El retorno de los fantasmas
A diferencia de la poesía y el cuento, la novela en lenguas mexicanas es uno de los géneros menos transitados. Su aparición es realmente reciente para satisfacer el gusto de los lectores, o de los propios escritores o, un tanto más, de la exigente mirada de académicos e investigadores. Reflexiono sobre este género porque así me cuestiono mi propia forma de concepción literaria. De hecho, los pocos escritores que hemos publicado una novela no hemos hecho hasta el momento una reflexión valiosa a propósito de nuestras herramientas de composición.
En algunos libros que antologan ensayos metatextuales, como el trabajo de Carlos Montemayor (Los escritores indígenas actuales I y II, Tierra Adentro, 1992) o de Luz María Lepe Lira (Oralidad y escritura. Experiencias desde la literatura indígena, Dirección General de Culturas Populares, 2014), los autores parten desde su condición “indígena” como una responsabilidad política. Esto último no es para menos, muchos de los escritores surgieron a partir de una política cultural tradicionalista. Muy pocos cuestionan su quehacer literario, y si lo hacen parten del problema social e identitario al que pertenecen. Es un paso, me digo a veces, lo que indica que estos autores han tenido conciencia de la difícil tarea de la creación literaria, incluyendo el papel político en su carácter lingüístico.
Javier Castellanos (1949), de origen zapoteco, afirma que “la literatura indígena contemporánea no sólo es el despliegue del sentimiento de un ser creativo, sino que al mismo tiempo que muestra la cosmovisión de estos pueblos, aparecen detalles de una propuesta cultural” (“La literatura: flor y espina para los pueblos indígenas mexicanos” en Lepe Lira, 48) y, agrega el autor, “su función es llamar la atención a la situación semicolonial en que viven los pueblos indígenas de México” (48). Pero esta concepción denunciante, advierte el autor, no nos lleva a un buen camino. Con dicha postura política, un escritor no desarrolla una literatura que salve su lengua, sino que la condena a desaparecer: “No quiero decir que si se dejara de hacer esta literatura, todo va a cambiar, sólo quiero señalar que no basta la literatura para que se conserven las lenguas indígenas, que incluso en manos de la burocracia, la literatura ha sido utilizada para ocultar la sofisticada manera con que se está eliminando las lenguas originarias” (Castellanos en Lepe Lira, 52).
La reflexión liminal de Javier Castellanos es contundente y consciente sobre su posición cultural y política. La literatura, al final de cuentas, no salva a nadie, ni a su propia materialidad lingüística para prolongarla en el tiempo. Si se escribe para conservar una lengua se está afirmando que no tiene posibilidad de salvarse. Los escritores no aportamos nada para darle vida a nuestra lengua, nos preocupamos más para resguardarla, como guardar un objeto delicado que nadie más lo toque con el miedo de que lo rompa, que hacerla caminar con vida propia.
La novela escrita en México publicada en formato bilingüe tiene un catálogo bastante breve que comienza con Javier Castellanos en 1994 con Wila che be ze lhao / El cantar de los vientos primerizos (Editorial Diana/Conaculta). El mismo autor publica una segunda novela, resultado del Premio Nezahualcóyotl de Literatura en Lenguas Indígenas, con el título Relación de hazañas del hijo del relámpago en 2004 y, en 2007, Laxdao yelazeralle / El corazón de los deseos. Las tres obras, en formato zapoteco-castellano, colocan a Javier Castellanos como el primer novelista que publica en lengua zapoteca, en Oaxaca.
Después, en 1998, en Chiapas aparece la novela El kajkanantik / Los dioses del bien y del mal (Fundación Rockefeller/INI), en tseltal-castellano, de Diego Méndez Guzmán (1967). Castellanos y Méndez Guzmán son los primeros autores que esbozan una ruta de la novela en esta condición bilingüe, sin escaparse de la búsqueda por mostrar el mundo indígena. Castellanos, en particular, construye en su narrativa la visión de esos maestros que cargan una ideología de sujetos “elegidos” para cambiar el mundo colonial, dominado por un constante conflicto ideológico. Por su parte, Méndez Guzmán plantea en su única novela una reconstrucción del Popol Vuh a partir de un personaje llamado Alonso, en la máscara de un santo católico como San Ildefonso, un semidios enviado al mundo tseltal de Tenejapa como el mesías.
