El remitente misterioso y otros relatos inéditos de Marcel Proust
La memoria nos hace girar la cabeza hacia el (según nuestra construcción geopsicológica) camino recorrido, la estela dejada atrás a la que nunca volveremos, no, al menos, físicamente. Sin embargo, la memoria es engañosa y creativa, así como también lo dice Carlos Fuentes en La gran novela latinoamericana (Alfaguara, 2011), pues señala que “releer es un acto de re-creación”. Volver a algo, el acto de lo “re”, del Regreso, de re-cordare, volver a hilar ese cordón cuya etimología lo acerca al corazón. Recordar es seguir el hilo hacia ese aparente “atrás” hasta el momento atesorado, que no se difumina aunque el lector singular, el lector aparente, tú, lector (no hipócrita, no exageremos), fantasee con los artefactos narrativos de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Gondry, 2004). Por supuesto, esto no significa que la memoria sea eterna, la reina triunfante que jamás se apaga. La enfermedad y la muerte pueden con ella.
Nos gusta pensar en lo imperecedero, soñamos con monumentos, con arquitecturas que atraviesen milenios. Creemos que el libro permanecerá, que la palabra en la hoja es similar a los petroglifos de milenios atrás. Nos resistimos, como especie, a dejar el pasado en la lejanía. El arte es, pues, uno de los mecanismos más certeros y delicados para re-memorar lo “ya ido”.
Marcel Proust es bien conocido por cualquier lector que se precie de andar algunos años devorando historias, versos y tramas. Esto no significa que sea leído con asiduidad, aunque su fama lo preceda. Ocurre algo similar con James Joyce, cuyo Ulysses posee los adjetivos de “difícil”, “incomprensible”, sin olvidar el “intragable”. Sin embargo, Marcel Proust no escribió libros que fueran intragables por su forma, ni tampoco por la “aparente nulidad del argumento”. Lo que hizo Proust fue devenir desde su persona hasta hacer caer en la hoja a Marcel, y a los personajes que, de una u otra manera, circundaran su magna obra, aún sin proponérselo. Todo esto, y no hay que olvidarlo, por medio de una prosa simbolista, cercana a las corrientes impresionistas, llenas de elipsis y rodeos que pueblan de manera indirecta las descripciones y la acción de personajes profundos y contradictorios.
En busca del tiempo perdido (1913-1927) es, de cierta manera el escritor Marcel Proust, y también su magno legado, aunque no fue todo lo que escribió. Algunos críticos piensan que su obra anterior, de Los placeres y los días a Contra Saint-Beuve, pasando por Jean Santeuil, parecía encaminada hacia la conformación de lo que terminarían siendo siete volúmenes editados por Grasset, y luego Gallimard; su novela vivificada, su obra convertida en exorcismo, pues para quien se enfrente a las novelas de Proust se dará cuenta de la aparente disociación entre el hombre y el escritor.
Hablar en extenso de las novelas de Proust, de la septología, es una tarea ardua, y no es esto lo que me atañe, sin embargo, hay que decirlo, todo gira alrededor de sus monumentos a la memoria, el simbolismo y el alma humana, el sueño, lo perdido y también lo nefasto, lo decadente, aunque Proust se alejara del realismo más insidioso, el heredado por Zolá. Y a todo esto, ¿hay alguna manera de hacerse con la obra de una manera más ligera, de encontrar el hilo conductor que lleve a la lectura cuasi imposible si la medimos con nuestros estándares lectores actuales?
La hay. Es una obrita compuesta por estampas, quizá cuentos, llamada Los placeres y los días, que sirve como introducción al difícil estilo de un narrador al que le pertenece el detalle, la vuelta, la espiral y la descripción monumental, así como los saltos elípticos de un lado hacia el otro, los espacios en los que el tiempo hace de las suyas. En este libro de juventud, publicado en 1896, Proust se aproxima por medio de estampas a la vida de la campiña francesa, al verano y también a las vicisitudes del amor y de la muerte. Algunas de sus obsesiones e imágenes volverán in extenso en su obra mayor, por lo que sirve como una ligera introducción al estilo que formula Proust a través de voces ensimismadas, o demasiado asidas a los detalles, la observación del mundo o de sí mismos.
¿Proust también era un cuentista? La pregunta debería competerle a un especialista, sin embargo, es una idea mía el que la especialización impide el acercamiento propio de un lector promedio (culto o no, eso ya lo dejaremos a la megalomanía de cada quién) a la escritura de determinada escritora, de determinado autor. El cuento en el siglo XIX parece estar relegado a ciertos momentos, creemos, aunque ejemplos los hay por miles. Sin embargo, el panorama está pincelado por Dostoievski y Tolstoi y Balzac y Dickens. Es obvio pensar en la novela como la estructura elegida por las grandes mentes de la narrativa. Pero, volvemos al mismo punto, expresiones puntuales, de la misma calidad y alcance, están en Maupassant como en Chéjov, en Doyle o en Dumas. El cuento es una forma de la narrativa apreciada desde la antigüedad, y el cuento moderno, iniciado con Poe, remite a ciertas estructuras que pueden ser cambiadas, reinventadas o reemplazadas. Sin embargo, la construcción de las estampas atañe más a la descripción, al detalle y el paisaje (externo o interno). Esto es lo que encontramos como lectores modernos en los “primeros relatos” de Proust.
