Tierra Adentro

Dejo cabellos por todas partes. En casa no se notaba tanto por la alfombra que cubre el suelo de mi recámara, pero aquí sobre el piso color crema del hospital es evidente que se me cae. Tengo cinco meses ya bajo el tratamiento mensual de la ciclofosfamida que además de debilitarme el pelo, está moderando el comportamiento errático de mi sistema inmune que por equivocación ataca a mis células sanas. Luego de estos meses los marcadores del lupus eritematoso sistémico que padezco señalan mejoría, aunque aún no alcanzo las metas. El mismo lupus también provoca que el pelo se me caiga, pero solo en su etapa más activa, mientras mejora es la ciclofosfamida la que me jode la cabellera y lo hace suavemente, un cabello, dos, cinco o treinta, a la vez.

Entré de nuevo al hospital ayer por la tarde. No me siento tan mal ni estoy tan grave como en septiembre que tronó el brote violento con el que me diagnosticaron. Esta vez se trata de una infección en las vías urinarias, pero como el tratamiento en el que estoy mantiene la respuesta inmunológica de mi cuerpo anulada, una infección como esta puede hacer estragos en el lento camino trazado para dormir al lobo que me aúlla por dentro. De los cuatro inmunosupresores que tomo, la ciclofosfamida es el más poderoso. Me lo aplican mensualmente por medio de un catéter que en general me ponen en el pliegue del codo. La aplicación dura aproximadamente cuatro horas: en la primera me pasan un medicamento antivomitivo, luego por espacio de dos horas me perfusionan la ciclofosfamida y la última hora se la dedican a otro medicamento, el mesma, que se supone protege a la vejiga del impacto que el inmunosupresor causa en ella. Luego de cinco sesiones, y aun con la protección, mi vejiga tiene una infección.

A los pocos días de la aplicación del mes de enero empecé a sentir molestias, además de las esperadas. La ciclofosfamida es un medicamento feroz, un tipo de quimioterapia que se emplea para tratar el lupus grave y algunos tipos de cáncer. En general me provoca dolor de cabeza intenso, ascos, náuseas y a veces vómito en los días posteriores a la aplicación. Al paso de los días los malestares cesan y solo permanece una sensación rara en la boca que modifica el sabor de las cosas que ingiero. Eso y lo del pelo. En noviembre, a los días de la perfusión, amanecí con la cara hinchada. Los ojos, nariz, pómulos, los labios. Me veía al espejo y encontraba algo parecido a los memes de los perritos que son picados por una abeja. La cara permaneció inflamada y enrojecida por algunas horas y después fue bajando la reacción dejando tras de sí la marca del eritema malar, la lesión cutánea clásica del tipo de lupus que tengo: una erupción en la piel de la cara que forma una mariposa con las dos alas abiertas en cada mejilla, unidas en el puente de la nariz. Sin embargo, luego de la aplicación de enero sentí un cansancio brutal y el cuerpo cortado. Más tarde vino la fiebre, el ardor y las ganas constantes de orinar aunque mi vejiga estuviera vacía. Esos síntomas los conozco bien, hace poco más de una década, cuando trabajaba dirigiendo la cocina de La Contra, un restaurante en el centro de Ensenada, con frecuencia lidié con la cistitis.

En ese tiempo laboraba de pie durante muchas horas. Usaba el trabajo intenso como un medio para paliar el duelo de la muerte de mi padre. Mucho después comprendí la estrategia, habitual en mi familia, de la adicción al trabajo para el manejo de aquello que nos desborda. Para beneplácito de los clientes y de los dueños del restaurante por igual, pasaba el día entero en la cocina, además de que ese ritmo de trabajo descabellado es común en el medio restaurantero. No comía bien a pesar de estar en contacto con la comida y los ingredientes todo el tiempo. De probar de sal las preparaciones disfrazaba el hambre y no tenía presente lo de tomar dos litros de agua diarios. Tomaba alcohol diariamente eso sí, vino, cerveza. ¿Cómo se pudo mantener en funcionamiento la maquinaria corporal bajo esas condiciones? Quizá por eso ahora truena y aúlla el lobo. La cistitis recurrente de aquel entonces era provocada por una bacteria llamada Escherichia coli. Que si la anatomía femenina favorece la contaminación, que si la pobre ingesta de agua. Cita con el urólogo, un examen general de orina que confirme la infección y un par de antibióticos durante una semana: una cápsula y dos pastillas cada ocho horas. Los incómodos síntomas desaparecían durante el tratamiento y al cabo de los siete días regresaban. El médico entonces pedía un urocultivo con antibiograma que señalaba con detalle la naturaleza de la bacteria y la sensibilidad o resistencia a un listado de antibióticos. Ya con ese examen en mano, el urólogo indicaba el medicamento infalible para acabar con la bacteria y poder regresar a la vida ajetreada de la cocina sin molestias. Así aprendí a tomar agua de un modo constante y a pedir el urocultivo ante la primera sensación de incomodidad.