Después de estos dos autores finiseculares, en Yucatán surge Marisol Ceh Moo (1978), la única mujer novelista a nivel nacional, con las obras X-Teya, u puksi’ik’al ko’olel / Teya, corazón de mujer (Conaculta, 2009), T’ambilak men tunk’ulilo’ob / El llamado de los tunkules (Conaculta, 2011) y Chen tumeen chu’úupen / Sólo por ser mujer (Conaculta, 2014). En esta misma lengua también se encuentra Isaac Esaú Carrillo Can (1983-2017) con la novela U yóo’ otilo’ob áak’ab / Danzas de la noche (Conaculta, 2011).
En Chiapas, por su parte, un segundo novelista como Josías López Gómez (1959) viene a representar la lengua tseltal, después de pasar del cuento a la novela, con Te’eltik ants / Mujer de la montaña (Celali, 2011) y Jtunel / El servidor (Conaculta, 2020). Por último, del Estado de México, Francisco Antonio León Cuervo (1987) publica en 2019 la novela Nu pama pama nzhogú / El eterno retorno (Conaculta), en la lengua mazahua, con la variante lingüística jñatrjo, y castellano.
Estos seis autores o han ganado el Premio Nezahualcóyotl de Literatura en Lenguas Indígenas, a nivel nacional, como Javier Castellanos (2004), Isaac Esaú Carrillo Can (2010), Marisol Ceh Moo (2014), o el Premio de Literaturas Indígenas de América (PLIA), el máximo reconocimiento a nivel continental, con Josías López Gómez (2015), Francisco Antonio León Cuervo (2018) y Marisol Ceh Moh (2020), la más reciente.
A partir de una apreciación personal, encuentro que las novelas, excepto las de Marisol Ceh Moo y de Isaac Esaú Carrillo Can, abordan mundos narrativos en conflicto derivado de una visión antagonista. Los personajes son partícipes del proyecto modernizador mexicano al convertirse en maestros, como en las novelas de Javier Castellanos y Josías López Gómez, o un choque de cosmogonías como en la novela de León Cuervo.
La mayoría de los autores, por lo tanto, escriben para “mostrar” la dominación de la ideología occidental sobre los pueblos que sobreviven en un mundo semicolonial como un vestigio digno de recrearse en la literatura. La más sobresaliente, en todo caso, es Marisol Ceh Moo al salir de estas camisas de fuerza y plantear otros temas fuera de esta construcción cultural en la literatura. Desde su primera novela, Teya, corazón de mujer, hallamos la narración de la vida y muerte de un militante comunista en Yucatán en los años 70 del siglo pasado. Sobre la autora, el escritor y académico Arturo Arias le ha dedicado un amplio espacio en su libro Recovering lost footprints (SUNY/State University of New York, 2018), además de estudios sueltos con mucha profundidad sobre su propuesta temática. Issac Esaú Carrillo Can, por su parte, con una trama sencilla y un lenguaje poético aborda en Danzas de la noche los sueños de una joven maya que la llevan con su padre para convertirse en una danzante.
Quiero detenerme ahora en la novela El eterno retorno de Francisco Antonio León Cuervo para reflexionar sobre algunos elementos narrativos que la componen. La obra narra la vida y muerte de Xuba, una adaptación de la tradición oral mazahua, quien enfrenta dos conflictos generados a partir de un encuentro con la sirena, un ser fantástico en la figura de una mujer con cola de serpiente. Ebrio, Xuba se aprovecha sexualmente de la mujer al encontrarla a la orilla de una laguna.
