Tierra Adentro

Quiero aclarar que fue al otro Jaime al que se le metió en la cabeza la idea de que Borges (o alguien muy parecido a él) había entrado a la casa a robar. Yo simplemente me limito a narrar lo que sucedió. Ocurrió una tarde hace un par de años, tras descubrir la puerta forzada y notar que faltaban objetos de valor en la casa —entre ellos mi preciada computadora—. El otro Jaime sospechaba de un viejo misterioso al que habíamos visto merodeando por mi calle desde varios días antes; según él tenía un asombroso parecido con el laureado autor. Acabábamos de doblar la esquina cuando Jaime se paró en seco y señaló a un hombre que estaba sentado en un pequeño café al aire libre sobre la banqueta opuesta. Sin hacer caso a mis súplicas para que no cometiera imprudencias, se acercó a aquel sujeto avejentado y de rostro familiar que, con la cara sumergida en la pantalla de una computadora idéntica a la mía, revolvía su café con el mango de una cuchara mientras vertía un salero dentro de la taza.

—Disculpe, ¿es usted Borges? —dijo Jaime.

—¿Quién pregunta? —respondió Borges sobresaltado e intentando reconocer nuestras figuras, mientras cubría con el mantel una bolsa repleta de carteras, relojes y joyas que se asomaba por debajo de la mesa

—El dueño de esta computadora.

—¡Yo no robé nada! —exclamó Borges—. ¡Fue el otro Borges el que la robó! Yo sólo quería mirar el arco de su zaguán y la puerta cancel, pero Borges insistió en que entráramos y nos robáramos los electrodomésticos.

—¡No me diga!, ¿no es conveniente que haya dos Borges cuando las cosas se ponen difíciles?

—¡Le aseguro que es verdad! —insistió—. A mí solamente me interesan los relojes de arena, la tipografía del siglo XVIII, la prosa de Stevenson…

—Y los objetos ajenos.

—¿Se refiere a este aparato prodigioso? No entiendo cómo funciona, pero me prometieron que con él podría ver el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, noticias en tiempo real, videos de gatitos adorables y películas gratis.

—Eso no le da derecho a robar.

—Fue Borges.

—¿Y usted no es Borges?

—No si piensa llamar a la policía.

—No lo haré.

—Entonces soy Borges.

—¿Me devuelve la computadora?

—¿Es de usted?

—Es de Jaime.

—¿Y por qué no me la pide Jaime?

—Porque él está escribiendo la historia.

—¿Y cómo la está escribiendo si no tiene computadora?

—¡Basta ya, Borges! —intervine finalmente, exasperado—. ¡Devuélvame mi computadora!

—¡Tú no te metas! —me susurró el otro Jaime, molesto.

—Entonces deja de darle cuerda.

—Sé lo que estoy haciendo. Conozco mejor a Borges que tú.

—¿Ah, sí?, ¿has estado leyendo a mis espaldas?

—No sabía que tenía que informarte de mis actividades.

—Pues sería un buen detalle, tomando en cuenta que tú eres yo y que yo soy tú.

—Cuando te conviene, porque cuando te avergüenzo no tienes problema en desconocerme.

—Ya te he explicado mil veces por qué lo hago. Este no es lugar para discutir.

—¿Dónde está Borges? —preguntó de pronto Jaime, volviéndose alarmado hacia la mesa abandonada del café, en la que ahora una solitaria servilleta decía: “No sé cuál de los dos Borges escribe esto, pero buena suerte explicándoselo a la policía”.