Otro estaba soñándolo
A Hugo Servando Sánchez
Cada lector entusiasta es el autor de una nueva obra, tan buena o tan mala como lo sea él mismo.
Marguerite Yourcenar, Borges o el vidente
Alabar hoy la obra de Borges es una obviedad, demeritarla —por redundante; por una adjetivación que puede parecer sorprendente en una primera lectura, pero puede también cansar; por abusar de la fagocitación de otros géneros y autores que se consideraban menores; por otros motivos tan señalados como los motivos de elogio— no es menos vacuo, menos infructuoso que una admiración ciega —dispénseme el adjetivo, más hablando de Borges, pero el lugar común aquí es adecuado—. Es el destino de las obras y sus creadores que se han hecho de un lugar en eso que se da en llamar canon: una abundancia de comentarios, mientras sus obras descansan en los libreros —dispénseseme por alargar también el extenso catálogo de quienes han hablado de Borges—.
La imagen del sabio ciego que perdía a sus lectores en laberintos hechos de palabras no existía en 1944; para empezar, la ceguera todavía no lo alcanzaba. Jorge Luis Borges era un escritor que había pasado su juventud en el extranjero y que, a partir de su regreso a su país, publicaba aquí y allá sus poemas, ensayos y algunos cuentos —justicia es decir que en ellos ya se perfilaban los temas y las cualidades en los que se piensa cuando se habla de lo borgeano; probablemente hubiera deplorado la poca musicalidad que su apellido cobraba al volverse adjetivo—. Harold Bloom apunta sobre Borges en su Canon que “de haber muerto a los cuarenta años no le recordaríamos, y la literatura hispanoamericana sería muy distinta”. Ese año publicó sus Ficciones, obra en la que se cifra ya aquello por lo que es admirado y se le sigue leyendo. La reseña de obras ficticias, el doble que es uno mismo, las paradojas de la creación, los bastos laberintos —que pueden o no ser físicos, pero que la mayoría de las veces pierden a quienes los recorren y pocos son los que encuentran la salida o su centro—, el tiempo y sus posibilidades —y la forma en que su red atrapa a todos los seres humanos—, la realidad trastocada y transformada por las palabras y los libros.
Más que un título, Ficciones es una descripción. El libro está compuesto por dos partes: El jardín de los senderos que se bifurcan y Artificios, cada una con su propio prólogo. La primera publicada originalmente en 1941 con Editorial Sur, incluía los cuentos: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Las ruinas circulares”, “La lotería en Babilonia”, “Examen de la obra de Herbert Quain”, “La biblioteca de Babel” y “El jardín de senderos que se bifurcan”, mientras que a Artificios lo componían: “Funes el memorioso”, “La forma de la espada”, “Tema del traidor y del héroe”, “La muerte y la brújula”, “El milagro secreto” y “Tres versiones de Judas” —en 1956 Borges añadió a esta sección los cuentos “El fin”, “La secta del Fénix” y “El Sur”—. Pero ¿qué es lo que se puede encontrar en estas ficciones?, o más adecuado, ¿qué es lo que yo he encontrado mientras las leo? Ya lo dice Marguerite Yourcenar en Borges o el vidente: “Leer, leer bien, si se quiere traducir o se quiere recomponer el pensamiento de un autor que estamos leyendo […], se convierte para cada uno en lo mismo y en otra cosa. Todo gran libro proyecta sobre cada lector otras luces y otras sombras”.
Encontrarme con los cuentos de Borges fue una revelación, ver todo lo que podía hacerse, al tiempo que se contaba un cuento: consignar obras enteras en unas cuantas páginas; elegir la propia muerte y aceptarla en medio de la Pampa; recorrer una biblioteca infinita; prolongar un minuto por un año; crear a un ser desde los sueños; transformar y crear un mundo. Todo eso y más cabía en las líneas de un cuento; la reflexión y aun la indagación filosófica no tenían por qué estar ausentes en la construcción de un cuento. Borges me lo mostraba —como muchos, como la enorme mayoría de quienes son seducidos por su prosa y aspiran, a su vez, a componer sus propias historias, caí en la tentación, y por lo mismo destinada al fracaso, de emular su escritura—.
