Tierra Adentro
Fotografía en el cartel de “El rayo”, obra de teatro. María Ucedo. alternativateatral.com

Era el invierno más frío que se había registrado en años en Buenos Aires. Aun así, durante un par de meses, dedicamos las tardes a caminar, recorrer librerías, comprar pasta fresca e ir al teatro. Empezamos nuestra ruta teatral bajo las luces de la avenida Corrientes con El beso de la mujer araña, la adaptación de la tremenda novela de Manuel Puig que estuvo prohibida durante la dictadura argentina. En el escenario, Valentín y Molina nos mostraron en noventa minutos la ternura y el amor, el dolor y lo terrible. Esa noche salimos del teatro con el ánimo descompuesto.

Elegimos las siguientes obras a partir de criterios variados, que iban de recomendaciones de amigos y libreros a elecciones caprichosas. Por ejemplo, fuimos a todas las obras en las que aparecía Lorena Vega: Imprenteros, La vida extraordinaria y repetimos Las cautivas. Vimos a las gemelas Marull haciendo el mismo personaje en Lo que el río hace. Vimos el unipersonal de Macbeth de Pompeyo Audivert y el de Camila Peralta en Suavecita. Nos reímos en Paraguay, con el genio de Mariano Saborido, y lloramos con Tardamos diez años en llegar al corazón, que nos mostró la catástrofe que la muerte de un pez puede desencadenar. Entonces, cuando faltaban pocos días para regresar a México, un amigo nos recomendó una obra llamada El rayo. Tienen que ir, chicas, nos insistió.

Así, llegamos al Portón de Sánchez, un teatro muy pequeño, alejado de la vorágine de Corrientes. La entrada parecía la fachada de una casa. Mientras esperábamos a que comenzara la función, leí por encima algunas notas de periódico sobre la obra. Alababan el texto, pero, sobre todo, el trabajo corporal de la actriz. No quise saber la trama. Me gusta que me tome por sorpresa, ir avanzando poco a poco conforme la obra ocurre frente a mí.

Éramos cuarenta o cincuenta personas y la función estaba llena. El escenario era una caja negra, muy profunda. La obra inicia con la actriz al centro. Lleva puesta una capa inmensa de color naranja que cubre el suelo casi por completo. Al inicio, la vemos practicando box, dando saltos de un lado a otro de manera rítmica y lanzando golpes al aire. Ese movimiento es un recuerdo que la arrastra hasta la infancia.

El rayo es una obra unipersonal. Una sola actriz ejecuta todos los papeles, así que la vemos ser cuatro o cinco personajes distintos sobre el escenario. La trama es sencilla: María, la protagonista, acompaña a su madre a vaciar el departamento de su mejor amiga, la “tía Naia”. En una conversación posterior, la madre le revela que Naia no era solo su amiga, sino que fueron pareja durante décadas, desde que se separó de su padre, cuando ella y sus hermanos todavía eran muy pequeños.

En ese momento, la vida de María comienza a reescribirse. Las piezas faltantes del rompecabezas aparecen de pronto y la figura de su madre y su tía adquieren otra dimensión. Aunque su madre insiste en que nunca se trató de un secreto familiar, tampoco fue algo de lo que hablaran de manera franca o que pudieran siquiera nombrar: un secreto puede ser una imagen borrosa a la que le faltan palabras.

Hay dos momentos de la obra que recuerdo nítidamente porque me conmovieron. El primero es cuando la madre de María recuerda el día en que reconoció a Naia en un parque. Se saludaron a la distancia, con un movimiento de la mano. Sin embargo, ese gesto era simple en apariencia. Cuando la vi, fue como si un rayo me atravesara, dice la madre de la protagonista. (Entonces yo pensé en el rayo que me atravesó también, hace muchos años, y en la certeza que de pronto me habitó).

Otra escena memorable ocurre casi al final de la obra, cuando María proyecta fotografías familiares antiguas en una pantalla. Lo que vemos, foto tras foto, es el relato de una familia: niños en una fiesta de cumpleaños, un viaje a la playa en coche, la madre y Naia de vacaciones en Europa, una casa, el mar, el columpio del parque. En ese momento, es evidente que las fotos que encuadraban un recuerdo determinado cuentan en realidad otra historia, como si de pronto las hubieran pasado por un filtro que las ilumina de manera distinta. En este nuevo relato, Naia no es una sombra que aparece en segundo plano; en esa pantalla es evidente que la memoria es una narración que reinventamos y que siempre podemos reescribirnos.

El cartel que anunciaba El rayo era una fotografía en tonos sepia. Al fondo, vemos un edificio de piedra, antiguo y tosco; a sus costados se extiende una muralla. A los pies de la muralla, hay una línea de pequeños arbustos perfectamente podados. Quizás sea una construcción medieval de alguna ciudad europea. Al centro de la fotografía, en primer plano, dos mujeres miran atentas a la cámara en una actitud que revela que están de vacaciones. Llevan ropa clara de verano, lentes de sol y sus sonrisas se intuyen entre los colores desgastados. Al salir de la obra vuelvo a mirar el cartel. Entiendo entonces lo que tengo frente a mí. Tomo la mano de mi esposa y caminamos unas cuadras hasta llegar a uno de los tantos bares gay de esta ciudad que nunca duerme, en donde venden un vermut espectacular.


Autores
Mariana Oliver (Ciudad de México, 1986) es ensayista y doctora en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana. Su trabajo de investigación se pregunta por las estéticas translingües en la obra de autoras contemporáneas. Fue becaria de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas (2013-2015). Con Aves migratorias obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos en 2016. Este libro fue publicado en México por el Fondo Editorial Tierra Adentro, así como por Tragaluz Editores (Colombia, 2019), Transit Books (EU, 2021), la traducción de Julia Sanches ganó el premio PEN en 2022, Il Margine (Italia, 2022), Modos de ensayo (Ecuador, 2024) y Libera (Turquía, 2024). Sus ensayos se han publicado en medios mexicanos como Este País o la Revista de la Universidad, así como en otros internacionales como LitHub, Words Without Borders o la revista Pessoa.