El consumo de drogas en la comunidad LGBT+ y sus repercusiones lingüísticas
INTRODUCCIÓN
Las drogas y los homosexuales tienen varias cosas en común. La más obvia, digámoslo con todas sus letras, es la ilegalidad con la cual se les ha identificado en varios países. En México, además, como si no fuera suficiente estar fuera de la ley, ambos conceptos han formado parte de la imaginería del pecado, la perversión, el vicio, la indecencia y, en fin, las múltiples esquinas donde el camino recto de la normalidad y la moral sexual se dobla y se extravía en incorregibles torceduras (una y otra vez).
Siendo así, basta invocar cómo, por ejemplo, a inicios del siglo XX, algunas disposiciones oficiales y la prensa nacional frecuentemente hacían referencia a las sustancias que “degeneran la raza” en el caso de las drogas; en el de los homosexuales, podemos echar un vistazo al Diccionario de Jaime Cobian, “Diccionario Adjetivos para Afeminados”, y confirmar cómo cada uno de los términos léxicos ahí reunidos, la mayoría alusivos a hombres —afeminado, joto, mariposo—, está signado por el insulto homofóbico y la denigración social desde donde fueron discursivamente creados.
A continuación, exploraré, con una perspectiva histórica y apoyándome en textos del Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (Cordiam), algunas colindancias semánticas entre drogas y hombres homosexuales en el contexto de la Ciudad de México, con el propósito de llevar a la reflexión la importancia en la manera de nombrar una realidad social actual: el consumo de sustancias en la comunidad LGBT+.
Las drogas. El antes y después del prohibicionismo
La palabra “droga”, como todas las palabras, tiene su propia historia. Veamos. Siglos antes de que las sustancias a las que hoy refiere estuvieran prohibidas y fueran perseguidas, “droga” aparece en documentos virreinales en donde su uso guarda relación con la salud y la medicina, como muestra una carta de fray Miguel Navarro (1564) en la que pide limosnas al rey para abastecer de “drogas” y medicinas necesarias las enfermerías franciscanas de la Nueva España. Todavía en los albores del siglo XIX, el comercio y el consumo de sustancias a base de opio, mariguana y vino con coca (hoy indudablemente drogas) se realizaban con fines medicinales; leemos en la literatura de José J. Fernández de Lizardi (1818) cómo la “droga”es un remedio que se distribuye en las boticas, las farmacias citadinas de la época.
¿En qué momento la palabra adquiere las connotaciones peyorativas que hoy nos resultan tan familiares? De acuerdo con Luis Astorga en su libro El siglo de las drogas (2016) ocurre a partir de que México ingresa, en la década de los veinte del siglo pasado, al esquema internacional prohibicionista. Ahí se decretan leyes federales en contra del cultivo y la comercialización. Tal prohibición propicia, por un lado, que, al margen de la ley, pequeños productores vayan organizándose (en asociaciones de tráfico, cárteles y organizaciones criminales) para preservar un mercado en expansión; por otro, la prohibición genera los discursos oficiales, los cuales redefinen la palabra. Los comerciantes y consumidores de antes se convierten, gracias estas medidas, en “traficantes”, “viciosos” y “criminales”.
Dicho de otro modo: las drogas se desplazan de la farmacología hacia los campos semánticos de la ilegalidad, el vicio y, eventualmente, a la indecencia y el crimen. La literatura de mitad de siglo lo muestra clarísimo: “Pedazos de tortilla”, “perros sarnosos” y “cabarets de humo polvoso” en el “bailoteo de la luz neón” son las descripciones con las que “droga” —los sobres con “droga” y polvos— aparece en el retrato de Garibaldi, según la visión de Carlos Fuentes en La región más transparente (1958). En El eterno femenino (1975), obra teatral de Rosario Castellanos, notamos cómo el LSD, el cual es comparado con una secadora —“una especie de droga”— en un salón de belleza, despierta el escándalo y la idea de la indecencia —“las drogas son una porquería para viciosos. Este es un aparato decente”—.