Para empezar, me encontré con el despliegue de imaginación que es “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Un cuento en el que una referencia en una enciclopedia apócrifa lleva al descubrimiento de una nación inexistente, Uqbar, y, conforme avanza la narración, el hallazgo de un tomo de una enciclopedia dedicada al mundo de esa nación: Tlön. El narrador consigna algunas de las noticias que proporciona ese tomo: “Los metafísicos en Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. Un mundo que a nuestros ojos resulta paradójico, pero atrayente, en el que hay lenguas hechas solo de verbos u otras compuestas solo por adjetivos. La ausencia de más materiales sobre Tlön lleva a querer escribirlos, el narrador señala a Alfonso Reyes como uno de los proponentes. Pero esos tomos faltantes comienzan a aparecer y también algunos de los objetos descritos en la enciclopedia, se apunta, en una posdata de 1947 —recuérdese que el cuento fue publicado por primera vez en 1941— que la realidad cede: “Lo cierto es que anhelaba a ceder”. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?
En el primer párrafo de ese cuento se encuentra, asimismo, la clave con la que se cifra no solo esa narración, sino también la del resto de los escritos que componen Ficciones:
Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal.
El narrador elige poner en boca de otro, generalmente un escritor o filósofo —puede ser real o no— sus planteamientos —aquí es su amigo Bioy—, los cuales giran en torno a la construcción de una obra —la novela en primera persona—. Esas claves sirven para entender esa profunda reflexión de la creación literaria y de la lectura que es “Pierre Menard, autor del Quijote”.
El cuento es presentado como una rectificación a una nota aparecida tras la muerte del novelista Menard, planteada con ironía y humor. En la enumeración de las obras del fallecido se consigna que su obra era la escritura del Quijote, no reescritura sino una escritura palabra por palabra.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años 1602 y 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. […] Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard.
Esta escritura que se puede entender como una insensatez es un guiño, por una parte, a las búsquedas de la vanguardia —recuérdese que Borges en su juventud fue parte de los ultraístas y que terminó abominando el mandato imperioso de novedad que implicaron los movimientos artísticos desde finales del siglo XIX y a los que hoy se les cifra bajo la denominación vanguardias—, y, por otra parte, a la lectura como experiencia creadora. Así lo entendió Yourcenar al leer este cuento: “El trabajo de Pierre Menard se reproduce en cada estudiante que lee tal o cual obra inscrita en el programa, en cada lector independiente, sentado en un banco o al amor de la lumbre, o que escucha, si se trata de transmisión oral”.
El lector tornado autor,“una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura”, donde Borges plantea en un cuento lo mismo que la hermenéutica estaba planteando: que el papel del lector es tan importante para la obra como el de quien la compone —y quizá va más allá, al hacerlo cocreador de lo que lee al leerlo—.
La paradoja de la creación es el tema de “Las ruinas circulares”. Un hombre acude a un templo a la vera del río, junto a otro templo que fue arrasado por el fuego, y se propone la creación de un hombre en los sueños. “Quería soñar un hombre: quería imponerlo a la realidad”; laborioso ejercicio de crear mientras se sueña, que es, a fin de cuentas, el ejercicio mismo del durmiente: las ruinas circulares en las que descansa son el espacio onírico al que todos nos dirigimos, en el que, tal vez, alguien más nos sueña. “Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era un sueño”.
Al azar de ser solo la imagen de otro durmiente le sigue el azar de cambiar de vida en “La lotería de Babilonia”. La idea de que todos los seres humanos somos uno mismo —tan cara a Borges y que explora también en “El inmortal”—: “Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles”.
El narrador que nunca pronuncia su nombre habla de la lotería y su poder omnímodo sobre los habitantes de Babilonia; de la forma en la que pasó de otorgar premios en moneda a otorgar castigos y, más tarde, de la ascensión y la caída de las personas, hasta dictar el destino. La lotería es, así, la forma del destino: “Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.”
