en Comala, y se parecen uno después del otro. En este ciclo sobrevive una certeza: no hay futuro ni descanso para los habitantes, solo queda una existencia en un perpetuo pasado.
¿Comala consume a quienes la habitan? ¿Necesita hacerlo para erigirse en medio del olvido como un monstruo? Se mantiene inmortal porque representa un dolor ancestral que, pese a estar entre los muertos, por momentos parece vivo. El pueblo traga a sus habitantes vivos y muertos para sobrevivir. La obra de Rulfo depreda la memoria y se convierte en un no-lugar habitable para cada lector que acuda a ella, a través de cualquier época pasada, presente y futura.
Una piedra que dejó de rodar
Susana San Juan abandonó a Pedro Páramo, se casó con Florencio para nunca volver. El cacique enloqueció de dolor por perder a la única mujer que amaba. En consecuencia, desató su rencor hacia el pueblo y sus propios hijos ilegítimos. La consecuencia de este odio hizo que él mismo y los pobladores perdieran su humanidad antes de convertirse en almas en pena.
Algunos fantasmas pueden embrujar por las noches con gritos de desesperación y remordimiento. Otros, se quedan a habitar por siempre los lugares que los cautivan, y quien camina en estos parajes, lo hace acompañado. Los fantasmas de Pedro Páramo pertenecen al primer tipo.
El cacique estableció la forma en que habitarían Comala: a través del dolor que a él mismo lo consumía y el silencio que invadió sus últimos días al saber que Susana San Juan nunca lo amó. Cuando murió, dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras, como explicó Abundio, quien lo mató.
Las ánimas, arraigadas al rencor y el odio, nunca se van. Ambos sentimientos desbordaron a Pedro Páramo, lo convirtieron en un ser absoluto que devoró el destino de quienes sometió. Incluso Dolores resintió las consecuencias y se llevó consigo cientos de fantasmas que la desbordaron.
Juan Preciado escuchó algunas historias con las que vivió su madre el resto de su vida. Sin una conexión con la muerte en su vida antes de llegar a Comala, fue arrastrado a las sombras por las almas cautivas del pueblo. El horror no mató al hombre, lo hizo la profunda tristeza de las historias condenadas a repetirse por siempre atadas a Pedro Páramo. Al morir, se transformó en una roca en la que los demás fantasmas fueron uno para nunca rodar.
Fuentes
Bellini, Giuseppe, “Función del silencio en Pedro Páramo”, disponible en https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/funcion-del-silencio-en-pedro-paramo–0/html/837e8d3f-00cb-4660-aae0-119aecf3a085_6.html
Lara Zavala, “Las ánimas de Rulfo”, disponible en https://www.uam.mx/difusion/casadeltiempo/82_nov_2005/casa_del_tiempo_num82_55_58.pdf
Nancy, Jean-Luc, Corpus, trad. de Patricio Bulnes, Madrid, Arena libros, 2003.
Rulfo Juan, Pedro Páramo, Madrid, Cátedra, 1986.
[1] Nancy, Jean-Luc (2003). Corpus. Arena libros. Traducción por Patricio Bulnes. Madrid. Página 78.