Tierra Adentro

¨Yo soy el hombre que escribe. Pero aún no lo sabía¨.

Hay un niño que cuenta una historia y un hombre que escribe una historia.

El niño tiene doce años, vive en Avellaneda, es hincha de Arsenal. El hombre es exitoso, un empresario, tiene dinero, mujeres. El niño es un pibe de barrio, tiene su banda de amigos, es el hermano del medio. Es gracioso y ocurrente. A menudo, no puede evitar decir lo primero que se le viene a la cabeza. El hombre toma mucho y se droga mucho. Tiene dos hijos de diferentes mujeres, un hermano Alejandro, una hermana Julia, una mamá, un cuñado Sergio. Y un padre que acaba de morir.
El niño es sincero, habla sin parar. El hombre es un monolito de acero y bronce, le cuesta decir lo que siente. Aún a las personas que más quiere.

El niño nos cuenta el origen, nos dice cómo se le perdió aquel paraíso de una infancia que se volvió adultez. El hombre escribe en una máquina de escribir que era de su abuelo, cinco años después de la muerte de su padre. La tinta que usa es roja pero la verdadera tinta de su escritura es su rabia, su bronca, su ferocidad.

El niño que cuenta una historia y el hombre que escribe una historia son, en verdad, el mismo: Gabriel Reyes, el protagonista de El origen de la tristeza (2004) y La ley de la ferocidad (2007), de Pablo Ramos.

En El origen de la tristeza, Gabriel vive aventuras. Comienza a adentrarse en el mundo adulto casi como jugando. El Gavilán —así lo llaman en el barrio— nos cuenta sus incursiones de noche en el cementerio de Avellaneda, sus primeros vasos de vino, su iniciación sexual y su rivalidad con su hermano mayor, en un tono pícaro y alegre. Gabriel tiene una visión del mundo simple y divertida hasta que la muerte y los problemas familiares lo sorprenden. El Gavilán está creciendo y lo descubre. Se percata de que la infancia se le está yendo y, con ella, la imagen que tenía de sí mismo y de sus padres.

En La ley de la ferocidad, Gabriel ya es adulto. Su padre acaba de morir y debe volver al barrio de la infancia para su funeral. Su regreso implica mucho más que un simple retorno físico: supone reencontrarse con los recuerdos, los excesos, las obsesiones y los viejos rencores. Porque el Gabriel adulto es ahora un empresario exitoso que, a pesar de sus autos, sus mujeres y sus posesiones, está solo. Y odia a su padre. El odio es profundo, la ferocidad es la ley que gobierna su vida. Está allí, latente, esperando atacar como un monstruo escondido. Esa ferocidad lo ha convertido en una isla que busca evadirse de sí mismo y de los demás a través de la droga y el alcohol. Pero el Gabriel adulto es también un hombre que escribe. Que escribirá su historia, recordará su infancia y purgará sus fantasmas, cinco años después de la muerte de su padre. El hombre que odia y el hombre que escribe son el mismo, aunque no siempre lo supieran. Son una «mixtura inestable que comienza a amalgamarse» por el hecho de escribir, nos dice Gabriel cuando empieza la novela.

El candor del niño que cuenta su historia y la ferocidad del hombre que escribe su historia son palpables, se hacen carne en las palabras, uno puede sentirlas porque es notorio el trabajo que Pablo Ramos ha realizado con el lenguaje de sus novelas. El niño habla como se le canta: coloquial, divertido, simple. Lo que dice causa gracia. El hombre que escribe, en cambio, utiliza expresiones metafóricas que impactan. La furia que lleva consigo se encarna en su escritura, la ferocidad aparece en el momento menos pensado, traspasa las palabras y asusta: «No ves que quiero ser tu amigo y no me sale. Y quiero ser amigo de tu amiga, y de tu hermana y de la hermana de tu hermana, y de tu puto padre y de la concha de tu putísima madre y del cadáver putrefacto de tu reputísima abuela […] hace toda la vida que me estoy muriendo, serpiente retorcida de ira, atragantada de ratas que apenas se durmieron, de carne cruda, de dolor, de rencor, de odio».

En la medida en que leía La ley de la ferocidad, no pude evitar preguntarme: ¿qué pasó con Gabriel? ¿Cómo fue que la ferocidad se convirtió en la ley de su vida?. Sobre la construcción del personaje, Pablo Ramos ha dicho que todo buen escritor tiene que dotar a sus personajes de carnadura. El personaje es una invención puramente intelectual y, por eso, el escritor debe lograr que el lector se quede pensando en lo que le sucede al personaje: que se preocupe, se interese, se quede pensando en lo que le pasa, aunque no exista. Eso es lo que hace que el lector se olvide del artificio y se conecte. Y precisamente eso me pasó cuando leía estas novelas: me divertí con Gabriel, me enojé con Gabriel, me preocupé por Gabriel, sentí su ferocidad, su bronca, su tristeza.

En varias entrevistas, Pablo ha dicho también que Gabriel es su yo literario: construido a partir de él, de sus experiencias, pero que es otra persona. Parece obvio pero es necesario decirlo, porque ambas novelas tienen un fuerte sustrato autorreferencial y podría ser tentador ver cuánto de Pablo hay en Gabriel. El autor explica: Gabriel es escritura, la puerta de entrada a la ficción, Pablo no. Aunque la vida de Pablo, según lo que él nos cuenta de sí mismo, tenga varias similitudes con la de su personaje: la infancia en Avellaneda, el odio al padre, el éxito efímero, los excesos, la escritura. Más allá de esos paralelismos, creo que el punto de contacto más interesante entre ambos es que los dos aprendieron a hacer otra cosa con sus fantasmas, sus rencores, sus obsesiones: contarlas.

 

 

 

 

 

 

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