Al amanecer, un sentimiento de miedo se apodera del personaje. Pese a que él no cree en el destino ni en la predestinación, pues “Era bastante pragmático para su tiempo” (2019: 97), su muerte ya estaba anunciada desde esa mañana antes de ir a su trabajo. Esto lo sabe el personaje una vez que comienza a sufrir las consecuencias de su acto al volverse un fantasma en la vista de sus vecinos, de sus hijos. Cuando Xuba se desespera, busca a una curandera del pueblo, quien le explica lo que le ha sucedido: “Decían los viejos que cuando esto pasaba era porque la sirena se apoderaba de tu alma. Yo no sé si eso sea verdad, pero creo que la única manera de curarte es que encuentres a esa sirena y la mates, antes de que el miedo acabe de consumirte. Así enfrentarás tu miedo, lo destruirás y volverás a creer en ti, tal vez así puedas curarte” (124).
Xuba busca a la sirena para matarla, lo logra después de un par de intentos fallidos. Este acto coloca al personaje como héroe, lo que le permite recuperar poco a poco su presencia en el mundo ante su familia y las demás personas. Pero al final, como también se lo advierte la curandera, otro error podría hacer volver la enfermedad. En efecto, después de que Xuba vence su miedo matando a la sirena, un hacendado le incita a confesarse con un cura una vez que se entera de que Xuba se había recuperado de su enfermedad matando a la sirena. Para ello, primero tiene que convertirse al cristianismo. Pero el cura le plantea a Xuba un problema personal al bautizarlo, la pronunciación de su nuevo nombre «Francisco»: “—Fan-fan-fancisco” (152). El padre se molesta con él: “—No, no, no. No seas pendejo, es Francisco, como el santo” (153). Después de discutir con el cura, el personaje decide usar el nombre Pancho, por ser de más fácil pronunciación. Con el tiempo, al acostumbrarse únicamente como Pancho, se olvida de su primer nombre. Esto le hace revivir su miedo, y de nueva cuenta comienza a padecer los mismos síntomas de la enfermedad como al principio, después del encuentro con la sirena, volviéndolo nuevamente un fantasma en vida, que no tiene forma de sobrevivir, de tomar decisiones propias. Vemos entonces que sirena y cura cumplen con la misma función: remover la conciencia del personaje para hacerlo víctima de su comportamiento.
Xuba, si bien fue inteligente y decidido al inicio para vencer su miedo, al confesarse con el cura, su concepción sobre la sirena cambia, el sacerdote lo convence de que fue el demonio: “Lo que tú viste fue el diablo”, afirma el padre, “El diablo es el enemigo de Dios. Busca a los hombres pecadores para agrandar su reino del mal. Cuando te encuentras con él, te roba el alma. El alma es el aliento de Dios que te da vida, todos tenemos un alma y si nos la arrebatan es lógico que vamos a morir” (156). El bautismo y la confesión provocan la segunda muerte de Xuba, en la sustitución de su nombre también relega el lugar de su alma, hasta que un día muere al reventar su estómago, de donde brotan todo tipo de gusanos e insectos.
En el desenlace de la obra se centra una de las consecuencias de los actos de Xuba. Cuando su espíritu sube al cielo, en una dimensión se encuentra con el ángel que viene en busca de un tal Francisco, pero el personaje no lo reconoce como suyo, pues él se identifica como Pancho. Después de vagar un tiempo, y con los encuentros infructuosos con el ángel, Xuba baja al inframundo. A la orilla de un río se encuentra a un perro esperando a alguien. Él se atreve a preguntarle a quién busca, el perro le contesta que a un hombre que se llama Xuba, pero el personaje también desconoce el nombre, insiste en que se llama Pancho. Entonces regresa al cielo, se repiten los encuentros con el ángel, y luego con el perro en el inframundo. En un espacio intermedio, en la colina de una montaña, ve a lo lejos a una mujer que la reconoce como la sirena y algo en su memoria le dice que tiene que matarla.
El planteamiento de la novela coloca al personaje entre dos ideologías antagónicas, la mazahua y la occidental en su carácter religioso. Al final el personaje queda atrapado, suspendido, en medio de estas dos ideologías como un fantasma que vuelve de un lugar a otro, sin descanso. El autor logra confrontar dos mundos en un solo personaje, los cuales terminan llevándolo en una constante lucha hasta la eternidad.
