Tierra Adentro
Portada de "Retratos", Truman Capote. Editorial Anagrama, 2006.
Portada de “Retratos”, Truman Capote. Editorial Anagrama, 2006.

En la entrada número 31 de su Nuevo museo del chisme, el recientemente desaparecido escritor argentino Edgardo Cozarinksy evoca una escena ocurrida en la Unión Soviética, al calor de la Guerra Fría: el joven reportero Truman Capote está allí para hacer la crónica del montaje de la ópera Porgy and Bess, a cargo de una compañía de Nueva York. Genuinamente interesado en la vida homosexual de aquellos lares, Capote aprovecha que en una recepción oficial se topa a un viejo y refinado maestro de ballet. Apenas los han presentado y, al quedarse a solas, Capote lanza la pregunta: “How does that happen here?”. La respuesta es inmediata, contundente e histriónica: “That – simply – DOESN’T – EXIST – here”. Y aunque Cozarinsky consigna solamente esa anécdota —bien pudo haber sido cualquier otra—, es impensable un museo del chisme sin que Truman Capote aparezca mínimo en una entrada.

Aunque se sabe que Rodolfo Walsh lo hizo primero en Argentina con la publicación de Operación masacre en 1957, para el mundo, Truman Capote es el inaugurador del llamado nuevo periodismo, periodismo narrativo o periodismo literario. A Sangre Fría, una novela con todas las de la ley del suspenso y la emoción del género negro, pero cuyos hechos y personajes pertenecen no a la ficción, sino a la realidad emergida de una investigación periodística, fue lanzada como libro en 1966, pues previamente se publicó por entregas en The New Yorker. Hasta la fecha —aunque van y vienen dimes y diretes sobre todo cuanto rodeó el proceso de investigación, escritura, publicación y recepción del que también hasta nuestros días es el ejemplo mayor de la literatura de no ficción o de reportaje novelado— lo que sigue siendo incuestionable es el genuino interés que suscitó en Capote la noticia del asesinato de los miembros de la familia Clutter en el pequeño pueblo de Holcomb, en Kansas, y, en consecuencia, la dedicación y el interés que puso por contar desde la literatura y el periodismo la historia de esta familia y, con ello, de sus asesinos. 

La obra maestra de Capote lo llevó a los olimpos: al de los narradores, al de los periodistas y, de paso, al de los hombres de la cultura y la sociedad estadounidenses (de forma más precisa, de la sociedad neoyorquina). 

Varios años antes de alcanzar la gloria, Capote ya estaba coqueteando con ella: había publicado relatos en diversas revistas, las novelas Otras voces, otros ámbitos, El arpa de hierba y, en particular, Desayuno en Tiffanys, un título que, gracias a Audrey Hepburn y a “Moon River”, pasó a la posteridad. También fue dramaturgo y letrista de la comedia musical House of Flowers, adaptó al teatro El arpa de hierba y fue coguionista de un filme de Vittorio de Sica y de otro de John Houston. Pero antes de A sangre fría, Truman Streckfus Persons fue un notable cronista, un periodista espléndido: un chismoso profesional, pues. Se sabe que todas las ficciones mencionadas, sean cuentos o novelas, están plenas de una fuerte carga autobiográfica. Pero, hasta ese momento, la mejor manera de descubrir al hombrecillo —¿geniecillo? — egocéntrico, viperino y maledicente es a través de sus crónicas, reportajes y, por supuesto, sus perfiles: sus Retratos. 

Antes de que la editorial Lumen de Penguin Random House —el sello que apostó por el escritor desde sus tiernos 23 años de edad, al publicarle su primera novela— volviera a publicar buena parte de su obra, incluido el compendio de sus perfiles y ensayos breves sobre celebridades de la década de los cincuenta y sesenta, la editorial Anagrama publicó los Retratos en su colección Compactos, es decir, de bolsillo. Pocas portadas logran ser tan elocuentes y hablar en una sola imagen por todo el libro, por su contexto y su valor histórico. Mientras la portada de Lumen pone a Capote parado como un muñeco sobre una vieja cámara fotográfica, la de Anagrama exhibe, en un contorno rojo, no una foto, sino LA foto: el escritor, en traje, corbata y una mueca preocupada, sostiene la cadera y la muñeca de una mujer rubia y joven —de sobra está decirlo: bellísima— que mira entre tímida y coqueta en dirección opuesta a la de él. Truman Capote baila con Marilyn Monroe. La cultura y la farándula de Estados Unidos —no importa quién represente exactamente qué— estrechan sus cuerpos, aunque guarden una prudente distancia, y se contonean al ritmo de la noche neoyorquina, esa que, por distintos motivos, a los dos acabó por traicionar y hundir. 

