Editar (Apuntes de un forastero)
Sin ser editor, aventuro algunas reflexiones sobre el arte de editar. Son apenas atisbos de alguien relacionado de manera cotidiana con los libros, aunque no necesariamente con su hechura. Me he servido de cosas que he escuchado o leído últimamente, aunque también de recuerdos e impresiones personales.
Los libros que en un momento determinado parece natural y hasta obligado publicar, después son imposibles de sacar a la luz, ya sea por su costo, porque han perdido interés para el editor o porque su contenido resulta obsoleto si se les compara con otros de temática similar. Contrario a lo que se supone, la literatura jamás es atemporal. Depende de una serie de circunstancias que, al combinarse de cierta manera, la vuelven accesible a los demás. Si bastara con escribir habría muchos menos libros de los que hay, pero todo el que escribe apela, en mayor o menor medida, a la simpatía que su obra logre suscitar en algún editor. Un original puede no interesarle a Sutano pero sí a Mengano, interés que no siempre tiene que ver con criterios editoriales. En esencia, cuando un nuevo libro sale al mundo lo hace, en principio, para satisfacer la ansiedad del autor y el gusto estético del editor. Lo demás es ilusión.
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Así como hay que leer mucho y de todo para forjarse un criterio sólido, hay que ser lo suficientemente entrometido para identificar aquellas editoriales que publican sólo por publicar o que producen libros a destajo. Aunque parezca ocioso, uno puede llegar a saber perfectamente qué partes de un catálogo están formadas por libros que tenían que salir y qué partes por libros que debían hacerlo. En el fondo, resulta más sencillo de lo que parece. Se empieza con una premisa: existen muy pocos editores en el mundo que publican sólo lo que quieren.
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Cada vez que veo un cintillo promocional pienso en un editor preocupado por las ventas.
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Admiro a la gente que hace libros pero no la envidio. No ha de ser fácil lidiar con escritores, sobre todo en un país como éste, en donde la mayoría dice lo que va a hacer pero no hace lo que ha dicho. Así como los autores se quejan del despotismo de los editores, de su rudeza o intransigencia, de su crueldad a la hora de rechazar un texto, habría que tener un hígado de hierro para aguantar también las informalidades de los hombres de letras. Las redacciones de los diarios y revistas y las oficinas de las editoriales son verdaderos receptáculos de excusas y pretextos:
—No he entregado el texto porque me robaron la computadora y lo estoy
reescribiendo.
—No he entregado el texto porque algo pasó con mi equipo y se me borró el archivo donde lo tenía.
—No he entregado el texto porque no quiero escribir cualquier cosa sino algo que valga la pena.
—No he entregado el texto porque antes de redactarlo quiero sumergirme en el tema.
—No he entregado el texto porque lo estoy corrigiendo para adecuarlo a la extensión acordada.
—No he entregado el texto porque todavía me falta rematar una consideración.
—No he entregado el texto porque aún no decido qué final ponerle de los diez que llevo redactados.
—No he entregado el texto porque, como escribo a mano, lo tengo que capturar en la computadora.
—No he entregado el texto porque, como mi Internet era muy lento, decidí cambiarme de compañía y no me han mandado el nuevo módem.
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Hace poco una amiga me decía que hoy más que nunca se habla, escribe y reflexiona sobre el oficio de editor porque la industria —y por lo tanto el gremio— vive una fuerte crisis que le impide saber hacia dónde se dirigirá en los próximos años. Debido no sólo a los monopolios y las bajas ventas, sino también a la proliferación de plataformas de autopublicación que hacen que el escritor se convierta de inmediato en su propio editor, la profesión, tal y como la conocemos, corre el peligro de desaparecer. Así, pues, el editor profesional está siendo desplazado por una suerte de editor amateur que, al final, se apropiará de los espacios que le estaban reservados. No es que el libro se vaya a extinguir sino que cada quien hará los suyos como Dios le dé a entender.
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Me sorprende que, a pesar de los problemas por los que atraviesa la industria editorial —o precisamente por eso—, hoy todo mundo crea que puede ser editor. Conozco a muchos individuos que engrapan fotocopias, les ponen una camisa de cartón y las venden como si fueran libros. Y conozco también a muchos otros que, emocionados por poseer un nuevo ejemplar, las compran.
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Aunque parezca una verdad de Pero Grullo, todo editor debería ser un especialista no en marketing sino en historia del libro. Así habría menos editores, menos libros y más calidad.
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Hay que evitar a toda costa el monopolio de la palabra escrita. El engullimiento de las editoriales independientes por parte de los consorcios transnacionales —sobre todo en América Latina— provoca siempre un cambio en la cultura pública que termina por homogeneizar el gusto de los consumidores. Así, los muchos intereses se reducen a unos pocos y la crítica desaparece o se vuelve complaciente, un recurso más al servicio de la publicidad. Este nuevo sistema modifica, a su vez, los procesos mismos de producción. El beneficio económico dicta lo que se publica y lo que no, lo que se puede y no se puede hacer. La creación se vuelve maquila y el editor, que hasta ese momento había tenido cierto impacto en la vida intelectual de su región, termina por sumarse a las huestes del conformismo. Editore=traditore.
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Sólo lo publicado permanece. Ediciones Botas, Ediciones Fuente Cultural, Libro-Mex, Editorial Pedro Robredo, Compañía General de Ediciones, Costa-Amic, Leyenda, Los Presentes, Editorial Cvltvra, Editorial Extemporáneos, El Unicornio, Organización Editorial Novaro, Editorial Centauro, Empresas Editoriales, Premiá, Editorial Vuelta, Edivisión, Editorial Diógenes, Ediciones Heliópolis, Editorial Posada, Joaquín Mortiz, son sólo algunas de las muchas editoriales mexicanas que ya no existen pero que, sin embargo, siguen viviendo en los libros que hicieron. El lector les prodiga gratitud.