La idea de fantasma no solamente se aprecia a nivel de la trama, sino también a nivel del discurso narrativo en el punto de vista y voz narrativa. Partiendo desde la teoría del relato, “el punto de vista lo es sobre la esfera de experiencia a la que pertenece el personaje y en la medida en que la voz narrativa es la que, dirigiéndose al lector, le presenta el mundo narrado” (Ricoeur, Paul, Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato de ficción. Vol. II, Siglo XXI editores, 1995: 513).
En cuanto al punto de vista, el mundo se configura a partir del entendimiento de Xuba. El mundo del cual buscaba mantenerse apartado le hace una muy mala jugada al encontrarse con la sirena, lo que le produce su primera muerte, pero después le sucede lo mismo al encontrarse con el cura, su bautismo le genera una segunda muerte. De hecho, sus propios compañeros se burlan de él cuando cuenta sobre su cambio de nombre: “—¿Dijo que te llamabas Francisco? / —Sí, así me bautizó. / —Pero, yo sí puedo decir Francisco, ustedes también. ¿Verdad, Andrés? / —Sí, yo sí. ¿Tú, Celso? / —Francisco. / —Ya ves, compadre, nosotros sí te podemos decir Francisco. / —Sí, pero yo no puedo decir ese nombre, por eso quiero que me llamen Pancho, como ya les he dicho. No sea que me hagan a hacer enojar” (León Cuervo, 164).
Y es que, desde el punto de vista narrativo, el personaje asume una identidad del ser “indio” y así se ubica entre sus compañeros. Esta identidad no la cuestiona ni antes ni después de convertirse en Pancho. Esto nos lleva a pensar en otra muerte simbólica, mucho anterior a su encuentro con la sirena: “Pancho nunca contempló la posibilidad de que otros podían pronunciar Francisco; creía que los demás indios eran como él, en la manera de ser y de pensar. Pensaba eso, porque los ladinos así se lo habían hecho creer a él y a todos los indios” (164).
En efecto, en un primer momento, vemos a Xuba como “indio” que sufre por su propia condición cosmogónica, los seres con quien se enfrenta son parte de su lugar de origen que antes no creía. Pero una vez con un nuevo nombre su ser “indio” deja de ser inteligente, incluso muestra un pensamiento pueril ante sus propios vecinos. En términos ficticios la transformación de Xuba no es un problema, es un personaje que, frente al pensamiento colonial, no tiene la capacidad de tomar conciencia de su propia existencia. Es un sujeto limitado de entendimiento, y la manera en que se burlan sus compañeros de él nos convence de que el problema es él. Tampoco podría haber mayor problema si, además de él mismo, también califique de “indios” a sus compañeros, es la forma en que él comprende su identidad y puede llevarnos a un análisis de su psicología.
El fragmento citado arriba nos lleva a reflexionar sobre la identidad de la voz narrativa. Cuando dice que Pancho “creía que los demás indios eran como él”, el narrador nos muestra lo que el personaje piensa, cree, observa. Incluso es entendible cuando dice que “los ladinos así se lo habían hecho creer”, tratándose de un personaje que ha sido dominado ideológicamente. Pero al final de la cita anterior, “y a todos los indios”, ya no es un pensamiento del personaje sino del narrador. En este sentido, de acuerdo con Ana Matías Rendón, “el concepto de ‘indio’ se trata de una invención narrativa que tendrá una amplia gama de significados, asociaciones y efectos reales en las personas” (La discursividad indígena. Caminos de la Palabra escrita. Editorial Kumay, 2019: 27).
Lo cuestionable entonces es el uso de la voz narrativa, con una marca verbal en tercera persona del omnisciente, que debiera estar fuera de la historia, sin punto de vista, limitado a mostrar el mundo del personaje, sin emitir juicios de valor.