La foto es mítica, pero en portada de ese libro es perfecta. Aunque varios de los textos que lo integran son previos a A sangre fría, en su conjunto y leídos a la distancia, reflejan lo que el periodista buscaba y que, tras el éxito de esta novela, logró con creces: estar en el centro; girar alrededor de quienes ostentaban la fama, el dinero, el glamour y la hipocresía; gravitar en torno de ellos y, eventualmente, hacer que ellos gravitaran en torno a él. Truman Capote no solamente consiguió estar en el centro: en más de una ocasión, él fue el epicentro. Y para ello recurrió a herramientas que bien podían pasar como aquellas propias del periodista, pero que hoy sabemos que le pertenecen más al hombre de pasado difícil y ascenso vertiginoso. 

Si quedaba alguna duda de que el chisme fue una de las herramientas centrales a las que recurrió el escritor en su faceta de protegido de la alta sociedad estadounidense, en este año, en el que se cumplen 40 años de su fallecimiento, una serie de televisión nos recuerda el momento en que Truman Capote comenzó a morir: cuando fue exiliado del círculo de la alta sociedad al que había logrado colarse luego de que sus “amigas” se dieron cuenta —vaya, lo leyeron en las páginas de Esquire— de que los secretos que le habían confiado —que nada tenían que ver con haberle hecho trampa a alguna vecina en algún juego de canasta y sí con asuntos entre íntimos y delicados— los había utilizado para construir la que él anunciaba que sería su obra maestra, la versión estadounidense de En busca del tiempo perdido, la gran novela norteamericana que, finalmente, se convirtió en una novela breve, póstuma, inconclusa y ampliamente precedida por un zafarrancho mayúsculo.

The Feud: Capote vs The Swans, la nueva creación televisiva del productor Ryan Murphy, está basada en el libro del periodista Laurence Leamer —especialista en investigar este tipo de controversias— Capote’s Women: A True Story of Love, Betrayal and a Swan Song for an Era. Con distinta fortuna —el libro es un bestseller; la serie no logró el impacto de otras de Murphy—, ambos consignan la etapa en la que Capote anunciaba que estaba escribiendo su obra magna. Tomando un verso de Santa Teresa de Jesús, la tituló Plegarias atendidas, al tiempo en que gozaba de las mieles de la celebridad y la protección de ese sector de la sociedad al que tanto ambicionaba por pertenecer —y del cual fue confidente y bufón—. Quizá para encarar todo ello, se refugió cada vez más en el alcohol y en las drogas. Debido al rechazo, a ese rechazo del que venía huyendo y del que volvió a ser víctima, se abrazó a ellos hasta el final, el 25 de agosto de 1984. 

Libro, serie, textos de aquí y de allá, evocan el episodio de Los Cisnes que marcó el declive del escritor y periodista que, por otro lado, jamás dejó, nunca ha dejado de ser leído, comentado, estudiado, aludido. Sus novelas son clásicos de la literatura de ficción y de no ficción. Sus reportajes y crónicas se echan “quién vives” con los de sus pares Tom Wolfe y Norman Mailer, para entender a cabalidad lo que es el nuevo periodismo y, por supuesto, los perfiles y semblanzas de estos escritores son la galería más completa para comprender buena parte de la cultura y la farándula del siglo XX: Marlon Brando —quien enfureció al leer el perfil que lo alude, “El Duque en sus dominios”—, Cecil Beaton, Elizabeth Taylor, Tennessee Williams, Marilyn, Richard Avedon y, por si fuera poco, las figuras que este retrata: Chaplin, Picasso, Channel, Duchamp, Cocteau y Gide, Louis Amstrong, Bogart, Pound, Isak Dinesen. 

¿Cómo sabemos cosas de ellos que ellos no necesariamente querían que se supieran? ¿De dónde salió esa información privada que hoy constituye parte de la cultura popular y se convierte en referente para distintas generaciones? Por supuesto, del rigor periodístico de Capote. Pero, sin lugar a dudas, los destellos que hacen que Capote sea Capote —y que hoy en día siga siendo tan digno de amor incondicional como de arraigado encono— son esa necesidad, esa sed y ese don que tenía Truman para el chisme.