“El examen de la obra de Herbert Quain” comienza con la noticia de que el escritor de quien hablará ha muerto, como hizo también en “Pierre Menard…”. El mismo Borges en el prólogo plantea la cuestión: ¿para qué demorarse en la ardua escritura de un libro cuando se puede presentar el libro en unas cuantas páginas? Y la respuesta es este cuento, pero también lo son “El jardín de senderos que se bifurcan” y “Tres versiones de Judas”—también se puede considerar en esta categoría El acercamiento a Almotásim, cuento que formó parte de la primera edición y lo siguió haciendo hasta la edición de 1953, pero, puesto que originalmente se publicó como parte de Historia de la eternidad (1936), se siguió incluyendo en esta última obra y no en Ficciones—.
Borges presenta a un narrador que descreía de la genialidad en la literatura y en cambio la podía encontrar en cualquier sitio:
Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI (recordemos el Viaje del Parnaso, recordemos el destino de Shakespeare) no compartía esta desconsolada opinión. Herbert Quain, tampoco. Le parecía que la buena literatura es harto común y que apenas hay diálogo callejero que no la logre. También le parecía que el hecho estético no puede prescindir de algún elemento de asombro y que asombrarse de memoria es difícil.
El reseñista/narrador del cuento procede entonces a resumir en un párrafo el primero de los libros de Quain, The God in the Labyrinth, para señalar que al final: “El lector, inquieto, revisa los capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera”. Y otra vez Borges procede a dar un papel preponderante a quien lee —como se plantea en mucha de la literatura de finales del siglo XX y principios de este, en lo que se ha dado en llamar literatura ergódica—. “El lector de ese libro singular es más perspicaz que el detective”.
Luego consigna April March, una obra con varios caminos de lectura —una anticipación a las obras de Julio Cortázar, Rayuela y 62 Modelo para armar, pero también a Milorad Pavić con Diccionario Jázaro o, más recientemente, Mark Z. Danielewski con House of Leaves— y en una obra de teatro, The Secret Mirror. Sin con Pierre Menard Borges presenta los alcances del lector, sus posibilidades, con Herbert Quain muestra los de la creación. “Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la de la invención”. Así lo manifiesta con la última obra que reseña Statements. “Cada uno de ellos [de los relatos] prefigura o promete un buen argumento” como harán otros autores que intencionalmente siguieron a Borges — Stanislaw Lem con Vacío Absoluto, obra compuesta por reseñas de libros, o Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, novela compuesta por solo arranques de novelas—.
Si un libro puede prometer lecturas infinitas y configurarse para obtenerlas, ¿qué mayor asombro que una biblioteca infinita? Eso es “La biblioteca de Babel”, un universo compuesto por celdas hexagonales, con veinte anaqueles de libros que cubren sus paredes excepto dos, una que da a más hexágonos y la otra donde hace sus necesidades el bibliotecario. Pero, puesto que la biblioteca es infinita, o parece serlo, los libros en los anaqueles pocas veces son legibles, algunos cubiertos solamente por una letra, otros escritos en lenguas que el bibliotecario desconoce, ¿de qué sirve la profusión de libros así?, parece preguntarse, anticipándose a su propio sino: tener a su disposición todos los libros de la Biblioteca Nacional de Argentina, cuando ya no le era posible leerlos —para 1941, cuando publicó por primera vez Borges este relato, aunque ya con problemas de visión, todavía podía leer—, aunque, como bien señala Yourcenar, no era ningún vidente, era un visionario y, tras ser testigo de la forma en la que su padre perdió la vista, él mismo sabía que le aguardaba ese destino.
Si el honor y la sabiduría no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
[Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno, es una oración que vuelve a utilizar en “Deutsches Requiem”, aparecido en El Aleph en 1949, y con ella expresa el pensamiento borgeano, la admiración que sentía por la derrota. En ambas narraciones es expresada en ese sentido, abrazar la abyección para que otros no la conozcan. El procedimiento de reutilizar líneas enteras, o con variaciones mínimas, no le es desconocido, lo hace con varios versos que aparecen en distintos poemas y lo hace también con la comparación de los espejos y la cópula, que está presente en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “El tintorero enmascarado Hákim de Merv”, incluidos en Historia universal de la infamia].