El problema esta vez fue que la infección se me declaró en domingo, cuando no hay laboratorios clínicos abiertos en la ciudad y me sentía tan incómoda que la reumatóloga, que me atiende el lupus y sigue de cerca mi sintomatología, decidió recetar antibióticos: la cápsula de nitrofurantoína y las pastillas de fenazopiridina que colorean de anaranjado mi orina. Para el lunes que pedí el urocultivo no había traza de ninguna bacteria que cultivar. Sin embargo, a los días de terminar la semana del tratamiento para la infección, los síntomas regresaron: el viejo cuento de la cistitis de la cocinera que fui. Esta vez el laboratorio arrojó información diferente, se trataba de Salmonella enterica, una bacteria del tracto intestinal que con frecuencia infecta las vías urinarias de pacientes inmunocomprometidos como yo y que suele ser muy resistente a medicamentos orales. Debido a su resistencia, al estado adormecido de mi sistema inmune y al punto en el que me encuentro en el tratamiento del lupus, mi doctora resolvió internarme para aplicar un antibiótico intravenoso y monitorear la evolución de cerca, no fuera a ser que la infección despertara un nuevo brote de lupus.

Mientras leo a Anne Boyer contar las adversidades de transitar el tratamiento contra el cáncer de mama que relata en su libro Desmorir, una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista (2021), me entero que la ciclofosfamida, medicamento con el que también le trataron su cáncer, es “una variante medicalizada de un arma química desarrollada por Bayer con el nombre de LOST, conocido también como gas mostaza”. Dice la autora que durante la Primera Guerra Mundial el LOST inundó el frente de guerra de nubes de un gas color amarillo y que su uso como arma se volvió ilegal en 1925. Seguro la farmacéutica después de haber invertido dinero y esfuerzo en su fabricación hubo de encontrar otra manera de usar la fórmula del gas tóxico. Antes de leer a Boyer había investigado sobre sus efectos secundarios: infertilidad, deformidades y muerte fetales, infecciones y cáncer en la vejiga y el riñón, pérdida del pelo y del apetito sexual, entre otras. La reumatóloga al hablarme del tratamiento para controlar el brote de lupus de septiembre me habló de las náuseas y el vómito, pero omitió mencionar los otros efectos que yo encontré en internet. Intentó llamarme la atención por andar googleando por mi cuenta arguyendo que las dudas del tratamiento las debería tratar en el consultorio y no en la computadora. Que si no mencionó los impactos del medicamento era para evitar espantarme, además de que yo ya no tengo útero y por tanto posibilidad alguna de embarazarme, como si eso me absolviera de conocer qué le hace el medicamento a los cuerpos donde se interna. Que si bien los riesgos de infección y cáncer son reales, en la razón de costo-beneficio la ciclofosfamida ayuda más de lo que jode. Y que sí, el cabello se me iba a caer aunque, dijo ella, no a todos los pacientes se les cae por completo. Intentó llamarme la atención, digo yo, porque al final estuvimos de acuerdo en que es necesario que como paciente investigue y lea aunque sin alarmarme mucho. El lupus es un padecimiento complejo porque su sintomatología está muy individualizada. Hay cosas que generalmente les ocurren a casi todos los pacientes, pero el cómo le ocurren depende de cada paciente, y por consiguiente el cómo se trata se convierte en un proceso individual. El hecho es que el sistema inmune ataca a las células sanas del cuerpo pero a cuáles ataca y en qué momento, hace a la enfermedad diferente en cada persona. Por lo tanto, informarse y leer, la conversación constante entre el reumatólogo tratante y su paciente se vuelven estrategias necesarias. Mantenemos un diálogo constante y buena parte del tratamiento está basado en la información clínica que genero al observar cómo cambia y cómo se siente mi cuerpo. Al menos me siento escuchada, a diferencia de la experiencia que tuve hace un par de años mientras buscaba tratarme la endometriosis. Los ginecólogos que visité observaban el endometrioma del ovario en el monitor del ultrasonido y ya querían operar sin hacer estudios de endometriosis infiltrativa. Por eso ahora googleo e investigo.

