La subversión de lo marginal: la literatura de resistencia de James Baldwin
Afroamericano, homosexual, pobre, hijo ilegítimo e intelectualmente dotado, James Baldwin nació marcado de por vida con el signo de la múltiple marginación. Condenado a vivir en un mundo de blancos, homosexual obligado a ocultarse ante sus correligionarios, escritor de talento nato desprestigiado por su origen, su vida fue un recurrente vaivén en el que se sucedieron identidades cada vez más definitorias para configurar la personalidad de uno de los mejores escritores estadounidenses del siglo XX, autor de siete novelas, dos obras de teatro, cuentos, poemas y ensayos, que fueron a la vez alcázar y armamento de quien hizo de la cultura un modo de vida y un tipo de resistencia.
De los muchos homenajes que se han preparado para festejar este año el centenario de su nacimiento, quisiera señalar una faceta de su vida comúnmente eclipsada por el férreo ateísmo que caracterizó su vida adulta: me refiero a la profunda convicción religiosa que definió su pubertad, en parte expuesta en su primera novela publicada, Go Tell It on the Mountain.
A quienes nos hemos acostumbrado a la prosa más bien combativa de Baldwin en materia de religión, la mención de su periodo religioso podría parecer irrelevante y hasta descolocado, pero conformó en buena medida su temple literario. La cultura afroamericana se apropió del cristianismo como quien subvierte los fundamentos del mismo sistema que le mantiene esclavo. El lento proceso de la adopción de la fe cristiana por parte de las comunidades esclavizadas en el sur de Estados Unidos se explica por diversos factores, entre ellos el adoctrinamiento —disfrazado de formación religiosa— al que fueron sometidas por esclavistas blancos durante varias generaciones, y el acceso restringido a toda formación intelectual, con la excepción de las campañas de alfabetización que buscaban incentivar la lectura de la Biblia. Pero las Escrituras tienen una hermenéutica propia: parece que promueven lo mismo que censuran.
Esta aparente desavenencia es muy evidente cuando hablamos de la esclavitud. La Biblia contiene no pocos pasajes en los que su práctica es regulada o tolerada, siempre bajo el presupuesto de ser parte de un orden social irrenunciable —en jerga filosófica, diríamos que natural— querido por Dios. El mantenimiento de ese supuesto ordenamiento divino fue la razón por la que se “instruyó” a las comunidades esclavas en el cristianismo. Con todo, las Iglesias blancas olvidaron una característica esencial del mensaje bíblico: en el fondo, detrás de narraciones prodigiosas, de imprecisiones históricas y de códigos sociales elevados a la categoría de morales, la Biblia es un libro que cuenta la historia de un pueblo indefenso, ignorante y oprimido que fue liberado de la esclavitud y conducido a través del desierto hacia Jerusalén, “la Ciudad de la Paz”, territorio donde el cumplimiento de la promesa liberadora de Dios se recuerda año con año en la fiesta de la Pascua.
Las Iglesias afroamericanas, específicamente las bautistas y las pentecostales, asumieron las Sagradas Escrituras no desde la perspectiva de los blancos, eminentes pastores y predicadores de la voluntad divina, sino desde el lugar de los esclavos, el pueblo que sufrió durante años el cautiverio a manos de Egipto, Babilonia, Asiria o Mesopotamia. Con el tiempo, este proceso de identificación con los oprimidos hizo germinar comunidades religiosas que predicaban un bautismo en el Espíritu, esto es, una conversión radical de la mente y del cuerpo ratificada con señales portentosas, sobre todo la glosolalia.
James Baldwin se cría en este ambiente religioso. Dentro de él enmarca su experiencia vital, su frustración personal y su orientación sexual. Se sabe distinto desde muy pequeño. Aprende a moverse en el terreno inestable de una identidad periférica: marginado por los blancos por su color de piel, y por los afroamericanos por su homosexualidad. El imaginario de James Baldwin, tal como lo expresa John, su alter ego en Go Tell It on the Mountain, está plagado de referencias religiosas con categorías demasiado humanas: un Dios justiciero más que justo, una visión sesgada de la realidad a partir de cierta teología dualista y una frustración profunda, típica de quien quiere ser auténtico en un mundo que solo puede acontecer dentro del clóset.
A las inseguridades de la infancia, se le suman los maltratos de David Baldwin, su padrastro, un pastor bautista que no escatima oportunidades para repetirle a su hijastro dos insultos que lo marcaron durante muchos años: que era el niño más feo que había conocido y que era poco menos que un imbécil sin futuro. Fue entonces que Baldwin recurrió al subterfugio de los suyos, la religión, el ámbito donde podían ofrendar el dolor y la impotencia en aras de una sensación profunda de serenidad, fruto de la fe. La relación con su madre era la única que le ofrecía cierto solaz, a pesar de los episodios más o menos frecuentes de violencia doméstica que ambos sufrían por parte del padrastro. Baldwin aprendió de su madre los principios religiosos que orientaron su comportamiento durante su juventud, específicamente una idea típica de las epístolas de san Pablo: que “todo es bueno para quienes aman a Dios” (Romanos VIII, 28), principio que puede significar una auténtica apología del statu quo. En un pasaje conmovedor de Go Tell It on the Mountain, el protagonista escucha a su madre decir que debe esforzarse por cumplir la voluntad de Dios, que se le revelará en su momento. Baldwin se convierte en pastor a los catorce años, consecuencia de una experiencia religiosa de la cual nunca habló, pero que lo mantuvo muy cerca de la tradición pentecostal que abrazó a pesar de no saberse bienvenido en ella. Tres años después, con diecisiete años, se descubre ateo. Encontró que el cristianismo sólo servía como sublimación de tristezas y no como mensaje de salvación; que el cristianismo era el vehículo perfecto para generar un sentimiento de autodesprecio y desesperación: “La salvación se detiene en la puerta de la iglesia”, escribió en un ensayo de 1941.
Su coqueteo con la fe resultó nada menos que un paliativo para los males que lo aquejaban. El cristianismo, aun cuando le hubiera provisto los principios emancipatorios sociales para defender su activismo contra las leyes de segregación racial, no le hubiera funcionado del mismo modo para con su sexualidad. Cuentan sus biógrafos que en más de una ocasión se le solicitó retirarse de los mítines organizados por activistas afroamericanos —la mayoría, pastores— en los años sesenta, luego de enterarse del estilo de vida más o menos abierto que el autor mantenía en Francia, donde vivía con su pareja de toda la vida, el pintor suizo Lucien Happersberger (1932-2010). Fue tomado de su mano, en el primer anochecer del diciembre de 1987, que falleció víctima de un cáncer estomacal.