El quinielista
Aire suave terciopelo. Aire salpicado de brillantina del rocío mañanero. El aire que respiran los dioses de Olimpia. Aire ligero que llega hasta los oídos del Dios de los Justos para llevarle las últimas plegarias de los moribundos. Limpio, fresco, recién nacido y listo para respirarse. Así es el aire que entra en los pulmones del quinielista.
El eco radial opaca el canto de los pájaros. Gregorio escucha al cronista que describe la cara de angustia, los ojos llorosos y las manos jalándose el cabello del equipo perdedor. Se acabó, señores, Atlante le gana a Leones 3-0.
Las manos callosas detienen la furia que arremete la lija contra la pared del edificio en construcción. Baja de la escalera, saca un papel de la bolsa trasera del pantalón y raya con un lápiz amarillo. Nueve de diez partidos. El último está empezando. El clásico nacional, no puede fallar su intuición de hombre de apuestas, de señor que antes de consultarle la suerte a Dios, le pregunta a Dieguito que está en la fila de las ánimas.
¿A dónde vas? No te hagas wey, que hay trabajo. Ya déjate de pendejadas. Aguántame, Raúl, voy por un chesco, te invito una Pepsi, o mejor compro una de a litro pa’ los dos. Ya, cálmate. Te juro que no voy a dejar tirada la chamba. No le importa, no escucha la respuesta de Raúl porque tiene un buen presentimiento. Necesita recorrer bien esa zona de gente fifí, emperifollada y de alcurnia que camina con ropa blanca y resplandeciente, con tacones de aguja, con zapatos recién boleados, con corbatas de puntos rojos en un fondo ultramarino. Necesita con urgencia un televisor.
Dos cuadras adelante hay un restorán. Está lleno y hay fila. Se acerca y lo ven mal. Le voltean la cara, se tapan disimuladamente la nariz. Goyo se pega al vidrio. Qué bonitos los colores de los manteles, aunque no están tan bonitos como el que tenía en la casa cuando Lola vivía conmigo. A ella le gustaban los manteles color champán, con angelitos y pájaros revoloteando en las orillas y con un frutero bordado a mano en el centro.
La gente come, no voltean al vidrio, no les interesa saber quién está del otro lado porque el árbitro acaba de pitar el inicio del clásico. Desde el primer minuto se disputan la victoria. No hay espacio para errores ni para azares del destino. No cuando juegas con tu enemigo, a muerte. Un partido es la diferencia entre Goyo y una vida de millonario.
Falta para el equipo rival. Tiro libre. La barrera se acomoda. Pitazo, el brinco de los futbolistas nervudos con piernas de caballo de hipódromo que se abren en el último segundo y el portero que no alcanza a detener el riflazo. Uno a cero.
No importa. Está bien, apenas es el primer tiempo, no todo está perdido. Así me pasó a mí con la Lola cuando trabajaba con Melquiades en la pulquería. Siempre de blusa de tirantes escotada, brava, sirviendo de mala gana los pulques. Dejándolos en la mesa junto con un plato de cacahuates rancios. Regresando a la barra sin dejar de sonar sus tacones anchos en los azulejos. Mascando chicle, los brazos cruzados debajo de las tetas y dejando al descubierto su tatuaje de rosa con espinas en la chiche izquierda, en el lado del corazón.
Su equipo no se fue para abajo con el marcador. Apretaron el paso, organizaron bien el contraataque. Todos los jugadores en el área enemiga. Un tiro al arco. Poste. Rebote, atajada. Puta madre, ya casi cae.
Dos goles, dos goles es lo que necesita. Todo es posible en el fútbol.
Otras personas se juntaron alrededor de él. El clásico debería ser visto por cualquiera, hasta por los que ya van tarde al trabajo, qué más da atrasarse cinco minutos o diez. Descuido de los rivales, el juego es delantero contra el portero. Una finta y gol. Goyo salta, grita; otra vez hay un gol de diferencia. No hay lugar para el empate. Quisiera que los partidos no fueran tan largos, que no hubiera pausas entre los primeros cuarenta y cinco minutos, y los siguientes. Quisiera tener un banco dónde sentarme, tener a Lola junto a mí y apretarle la mano.
El tiempo de compensación termina y se van al descanso con el empate. Raúl debe estar enojado, buscándome. Mentándome la madre y diciendo: este cabrón ya me vio la cara de pendejo y todavía se atreve a jurarme que no me va a dejar la chamba tirada. Ya, ya. A ver qué se me ocurre.
Levanta un pie y luego otro, ya se cansó de estar parado. Hasta en ese momento le caería bien una cubeta de pintura Comex. Hace mucho que no se queda a un partido de ganar la quiniela. La última vez, Lola todavía estaba en su casa. Cómo le había costado convencerla de irse con él, de dejar esa vida de mujer casquivana y juntarse con un hombre honrado, chambeador, responsable y dispuesto a adorarla toda la vida. Con él.
¿Tú? Si ni tienes para mantenerte a ti. No, no Lolita, dame el beneficio de la duda. Deja que te demuestre que sí puedo.
Los primeros meses, como son todos los primeros meses de los recién amancebados; puro gusto, dicha y pasión. Desfogándose en los rincones de la casa chica pero modesta de Goyo, que le heredaron sus papás al morir. Dejando la cama y las sábanas mojadas por el sudor de sus cuerpos recién descubiertos, novedosos y brillantes. Y luego Lola diciéndole que se había embarazado, que qué iban a hacer ahora. Déjamelo a mí, yo puedo. Dame el beneficio de la duda.