Las marcas clasistas y criminalizadoras que se van incorporando en el discurso alcanzan un momento tremendamente revelador cuando la palabra se prohíbe en televisión nacional. En efecto, para 1987 SEGOB vigila y controla los libretos de Televisa. En la telenovela juvenil Quinceañera (1987), para hablar sobre el tema a pesar de la censura, se recurre a una sustitución de lo designado: “Pues lo que todo mundo sabe, que Gerardo anda en malos pasos”(capítulo 65).
La sustitución sinonímica revela lo que significa, inequívocamente, usar y consumir sustancias en aquella época. La censura de la palabra, lejos de ocultar su significado, lo exhibe como una cognición social. Podemos afirmar que “droga” no es cualquier palabra: se trata de una palabra política, demasiado marcada o, como ha dicho Jacques Derrida: “el concepto de ‘droga’ es un concepto no científico, instituido a partir de evaluaciones morales o políticas: lleva en sí mismo la norma o la prohibición”.
Para la década de los noventa, abatida la censura, la palabra toma protagonismo mediático: la captura y detención de líderes de organizaciones traficantes, y sus vínculos con el gobierno federal, estelarizan las noticias nacionales. Las campañas preventivas —“Vive Sin Drogas”, por ejemplo— y los titulares periodísticos le prestan una atención considerable.
Pero es en las décadas posteriores al 2000, sobre todo durante el sexenio de Calderón y su desafortunada “Guerra contra el narcotráfico”, cuando “droga” será vinculada a lo que Oswaldo Zavala ha nombrado la invención mitológica de los cárteles (que no existen, al menos no como los imaginamos) y la narco-cultura, sin los cuales no se comprende el contexto mexicano contemporáneo. Para muestra, vemos cómo los términos asociados “narco”, “cártel”, “ejecutado” y “levantado” ingresan a la vida política. Y en muchas regiones del país a la cotidiana.
En ese sentido, “droga” (independientemente de cuál) es una palabra cuyo significado ha evolucionado —porque la lengua siempre cambia— y, a la vez, se trata de un concepto político atravesado por evaluaciones morales.
Engarce: El camino “torcido”
Así las cosas, navegando por la red metafórica localizamos un punto de encuentro entre lo que nos muestra la historia de la palabra “droga” y las primeras designaciones para homosexualidad masculina: el desvío de la norma social y su condena moral, umbral de la indecencia y la (doble) exclusión social.
Por un buen rato, persecuciones policiacas, titulares periodísticos ridiculizantes y brutales sanciones, a la vera del legendario “baile de los 41” (1901), confirman la puesta en escena de la homofobia nacional y sus discursos de escarnio machista. No debemos dejar de decirlo: los crímenes contra la diversidad sexual continúan cometiéndose.
Sin embargo, frente a tantos actos de homofobia, sabido es que, aunado al avance en materia de derechos civiles, con la creación del “ambiente gay”, especialmente en ámbitos urbanos, el siglo XX atestigua la reconversión del insulto homofóbico (estrategia con la cual toda minoría opone resistencia política). Los gays, y en algunos casos también las lesbianas, animados por un espíritu contracultural, adoptan los insultos y, al “deconstruirlos”, tornándolos referencias indispensables, convierten en festivo y colorido lo que de origen es cruel e injusto. De esto modo surgen y se rehacen la “lengua joteril” y su conocido locabulario.
Carlos Monsiváis lo dijo rotundamente: En ninguna época es fácil vivir transgrediendo la norma. Con todo, la conquista de espacios en la vida política y cultural de la Ciudad ha permitido, a ritmos desiguales, resignificaciones notables y una relativa seguridad social (que depende siempre de los privilegios).