La primera línea de la novela inicia de manera excelente: “Xuba se levantó muy temprano esa mañana, no pudo conciliar el sueño toda la noche” (97). Al nombrar el personaje, la voz narrativa nos lleva de manera directa a un hombre singular, con nombre propio. Pero en tan sólo unos párrafos más abajo, el narrador rompe con su posición neutra: “Era bastante pragmático para su tiempo, a diferencia del resto de los indios o mestizos que vivían atemorizados por una infinidad de supersticiones” (97). El narrador deja su posición de omnisciente y se entromete en el punto de vista del personaje al calificarlo también de “indio”. Como sucede con el resto de la narración, esta forma de identificar al personaje con un nombre común borra su presencia: “En mayo el maíz no requiere trabajo y, aunque es un mes caluroso, el indio se emplea en la raíz” (102). Ahora el personaje ya no es Xuba, sino un “indio” cualquiera con un peso eminentemente colonial. El narrador lo borra y lo convierte en un fantasma. No es lo mismo que un personaje identifique como indio a su compañero, con un fin racista, a que el propio narrador en omnisciente lo haga. Una opción pudo haber sido identificar a Xuba con el gentilicio de su lugar de origen o de su lengua, lo cual nos hubiera permitido entrar en su mundo a profundidad para conocer su cosmogonía, su concepción de la vida, y con ello conocer al ser humano y no al “indio” inútil opuesto al hombre mestizo y católico.
El punto de vista en el cual se mete el narrador es una concepción de mundo, en primera instancia, y, en segunda, opuesto a la visión católica. Mas el narrador no marca su propia posición neutral: “Cuando alguien visitaba a un sacerdote, tenía que llevar su limosna u ofrenda, no obstante, aunque la cuota era la misma para un mestizo o un indio, al indio siempre se le hacía esperar” (150).
Como se piensa desde la teoría del relato, “El punto de vista toma cuerpo, en primer lugar, en el plano ideológico, en el de las evaluaciones, en la medida en que una ideología es el sistema que regula la visión conceptual del mundo de la obra en todo o en parte. Puede ser la del autor o la de los personajes” (Ricoeur, 1995: 523). Siguiendo entonces el problema de composición de la novela, me parece a mí que otro fantasma domina la voz narrativa en la obra de León Cuervo. Si la construcción del punto de vista concierne a lo que estrictamente llamamos poética de la composición, debido a que el creador demuestra su habilidad de “crear un mundo”, ya sea vivido, imaginado o deseado, el mundo de El eterno retorno ideológicamente está poseído por un fantasma del indigenismo.
Basta ver, por ejemplo, y muy a pesar suyo, la voz narrativa en Oficio de tinieblas de Rosario Castellanos: “Las indias avanzaban de prisa, tropezando unas con otras, tratando de proteger a sus hijos” (Booket, 2005: 232). Lo que vemos en esta novela, como en El eterno retorno, es que no hay una separación entre la visión del personaje y la del narrador, ambos pertenecen a un mismo punto de vista, el indio frente al mestizo que es su victimario.
El uso entre el punto de vista y la voz narrativa, incluso el uso de focos narrativos, aún es débil en los autores en lenguas mexicanas, falta una postura propia de la voz narrativa con respecto del mundo de los personajes. Tal vez tenga mucha razón Javier Castellanos cuando dice que nuestra literatura sea únicamente repuesta del proyecto cultural mexicano. En su propia novela Cantares de los vientos primerizos, el personaje se enfrenta con su pasado histórico a través de las revelaciones de Trhon Lia. Consciente de la invención del sujeto “indígena” por la antropología, el personaje narrador justifica su comportamiento e identidad fantasmática por su pasado histórico, también dominado por la ideología de la conquista española.
Mientras que el punto de vista de Xuba se posiciona en la época en que trata la historia, por tanto, con una ideología colonizada, la posición temporal de la voz narrativa, su presente narrativo, está ambiguamente dentro del mismo tiempo. Aunque narra en pasado, su grado cero, no se percibe ninguna diferencia. Este elemento temporal no fue aprovechado por el autor para ubicar un punto de vista que le permita “descolonizar” la mirada de su personaje, empezando por la postura ideológica del narrador que, dentro de la ficción, no debería tener por su neutralidad.