La reumatóloga también elaboró que el máximo poder curativo de la ciclofosfamida se alcanzaba a los seis meses de tratamiento. Después de ese lapso de tiempo el daño que puede causar supera los beneficios que puede traer. Así que solo estaré seis meses bajo su aplicación. Ya van cinco. De los seis marcadores meta que nos planteamos al inicio del tratamiento hasta ahora hemos alcanzado tres. Un cuarto está muy cerca de llegar a su objetivo y dos más han estado fluctuantes sin declarar una tendencia real. Si esta infección llegara a complicarse podría despertar al lobo que hemos logrado a medias tranquilizar. Si se despierta, ya no tendré oportunidad de calmarlo con la ciclofosfamida y tendré que probar con un medicamento aún más fuerte. Esas son las razones para regresar al hospital.

Cuando la doctora recibió los resultados del urocultivo me llamó por teléfono para decirme que debía internarme cuanto antes. Tenía apenas un par de días tomando la cápsula y las pastillas anaranjadas, que aunque no acababan con la bacteria, sí disimulaban los síntomas. Volver al hospital sin sentirme mal se me hacía una pésima movida, a pesar de entender bien el por qué de la decisión médica. Me encontraba a punto de reintegrarme a trabajar en la bodega de vino en el Valle de Guadalupe, de la que he tenido que ausentarme en lo que me recupero. Estaba preparada para volver. Pero a donde vuelvo es al hospital. Una semana, el ciclo del antibiótico.

Uno de mis mayores pesares de la hospitalización es la comida. Algo que la ciclofosfamida me hace, y que no he encontrado explicación ni en el libro de Boyer ni en google, es que se mete con mis papilas gustativas. Las cosas no me saben igual. Es un medicamento que actúa a lo largo del mes de diferentes formas, no comprendo bien el metabolismo de su absorción. A las horas de su aplicación llega el dolor de cabeza, el asco y los vómitos. Los siguientes dos o tres días me deja fuera de combate, sin energía y con una neblina mental parecida al umbral posterior de una migraña intensa. Entre los diez y quince días de su aplicación, la cuenta de leucocitos, las células de la sangre que suelen defenderte de agentes infecciosos externos, se hallan en la cuenta más baja del mes y eso me hace vulnerable a infecciones oportunistas. Después de los quince días la cosa se normaliza y me siento digamos, medianamente bien. Pero el gusto se queda alterado.

El asco inicial me quita el apetito, la comida me da náusea. Las frutas y las verduras crudas, así como los caldos desnudos no dan problema. Se conservan fieles a su sabor, saben a lo que deben de saber. Podría comer solo fruta en los días malos, pero a veces hasta la fruta la vomito, aunque no me dé asco. Con el resto de la comida algo pasa en mi boca. Se siente como un velo que recubre la lengua y el interior de las mejillas. Una capa fina y viscosa que solo las frutas atraviesan. A veces la sopa de fideos, mi favorita, se vuelve insípida. El pescado adquiere un sabor metálico insufrible en los días malos, pero tolerable en los buenos. Con el pollo pasa algo interesante, no tolero las partes del pollo que solían gustarme más, el muslo y la alita. Solo soporto la pechuga, que siempre malmiré por ser tan seca y desabrida. Creo que no había comido tanta pechuga empanizada como en el último medio año desde que era niña. Con la carne roja no he tenido tanto lío, bien asada con sus dorados de Maillard, pasa bien. Los guisados me cuestan trabajo, pero me esmero cocinando en casa para sobrellevar esos vericuetos con creatividad y sabores delicados que no me despierten el asco.