La llegada al mercado de una edición que contiene “relatos inéditos” de Proust emociona a cualquiera, inclusive a ese hipotético lector cuyo interés lo acerca a Proust, pero la enormidad de En busca del tiempo perdido lo aleja. ¿Estos cuentos fungen entonces como otro corolario, como un inusitado prólogo a la prosa proustiana? Lamentablemente no.
La edición en español, editada por Lumen, posee ciertos incentivos que no se anuncian en un principio, como la introducción del especialista Luc Fraisse o el prólogo y la traducción de Alan Pauls. Sin embargo, esto no es lo único que se encuentra en el libro. Anexo a los relatos hallamos una sección llamada “A las fuentes de En busca del tiempo perdido”, integrado por un estudio de Fraisse sobre el arribo de Proust a su opus magna. Por último, El remitente misterioso y otros relatos inéditos también cuenta con un cuaderno iconográfico con fotografías a manuscritos, tanto de Proust como utilizados por él.
¿Qué es, entonces, lo que falla? Quizá lo engañoso de la edición, pues, a pesar de lo interesante que resulta el hallazgo de textos inéditos de Proust, no estamos hablando de cuentos terminados, de relatos construidos con toda la intención de serlo. Son, tanto “El remitente misterioso” como los otros siete textos, fragmentos, relatos empezados, diálogos y otras formas gestadas a finales del siglo XIX y principios del XX, sin nunca alcanzar lo necesario para convertirse en cuentos en plena forma. El libro no es, tampoco, un acompañamiento para Los placeres y los días, sino una serie de curiosidades para alimentar el amor hacia Proust, así como el conocimiento que se tiene hacia el autor.
De cierta manera, este libro está constituido por especialistas para hacerlo legible a cualquier lector, cosa que no se logra pues, aunque no hay demasiadas complicaciones (a excepción de un relato donde las notas señalan los cambios integrados en el manuscrito, dificultando la lectura de una manera ridícula) no se puede vislumbrar un libro ni una serie de relatos sueltos que funcionen por sí solos. Son, más bien, fragmentos, anotaciones, falsos arranques, el material que un escritor va apilando durante su proceso creativo. Y si bien esto puede resultar interesante o útil para un especialista en Proust, o para un lector curioso por su proceso escritural, para un lector promedio el libro no tiene sentido. Esto mismo es lo que se critica cuando salen a la luz fragmentos encontrados en el escritorio de tal o cual escritor o escritora. No nos hallamos ante la completitud, ni siquiera ante lo que aun así vale la pena ser leído, como las novelas incompletas de Dickens o de Musil.
Por lo mismo es necesario señalar que El remitente misterioso y otros relatos inéditos no contiene lo que se concibe comúnmente como “inédito”, sino formas escriturales, arranques, fragmentos y cuentos a medio terminar, que no alcanzan las cotas de Los placeres y los días, pero que sirven como una adición, un acercamiento a En busca del tiempo perdido.
Al último he dejado uno de los elementos que han funcionado, de manera comercial, como gancho para los lectores: el tema del deseo homosexual en la escritura de Proust. Y es que en las mismas novelas del ciclo proustiano puede hallarse, aunque de manera indirecta, la homosexualidad latente en la voz de Marcel, cuyo desdoble permite encontrar la misma en el autor, en Marcel Proust. No es nuevo el tema, aunque permanezca eludido, eclipsado, hábilmente encubierto en toda la obra del escritor francés. El ocultamiento, por obvias razones, parecía estar desvelado en algunos de sus escritos anteriores a En busca…, que aparecerían en este libro, El remitente misterioso. Sin embargo, no debe pensarse que la forma de tomar el deseo homosexual es obvia en todos los relatos. Tampoco hay aquí un erotismo claro, más propio de los decadentes, ni escenas donde la homosexualidad esté marcada con plumón. Lo que hay es una aproximación, una connotación de mostrar el deseo, la naturaleza humana del mismo Marcel Proust en textos inacabados que terminarían en el cajón, por el miedo del autor a ser mal visto, rechazado, o algo peor. Y, repito, ninguno de los textos muestra de manera obvia la homosexualidad que sí se señala en la sinopsis del libro. Así que, advertidos todos.
¿Es satisfactoria la lectura de El remitente misterioso y otros relatos inéditos? En un principio cuesta separarse de la decepción al no hallar relatos completos, textos que parecieran, incluso, estampas a la manera de Los placeres y los días. Pero, una vez entendido el acercamiento con el que se ha conformado esta edición, el interés del lector puede irse por los entresijos de una obra mayor, y esta sí completa, que es En busca del tiempo perdido. En todo caso, vale más la pena hacerse con la obra temprana de Proust, o con la misma Jean Santeuil que con este libro diseñado para estudiosos y obsesivos del gran autor francés. Para morbosos, lamento decir que será más que una decepción. Para el lector común, donde yo me cuento, la experiencia de lectura es agridulce, como cuando se saborea una golosina y ésta se cae de la boca sin haberla terminado. La decisión, por supuesto, es de ustedes.