De hecho, en más de una ocasión la voz narrativa toma ciertas licencias para dudar, divagar y, en ocasiones, juzgar a su personaje. Nos encontramos con frases como, por ejemplo: “Quizá creció allí desde mucho antes que el indio supiera qué hacer con su raíz” (102). O, más adelante, hace sentencias como: “El corazón del indio es tan noble que en él se hallan junto a sus familiares los recuerdos de sus animales” (103), como una visión idílica por excelencia del mundo indígena. Incluso el narrador se permite ciertas expresiones muy personales como: “Empezó igual a como lo aprendió de su padre, su padre de su abuelo y él de su padre, o de quién sabe quién chingados” (104). Si bien el personaje es indiferente de su posición ideológica, el narrador asume sus propias licencias para insultar por él o manifestar sus emociones.
La voz narrativa usada como recurso en la novela El eterno retorno, por tanto, no tiene una clara posición temporal ni ideológica, aunque se pretende creer que no dista del paso de sus propios personajes. Es una voz narrativa que rompe con su condición de omnisciente y pasa al de ¿testigo? En ese caso tampoco podría adivinar el pensamiento del personaje o sus sentimientos. Como ya he observado, el narrador pareciera tener la misma ideología que Xuba, lo cual es un grave problema de composición. No es imposible degradar la voz narrativa en omnisciente al de testigo, a menos que sea una novela postmoderna con un planteamiento consciente y de manera unificada.
En la novela de León Cuervo, como también sucede en Mujer de la montaña de Josías López Gómez, el narrador se desliza en la propia voz y forma de hablar del autor. Finalmente, como afirma Paul Ricoeur, “En cuanto autor de discursos, el narrador determina, en efecto, un presente —el de narración— tan de ficción como la instancia de discurso constitutiva de la enunciación narrativa” (530). Esto significa que, si bien toda novela encierra una composición ficticia, incluyendo la voz del narrador como estrategia narrativa y dueño de los discursos pronunciados, es imposible deslindarla de un peso ideológico que la compone.
Me parece entonces que aún nos falta dominar algunos elementos de composición literaria para poder construir los mundos que viven nuestros personajes y con ellos los que vivimos y deseamos o negamos vivir. Como lo manifestaba Javier Castellanos, aún escribimos bajo una demanda de la política cultural que impera en nuestro país, lo cual produce una literatura conservadora y decadente. La novela de León Cuervo se ubica en esta postura, únicamente responde a una política cultural sin ninguna propuesta literaria en concreto.
Muy pocas obras, como la de Carrillo Can y Ceh Moo, supieron aprovechar de los certámenes literarios para mostrar una cosmogonía interna o al margen de ella, creando nuevas cosmogonías como parte de la composición literaria. Cuando hablamos de composición interna también hablamos de la composición de un mundo paralelo y, muchas veces, para cuestionar la forma en que vivimos, a partir de la visión de nuestros personajes, de su condición social e histórica, ya sea de manera poética, filosófica o propiamente literaria.
Aún falta que los narradores bilingües provechemos de nuestras herramientas de composición y llevemos al límite el lenguaje, que no sólo responda a una demanda cultural o política, sino que sirva para expresar la visión de mundo del autor, una visión construida y pensada constantemente desde su posición social, histórica e ideológica. Nos falta deshacernos de la idea que los premios en la disciplina en lenguas indígenas son el mejor incentivo para difundir una obra, o para darnos a conocer ante nuestros lectores. Necesitamos arriesgarnos más con nuestros recursos de composición, que nos adelantemos a lo que nuestros lectores esperan de nosotros.
Nos falta vencer a esos fantasmas que hablan a través de nuestras voces narrativas, incluyendo la poesía. Muchos de nosotros empezamos escribiendo bajo el peso ideológico del indigenismo, nuestro único referente literario es nuestro mundo oral y la literatura escrita sobre nuestra cultura, que la antropología ha usado como ejemplo para mostrar el mundo indígena mexicano.
Nuestro reto continúa siendo superar la ideología denunciante de la literatura indigenista, buscar nuestras propias herramientas de composición, jugar con ellas para crear mundos posibles y mostrarle al lector un mundo literario más complejo, actual o histórico, como lo es la propia vida.