Lo peor de los medios tiempos son los comerciales que no dejan de pasar; uno tras otro, bofos e inútiles. Anunciando cosas que él no iba a comprar. Enseñando rebanadas de Pizza Hut que ni siquiera estaba seguro que vendieran en su ciudad. Hamburguesas ¼ de libra, agua mineralizada Perrier.
Los jugadores salen al campo. Los mismos veintidós dan inicio al segundo tiempo. Su equipo está dispuesto a ganar; tiene que estarlo. Sólo es un gol. Ya no tendría que estar contando peso tras peso, ahorrando cada centavo del vuelto para pagar un viaje a Ixtapa. Recuerda bien cuando le dijo a Lola que la llevaría de viaje, para que disfrutara unos días del mar y del sol, luego de la pérdida.
Lola casi no hablaba, lo veía con rencor, con coraje. Se subió a la suburban que los llevaría a la playa en un asiento solitario. Él, resignado, sentado al lado de un viejo que roncaba como perro catarriento. Mirando cómo las casas y edificios de ventanas cuadradas y sin chiste iban quedando atrás, para darle paso a la alfombra azul y espumosa del mar. A la arena de color gris, como el de las paredes que debe lijar hasta borrarle las asperezas. El cemento se pule mejor que los corazones cicatrizados.
Vente Lolita, vamos por una palapa. Ya tengo hambre, ¿tú no? Ven. Podemos pedir un pescado para los dos. O si quieres unos camarones. Traje un cartón de cervezas Pacífico y una hielera del Oxxo. Ven, mi amor.
Lola, suspendida, lejana, ausente. Se acomodaron en la palapa. Goyo abrió la primera lata de cerveza que le supo a agua fresca de manantial. Ella se quitó el pareo, dejando ver un traje de baño de dos piezas. El top resbalándose de sus tetas redondas como dos soles al amanecer. Llenas de leche agria. El calzón no le alcanzaba a tapar la cicatriz de la cesárea. El vientre abultado todavía, conteniendo el fantasma del hijo. Alrededor, gente, la arena gris. El azul paraíso que vieron a lo lejos, desapareció de cerca. El agua revolcada, gris, con espuma nudosa. Arena gris, agua gris, solo azul sobre sus cabezas.
Muchachas de cuerpo de calendario de modelos de Avón, con sombreros grandes de lunares, de colores fluorescentes; caminando con un bikini sin dejar mucho a la imaginación. Niños aventando pelotas al agua, esperando impacientes a que las olas las dejaran de nuevo a sus pies. Un perro corriendo tras un palo y regresando al dueño, para volver a sacar la lengua, feliz. Caras sonrientes, alegres, despreocupadas. Sólo ella tan sola, mostrando sus cicatrices, su dolor mermado, su sufrimiento atorado en la garganta, incapaz de llorar, o de correr como el perro. Y para Goyo, nada existía fuera de Lola. Lola y el mar. Lola y el cielo. Lola abriéndose camino entre la gente como la Venus de Sandro. Como Eva recién salida de la costilla, todavía manchada de la tierra que somos todos. La primera y única mujer del mundo, dejando al descubierto su rosa llena de espinas, la rajadura que separaba sus tetas redondas en las que le gustaba hundirse todas las noches. Y él tan insignificante, sintiéndose chiquito, un remedo, un inútil; incapaz de ser buen padre y marido. Mirando cómo se le escurría de las manos inevitablemente el amor.
El delantero corre. Otro error imperdonable de la defensa. Corre libre, solo, como conejo en la pradera. Sólo él y el portero, un mano a mano. Se puede, no falles, no metas la pata, cabrón; pégale, pégale; tira ya, hijo de putaaaaaaa. El estadio se queda en silencio. Alientos suspendidos, caras desfiguradas, bocas torcidas. Mala barrida del defensa. Golpe al tobillo en el área. El árbitro no lo duda. Roja directa y penaaaaal.
Las lágrimas brotan de emoción. Aires de cambio, vuelta de tuerca, fortuna al alcance de la mano. Si tan sólo Lola estuviera conmigo, si me diera otra oportunidad, si no me hubiera dejado, gritando a los cuatro vientos que soy una mierda. Una basura, que deja morir al hijo por falta de pesos. Que los pañales y la ropita eran muy caros, que se ponía el bebé morado en la noche, que no podía respirar, que le pegara en la espalda, que: “así no, bruto”; que cuidado, que vamos al hospital, que: “si tuvieras seguro, no habríamos esperado toda la noche y el niño todavía estaría vivo.” Te fuiste y dejaste la casa sola, la cama vacía. Me quitaste el alma, mi amor.
Goooooooooooool. Cobro perfecto, imposible de atajar. El árbitro marca el final del partido. Ganó su equipo. El papel arrugado de los diez partidos, todos palomeados, ganador de millones, sabedor de dolencias. Las lágrimas humedecen el papel, la cara y la sonrisa de dientes picados, chuecos; feliz. Brinca, aprieta los puños, se siente una vez más en la playa. Solo.
Corre por la calle, saludando al que se encuentre, sintiendo el aire azul terciopelo, aire brillantina que entra e hincha los pulmones.