En el hospital la comida no es naturalmente apetitosa. Además de que es baja en sal. Como cocinera sé que la sal no es el único agente que empuja el sabor de los ingredientes, aunque sí el más usado. Las hierbas, las especias, las semillas tostadas, hay tanto recurso del que no echan mano en el hospital. Y algo que a lo largo de estos meses de tratamiento he observado es que en esa cocina se usa mucho el pimiento morrón. Yo no tenía nada en contra del pimiento morrón hasta que la ciclofosfamida trajo el asco a mi vida. El puro olor del chile dulce me retuerce de asco. Yo no era así. Pero ahora lo detesto. Cuando la doctora me telefoneó para decirme que debía ingresar al hospital a tratarme la infección, mi primer pensamiento fue el de armarme de bocadillos que pudiera llevar conmigo de un modo clandestino para no pasar hambre: nueces, gomitas, fruta seca. Fui a El Roble, la tiendita cara de la colonia, a abastecerme y al hacer fila para pagar observé que alguien había dejado en la cinta de la caja registradora un bote de medio litro de leche Jersey y un gansito como apartando su lugar. La persona frente a mí brincó el turno del dueño de la leche porque no aparecía, pero antes de que me atendieran se acercó un viejecillo de manos curtidas por el trabajo o por el sol o por ambos. Con la mano derecha sostenía con una pinza una pieza de pan dulce, un bizcocho recubierto de mermelada de fresa y revolcado en coco rallado. Le acerqué una bolsa de papel: tome, señor. Dejó en algún rincón de la estantería el gansito que cambió por el pan, pagó la leche y el pan dulce y yo empecé a llorar sin saber muy bien por qué. Lloré mientras pagaba, lloré camino a casa y mientras hacía la mochila para llevar cosas al hospital también lloré.

Ahora estoy atada a una manguera delgada por medio de un catéter. A través de ella cada mañana van a introducir a mi cuerpo el ertapenem, el antibiótico intravenoso, diluido en un bote de solución salina. Me toman los signos vitales seis veces al día. Un día sí y otro no me toman una muestra de sangre para monitorear las células hemáticas y corroborar que el lupus no despierta. El segundo día de mi estancia la doctora me obturó el catéter, de modo que me liberó de la manguera y del perchero de donde cuelga durante una parte del día. Me conectan de nuevo por espacio de una hora cada mañana mientras el medicamento corre de lo alto del perchero hacia la vena en el interior de mi codo izquierdo. Así puedo moverme con libertad después del antibiótico y mitigar la lentitud con la que pasan las horas. Puedo también taparme un poco sin tener que estar acostada bajo las cobijas de la cama de hospital: me pongo una sudadera y me acerco a la ventana. Desde la habitación se puede ver el sol caer en el mar detrás de las grúas portuarias y por la noche, aunque no se ven, se escuchan los ladridos de los lobos marinos que están en el puerto.

Traje algunos libros pero me entra una culpa fea de tirarme a leer por horas cuando tengo pendientes por hacer. Tampoco me pongo a hacer los pendientes. Caigo en cuenta de que estoy enmuinada. El llanto en la fila del mercado caro de la colonia ahora parece enojo. Es que el lupus me raciona la energía. Me la merma. Hay días en los que no puedo de cansancio y hacer dos o tres actividades durante el día me genera mucho agotamiento. Esos días me cuesta salir a caminar, si me muevo muy rápido todo se oscurece, necesito sentarme. Otros días me siento bien, no todo es penumbra. Esta nueva dinámica de la administración de la energía me impulsa a darle otro valor a mi tiempo y a mi disposición para hacer e ir. Esta semana antes del resultado del urocultivo y sin síntomas de la infección me sentía bien, planeé mi regreso al rancho, hice listas de pendientes. Pero estoy enferma y ahora encerrada en esta habitación de hospital haciendo berrinche.