Nuevas perspectivas. Comunidad LGBT+ y consumos (problemáticos o no)
En contraste, el avance en materia de despenalización y reducción de riesgos/daños para las drogas ha sido un camino más lento y complicado. Quizás aquí pesen más los estigmas y los miedos sociales. Pienso en la legalización de la marihuana y cómo el proceso legislativo ha convocado a diversos sectores de la sociedad civil, activistas y asociaciones científicas y académicas, las cuales trabajan interdisciplinariamente con usuarios de sustancias legales e ilegales. Su interés, enfocado en la salud y la ciencia, se orienta hacia lo que se ha denominado políticas de reducción de riesgos (y daños) y gestión de placeres en el uso de sustancias. Tres asociaciones tengo en mente (existen más): Conexiones Psicoactivas, Inspira Cambio A. C. y Divu A.C.
Si bien su labor de investigación y divulgación se desmarca del esquema prohibicionista, ninguna de ellas fomenta el consumo y sí en cambio abonan esfuerzos para enseñar a consumir. Enseñar a consumir sustancias no significa fomentar su consumo, como frecuentemente acusan detractores quienes reproducen el esquema de percepción dominante, los citados discursos conservadores y antidrogas. De hecho, enseñar a consumir se trataría de una modalidad para mitigar daños en poblaciones vulnerables, en particular en poblaciones pertenecientes a la comunidad LGBT+. ¿No es acaso una forma más concreta y realizable de prevención?
Los retos se multiplican cuando el uso de sustancias deviene una práctica estrechamente asociada al ejercicio de la sexualidad, que es el caso del chemsex (y variantes, como el slamsex), pan de todos los días en las apps de ligue para hombres gay y de donde se desprenden una multiplicidad palabras, frases y signos visuales. Todas las variables ahí implicadas y, dicho sea, los riesgos reales en el consumo sustancias, en especial el cristal (metanfetamina), complejizan el asunto, en la medida en que la práctica se cruza con otra clase de peligros externos.
Sin duda el tema plantea muchos subtemas imposibles de analizar en este espacio. Lo relevante en todo caso es que las asociaciones antedichas insisten en el uso de términos adecuados pues, como en la reconversión del insulto homofóbico, la designación social y la autodesignación definen la posición subjetiva. El lenguaje importa. Así, se prefiere el uso de ciertas palabras para desestigmatizar el consumo, modificar los prejuicios, y dirimir los sesgos informativos. Dos ejemplos. Para referir los hechos y las realidades se prefiere “usuarios” en vez de “drogadictos”; o “uso problemático” en vez de “adicción”. No hay ingenuidad en todo esto: el adjetivo “recreativa” no anula la existencia real de riesgos, pero admite otra representación que los discursos le han negado a la palabra (y a los usuarios).
El renombramiento y el uso consciente del lenguaje no resolverá, por arte de magia, los problemas de salud pública. No obstante, resulta imprescindible hacerlo para ceder lugar, poco a poco, a nuevos discursos. Aspiramos a discursos menos falaces y condenatorios, y sí basados en evidencia científica, que permitan una mejor comprensión del fenómeno (consumo de drogas en la comunidad LGBT+) con vistas a una prevención sensata (por ejemplo, cuáles sustancias es preferible no mezclar durante el consumo y por qué).
Vivir una sexualidad diversa (fuera de la heterosexualidad) y consumir drogas significa desafiar continuamente la sedimentación histórica. Como en un videojuego (psiconáutico): avanzar, divertirse y burlar el esquema de percepción dominante con el cual se han reproducido y continúan reproduciéndose el miedo y la desinformación que, desde la ritualización lingüística y sus redes, encierran, prohíben y aburren.
Bibliografía
Academia Mexicana de la Lengua, Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (Cordiam) <www.cordiam.org>
Astorga, Luis. El siglo de las drogas. Del porfiriato al nuevo milenio. Ciudad de México. Penguin Random House. 2016
Cobian, Jaime. “Diccionario Adjetivos para Afeminados”. Locabulario: Lenguaje y opresión. Ciudad de México. Colectivo Sol A.C. 2002, pp. 161-187.
Derrida, Jacques. “Retóricas de la droga”. Revista Colombiana de Psicología 4. 1995, pp. 33-44.
Zavala, Oswaldo. Los cárteles no existen: Narcotráfico y cultura en México. Ciudad de México. Malpaso. 2018.