El misterio del Sabritón
Sabritas dice que nos quiere ver sonreír pero sigue fabricando y vendiendo sus repulsivos Sabritones: esos desperdicios industriales con textura de unicel que durante años nos han vendido como chicharrones con chile, y que por alguna razón nunca faltan en la Sabri-semana y en las fiestas y reuniones a pesar de que en el fondo a nadie le gustan.
Según un riguroso estudio publicado recientemente por científicos de la UNAM, resulta física y mentalmente imposible que un ser humano sonría después de comerse un Sabritón. El documento de 563 cuartillas (disponible en línea para cualquier interesado en consultarlo), contiene suficientes testimonios, datos, estadísticas y gráficas de pastel para sustentarlo y perseguir a Sabritas por delitos contra la salud pública, pero la verdad es que cualquier persona con sentido común y papilas gustativas podría haber llegado a las mismas conclusiones.
Más allá del riesgo físico por el escozor y sangrado de lengua y de paladar que provocan, los Sabritones son devastadores para la psique humana. La gente que se acaba de comer uno suele entrar en negación y acostumbra disimular su decepción comiéndose otro y fingiendo que lo disfruta, pero la realidad es que no hay experiencia más traumática y desmoralizante en la vida que estar hambriento y pasado de copas en una fiesta, acercarse a la mesita de las botanas y descubrir que solamente queda un platón —eternamente lleno— de esas bazofias enchiladas que a pesar de todo seguimos comprando y ofreciéndoles a nuestros invitados, y que para colmo parecen nunca terminarse. Mientras los Rancheritos, Ruffles, Doritos, Churrumais con limoncito y el resto de los comestibles se esfuman en cuestión de minutos, el plato de Sabritones permanece, ajeno al tiempo, reabasteciéndose como por arte de magia y esperando a ese pobre borracho incauto que eventualmente se acercará a él y se aventurará a comer uno o dos en un fútil y desesperado intento de saciar su hambre.
Yo mismo caigo de vez en cuando. Cada vez que me dispongo a engullir un Sabritón (por lo general ya de madrugada y después de haber estado un rato picando migajas del resto de los platones), me prometo que esta vez será distinto, que esta vez Sabritas de verdad cambió y que todo lo que me hizo antes fue solamente porque me quiere. En el momento en el que empiezo a masticar ese pedazo de lija con limón, sin embargo, invariablemente me deprimo y comienzo a sentir ganas de encerrarme a llorar en la regadera.
Un viejo contacto mío dentro del siniestro mundo de la industria botanera (despedido hace varios años de Sabritas por atreverse a comer sólo una) se enteró de mi investigación y una noche me habló por teléfono.
—Lo que te voy a contar es confidencial —me dijo, distorsionando su voz con una bolsa vacía de Pizzerolas en el auricular—. Si algo me llega a pasar quiero que denuncies a Sabritas en mi nombre y que te lleves mis cenizas de putas.
Le prometí que lo haría, y que también intentaría denunciar a Sabritas. Mi contacto procedió entonces a narrarme una historia escalofriante y en principio un tanto inverosímil que, sin embargo, confirmé cuando a la mañana siguiente amaneció muerto en su casa, misteriosamente asfixiado con una bolsa de Quesabritas y con heridas en la piel provocadas por aparentes raspones de Sabritón.
—Debido su alta inflamabilidad, los Sabritones se utilizaban originalmente como material combustible para calentar las máquinas freidoras de Sabritas —me dijo después de asegurarse de que nadie estuviera interviniendo la línea—. En estas freidoras gigantes se cocinan el resto de sus productos y de vez en cuando se arroja a algún espía industrial enviado por Barcel. Uno de estos espías, sorprendido mientras fotografiaba un prototipo secreto del primer Frito de jalapeño, fue capturado y encerrado en las bodegas subterráneas, en donde por varias semanas y por mera curiosidad científica se le alimentó a base de Sabritones. Para sorpresa de sus captores el prisionero no sólo no se murió sino que comenzó a exigir platones cada vez más grandes, a pesar de que cuando se los terminaba le sangraba la boca y se pasaba el resto del día acurrucado en un rincón de su celda llorando. Sus torturadores, crueles y sanguinarios pero con gran espíritu capitalista, descubrieron en ese momento una nueva posibilidad de negocio.
El nombre Sabritones, que originalmente surgió de un juego de palabras entre Sabritas y Cartones, se mantuvo, y se les agregó chile y limón para disfrazar el ligero olor a petróleo que desprendían. A pesar de que parecen estar fabricados de fósforo y se puede encender una pira con ellos, al público se le vendieron como «frituras de harina de trigo», y el resto es historia conocida.
Ahora, ¿por qué seguimos comprando y comiendo Sabritones?, ¿nos hemos resignado como sociedad o contienen alguna sustancia especial que genere adicción? Entre los ingredientes enlistados en el empaque están dos colorantes llamados «Rojo Allura» y «Amarillo Ocaso», que si bien no suenan peligrosos o adictivos sí suenan sumamente pretenciosos, ¿es acaso esta combinación de colores la que los vuelve tan atractivos para los eventos sociales? Los científicos de la UNAM que llevaron a cabo la investigación tampoco tuvieron respuesta para esta pregunta, ni para ninguna otra porque seguían con la lengua y el paladar demasiado lastimados.