En “La biblioteca de Babel” está cifrada también una de las preocupaciones de Borges: ¿cómo es posible lograr la comunicación a través de la escritura? La escritura y la lectura, ese milagro de la comunicación. “Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?”.
El equívoco de la lectura está en la raíz misma de la relación escritor-lector; nunca se sabe realmente si quien va a leer comprenderá lo que se quiso decir y viceversa, nunca sabemos si lo que leemos es lo que quiso expresar quien escribió. Pero, esa incertidumbre está también en nuestros vínculos con las demás personas; aceptamos el poco conocimiento que tenemos de los demás, y el que damos de nosotros mismos, y, aun así, la comunicación es posible. Ese es uno de los puntos centrales de “El jardín de senderos que se bifurcan”, cuento construido con elementos policiacos, pero que ahonda en las posibilidades de la creación y de la comunicación: cómo lograr transmitir las ideas propias a la posteridad.
Yu Tsun, un exprofesor de inglés en su natal China, es obligado por los alemanes a hacer espionaje a su favor, y su compañero acaba de ser descubierto y él también está por serlo. Antes de que lo atrapen, tiene que informar sobre la ciudad que deben atacar y para hacerlo crea un imbricado plan, a través del cual se encuentra con el doctor Stephen Albert, un sinólogo. En el encuentro, Tsun se entera que Albert ha estudiado la novela y la obra de su ancestro Hsi P’êng —El jardín de laberintos que se bifurcan y un laberinto en el que se pierden todos los hombres—. La novela, que hasta ese momento le ha parecido una colección de insensateces, cobra un nuevo sentido en las palabras de Albert.
Yu Tsun comprende que ha ido ahí a matar a un hombre, pero también a que le sea revelado un secreto que cambiará la idea que tenía de su antepasado, y su concepción del tiempo.
Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos.
Si “El jardín de senderos que se bifurcan” —narración que dio título y cerró la edición de 1941; en Ficciones, de 1944, precede a la sección Artificios— es una indagación sobre el tiempo, los tiempos, “Funes el memorioso” lo es de la memoria y del paroxismo de una memoria absoluta. Ireneo Funes sufrió un accidente que, por un lado, lo dejó de por vida en la cama y, por el otro, le permitió recordar todo —“Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto)”—. El narrador conversa con él una noche de 1887 y es cuando, a través de sus palabras, descubre lo terrible de una memoria que no conoce el olvido.
Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”. Y también: “Mis sueños son como la vigilia de ustedes”. Y también, hacia el alba: “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”.
Funes es un hombre que, dada su capacidad de recordar, no puede abolir las diferencias; un perro al amanecer no puede ser lo mismo que un perro al mediodía, una nube es única y lo es todo en cada momento. En cambio, en “La forma de la espada”, el protagonista, el confesor que se dirige a Borges —quien se asume con un mero transcriptor— es otro hombre, es un rebelde y es el traidor de ese hombre.
Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres.
La traición es un tema que está también presente en muchas de sus narraciones, lo está en “La forma de la espada” y en “Tema del traidor y del héroe”, donde Borges plantea una enorme conspiración para ejecutar a un traidor, pero es alguien que es también el héroe de la causa que traicionó. Esta trama la descubre un descendiente del héroe, a través de los trabajos de un dramaturgo que se sirvió de Shakespeare para cifrar la conjura en sus escritos —“Que la historia hubiera copiado a la historia ya es suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible…”—. Como en “El jardín de los senderos que se bifurcan”, en estos cuentos hay un descendiente que descubre algo de su antepasado que fue inadvertido en su momento.
En “La muerte y la brújula” lo que se plantea es un misterio detectivesco. Erik Lönnrot trata de descubrir al responsable de la muerte del rabí Yarmolinsky, de lo que se aprovecha Red Scharlach para concretar la venganza que le tenía jurada a Lönnrot, todo gracias a que en la máquina de escribir se encontró un papel con el mensaje: La primera letra del nombra ha sido articulada, por lo que Lönnrot busca una solución rabínica al crimen.
