Tierra Adentro
Ilustración por Isabel del Valle

En el supermercado me escupen en la cara. La cajera de rostro con ámpulas infladas me lanza una frase mordaz, y no la desmiento. El hombre detrás de mí empuja su carrito para darme en los tobillos entaconados, pero lo esquivo. Miro su rostro: piel quemada y dientes apretados. Su muñeca comienza a humear y me doy prisa en salir. Hoy no me lastimaron, sólo respiré el olor a carne chamuscada.

Paso frente a un ventanal: veo mi piel tersa, los únicos rasguños son de los ataques. Sigo antes de que ese niño le pregunte a su mamá por qué no se me cae la carne caliente. Manejo y las calles están como siempre: desiertas. Me estaciono en la empresa, el vigilante no me saluda, pero sí me avienta una mirada codiciosa: su nariz se está desprendiendo entre vapores corporales.

Piso trece. Pico, pico, pico, pero una chica detiene la puerta para entrar. Me mira. La miro. Conmigo ahí prefiere esperar otro ascensor, con sus cachetes hirviendo, con sus ampollas en los párpados. Al fin se cierra la puerta. Aprovecho para acomodarme la falda y cerrarme bien la blusa. Taparme la rajada de ayer, en el abdomen. Todavía me duele.

Entro a la oficina y Roberto me recibe vaporoso en el lobby. Hace unos comentarios sobre los que no vinieron hoy. Dice que, precisamente, no venir es señal de

que andan “calientes”, y se le escapa una humareda de la boca. Le contesto que no sabría decirle. Camino a mi escritorio; lo escucho hablando de mí a mis espaldas, huelo la carne quemada. En la oficina sólo Edgar tiene la piel tersa, limpia. Me habla de los pendientes para hoy y luego comenta la elucubración de la semana pasada. Juega con la pluma en su mano, quiere hacerme plática. Es bueno, pero le digo la respuesta para que se calle: no estoy de humor. “Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente”, repite. Me desea buena suerte con esta semana, no me vaya a suceder como a Alexa, que no vino hoy. Sospecha que fue la elucubración semanal. De repente, los vellos de su brazo se le achicharran y le sube la temperatura. Yo lo ignoro y cierro mi boca, como lo he estado haciendo estos últimos días. Avergonzado, corre a su cubículo, mientras las ronchas empiezan a salirle en la frente.

Paso las horas como un infierno, tecleando sin poder hablar con nadie. En la hora de la comida todos me rehúyen. Al menos no son agresivos. Voy y me siento en la terraza: la ciudad entre nubes de incendio, los vapores rojos de sangre y carne se levantan. Me toco la piel. Me pellizco. Me pregunto si soy la única. Unos días cambiaron mucho a todos. Me siento exiliada de mi rutina, hasta me dan ganas de que me explote la cara en burbujas de carne con tal de hablar con alguien. Miro el cielo. Al lado del sol, un carrete gigantesco de cables metálicos se cierne suspendido, flotando vivo y vigilante sobre nosotros. Masivo, como una montaña, zumba el Elucubrador Mandatorio.

Al fin llego a la casa y papá me pregunta cómo me fue. Él no sale de la casa, no habla mucho. Su piel está bien. Pregunto por mamá, me responde con un sollozo. Deduzco lo obvio: internada. Su cara hecha morcilla, seguro. Hablo del día, cosas muy generales. No menciono los incidentes, el escupitajo ni la soledad. No menciono nada

que se pueda considerar “chisme”. Papá sonríe apesadumbrado. Con calma me acerca una hoja membretada con un sello en forma de carrete de cables en la esquina. “Extendieron esta elucubración”, me dice, “de siete a diez días”. Papá imagina que de esa manera la lección quedará bien aprendida, y yo también lo creo así. Me pregunto cómo ha sobrevivido tantos meses la ciudad con esto flotando encima. Con algo que castiga piroquinéticamente las palabras. Yo no batallo, no acostumbro portarme mal. La televisión que papá mira pasa un anuncio recordándonos la Elucubración Mandatoria que está en efecto esta semana: “Chisme caliente, mata a la gente”. Y sonrío. Que la mate, pues. A toda.

 

Este cuento fue publicado originalmente en Penumbria: revista fantástica para leer en el ocaso.

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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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