La segunda noche logré meditar media hora antes de dormir. Mientras repetía mentalmente un mantra con los ojos cerrados, se asomaron cosas a la oscuridad que se instala al bajar los párpados. Siluetas con profundidad de campo, oscuro sobre más oscuro. Y allá en lo profundo un punto verde, una luz. Mientras mi mente repite el mantra pienso en otra palabra y me pregunto cómo sabe mi mente qué recita y qué pienso. ¿Se dará cuenta de que al pensar en una palabra ajena al mantra no estoy recitando mal el verso, sino que se trata de otra palabra? ¿Cómo las distingue? ¿Con colores, con tipografías o tamaños diferentes? ¿Unas las piensa más bajito que las otras? Entonces me doy cuenta que arruino por completo el sentido de la meditación pensando que pienso y trato de silenciarme. El rayo verde vuelve a aparecer y me atraviesa. Me quedo dormida sin darme cuenta y amanezco de un inusitado buen humor. Avena con canela, papaya, plátano y manzana de desayuno. No tengo queja de la comida, de todos modos me administro las nueces que traje a escondidas. Montserrat, la enfermera que ha cuidado de mí en varias ocasiones durante este proceso, me ayuda a pedirle a la cocina una sopa con pollo y verduras para la comida. Además me mandan una tortilla y una rebanada de aguacate, no puedo estar mejor atendida. Me cambia el semblante y aunque siga en bata de hospital me atrevo a trabajar desde la habitación, hacer un par de llamadas por zoom y tachar pendientes de la lista. Luego me visitan las amigas y me traen alivio, golosinas, cosas para leer y entretenerme.

Al tercer día me cambian de lugar el catéter. Con la nueva posición puedo doblar los dos codos y así sí puedo peinarme. Con una sola mano no alcanzaba a colocarme la liga en el pelo y tenía que traerlo suelto. Desde que enfermé casi no lo llevo suelto. El cabello me cambió tanto en estos meses. No lo he perdido por completo, probablemente porque siempre tuve mucho pelo, pesado, tanto que hacía que me dolieran los brazos de mantener en alto el chongo que me confeccionaba para las lecciones de danza a las que asistía de adolescente. En septiembre, cuando tronó el brote violento y tuve que entrar al hospital con la piel del cuerpo ulcerada, no pude bañarme en regadera durante algunos días. El primer baño bajo el chorro de agua se sintió tan bien. En esa ocasión, mientras me lavaba el pelo se me quedaron en las manos mechones de cabello que juntos parecían tener el tamaño de un tlacuache. Una bola inmensa. Ese fue el lupus. Más tarde los inmunosupresores detuvieron la caída en masa, pero empezaron a adelgazar el volumen de pelo, a cambiar su textura. A dejarlo caer despacito, constante. De pronto podía ver el cuero cabelludo asomarse de rincones insospechados frente al espejo. Cuando cambié las ligas de siempre por las liguitas que usaba para rematar las trenzas acepté el hecho de que perdía el cabello. El enorme chongo que solía hacerme se convirtió en un molotito apenas sostenido por una liga de dos centímetros de diámetro. Minimolote que ya puedo peinarme aquí en el hospital con las dos manos.

La doctora me dice que si los signos siguen bien y no presento síntomas podré irme al quinto día siempre y cuando continúe el ciclo del antibiótico afuera del hospital por medio de inyecciones. Me emociono y no dejo de meditar por la noche. Todo va bien hasta que el cuarto día la reumatóloga analiza las biometrías hemáticas. La cuenta de leucocitos está por los suelos, es esa ventana del mes que la ciclofosfamida me deja vulnerable. Es riesgoso cambiar el régimen del antibiótico y salir a la vida allá afuera donde hace un frío interesante y abundan virus invernales. Menos mal que la noticia me agarra de buen humor y con dotación de gomitas. Pasaré aquí el fin de semana y tendré, si todo sale bien, una semana de descanso antes de los siguientes exámenes de laboratorio en preparación para la última perfusión de la ciclofosfamida.


Autores
Estudió Gastronomía en la Universidad del Claustro de Sor Juana y lideró las cocinas del Restaurante La Contra en Ensenada, y El Pinar de Tres Mujeres en el Valle de Guadalupe; es autora del libro Lengua Partida (2021) editado por Grafógrafxs-UAEM y coautora, junto a Paula Pijoan, del libro Plantas nativas comestibles de Baja California (2018) editado por Culinary Art School y la Secretaría de Cultura de Baja California. Textos suyos han aparecido en publicaciones como Periódico de Poesía, Low-Fi Ardentía, Pez Banana, Revista Grafógrafxs, entre otras.
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Fotografía cortesía de la autora
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