Tierra Adentro

 

Cuando la inocencia no puede darle alimento al limonero, hojas de
ruda amargan al corazón.

En el fondo del estanque ya no hay lodo. Los labios de mi padre
parecen gusanos quemadores. Remolinos de polvo invaden el aire y
mi sonrisa de niña está callada.

Al rancho lo abandonó la luna.

En ese tiempo nos poníamos a rezar alrededor de mi abuela y
cantábamos salmos al Dios que jugaba a escondernos el agua.

Mi abuelo llegaba a casa después de revisar los sembradíos, nos
regalaba besos de canela y alzando su voz de chanate repetía: Está
de ir a ver al juez y no decirle nada. Palabras que se estamparon
en mi cerebro como grietas ávidas de humedad. Y parece que estoy
oliendo su voz y esa frase ahora arde en mi cabeza.

Abuelito, le pregunto, quién es ese juez al que no se le puede decir
nada. Mi abuelo se ríe y me abraza. Yo me quedo mirándolo y
pienso que un juez así es como un maestro regañón.

Yo creo que mi abuelo al leer esto me diría: Qué es eso de escribir
sobre la sequía, el rancho y sus fantasmas. Debería hacer poesía en
versos y dejar los recuerdos fermentar. Pero yo creo que todavía hay
un poco de arroz en el costal de los sueños, y aunque algo dentro
terminará por acabarse, mañana cantará un chanate que me dejará
sorda la memoria. Escribir esto me hace reír.

No te rías Irene, deja que te vea la cara mojada de lágrimas y
ayúdame a llenar el estanque de peces y corales. Alimenta tus
árboles, llénalos de fruta y cómetela para que la palabra esté florida
y esplendorosa entre los dientes.

Yo me callo. Tú no sabes nada de mis recuerdos, ve con tu juez,
híncate frente a él, y no le digas nada.