Bloom apunta en su Canon: “Al igual que tantos otros relatos de Borges, la historia de Lönnrot y Scharlach es una parábola que demuestra que la lectura es siempre una suerte de reescritura”. Scharlach escribe los escenarios que Lönnrot habrá de interpretar, de leer, crea un laberinto en el que encierra al detective.
Mientras se reflexiona sobre la escritura que no puede existir sin la lectura en “La muerte y la brújula”, en “El milagro secreto es lo contrario”, la imperiosa necesidad de concluir la obra, la creación, aunque esta no vaya a ser leída por nadie más que por quien la compuso o, si acaso, por la divinidad.
Jaromir Hladík es un escritor judío que, tras la invasión nazi, es encarcelado y condenado a la muerte, y conoce la fecha y la hora de su muerte, pero ansía tener más tiempo solo para poder terminar su obra Los enemigos:
En el argumento que ha bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida.
Pero Hladík solo lo espera la muerte frente a un paredón.
Pensó que aún le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como el autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
La plegaria es escuchada; el tiempo, concedido. Una gota de lluvia queda suspendida en su mejilla luego de que el sargento vociferó la orden. El mundo se detiene, excepto para la mente de Hladík, quien tiene un año para concluir la obra. Comienza a perfilar versos, ordenar lo que ya había escrito, perfilar lo que falta.
Dio termino a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló de su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
Lo único que puede justificar nuestra existencia es la creación, al menos para los escritores, no lo que nos salve del anonimato, puesto que nadie supo que Los enemigos fue concluida.
Nils Runeberg, en cambio, ha concluido su obra y ahí radica su tragedia, las conclusiones a las que llega lo condenan. En “Tres versiones de Judas” Borges plantea, a través del teólogo Runeberg, la tesis de que Judas es el Cristo, que si Dios se encarnó para conocer la condición humana también debió hacerlo para conocer la vileza, la maldad y la traición. La inversión entre el héroe y el traidor, presente en “La forma de la espada”, en “Tema del héroe y el traidor” se vuelve el eje central de una nueva teología. Esa inversión está también en “El fin”, un cuento que cuenta el destino de uno de los personajes de El Martín Fierro.
“La secta del Fénix” es una especulación que recuerda a “La lotería de Babilonia” —también a “El hombre en el umbral” de El Aleph—, donde un grupo comparte un destino, un secreto, que los unifica.
“El sur” es uno de los cuentos más reconocidos de Borges, en él un bibliotecario, Juan Dahlmann, sufre un accidente al principio del verano y termina en el hospital en el que permanece hasta principios del otoño, cuando sale y se dirige a una instancia de su propiedad en el sur, que es una herencia. El boletero del tren le informa que no podrá bajarse en su estación habitual sino en otra y él acepta. Antes de encaminarse a su lugar, come en un galpón donde un grupo le lanza trozos de pan, él desatiende la injuria, pero el dueño, al decirle: No les haga caso, señor Dahlmann, la confirma. Un hombre, viejo, sentado en una esquina, al ofrecerle el cuchillo con el que puede enfrentar a los que lo injurian, sella su muerte. Pero, el dueño ¿cómo supo que era Dahlmann?
El cuento puede leerse linealmente, el bibliotecario entra al hospital, sale y viaja al sur a enfrentarse en un duelo donde probablemente morirá o puede ser que Dahlmann nunca deja el hospital y delira su viaje al sur, incluso, elige su muerte. Antes, mientras padece, el narrador nos señala:
En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino.
Dahlmann no solo se conduele por estar al borde de la muerte a consecuencia de la septicemia, sino de su destino como bibliotecario que ha de morir en un hospital, tan parecido al de su abuelo Johannes Dahlmann, el pastor evangélico, y tan opuesto a su otro abuelo, Francisco Flores, quien murió en la frontera —de quien heredó la estancia en el sur—. Esa posibilidad, la del viaje como algo que solo está ocurriendo en la mente de Dahlmann, queda de manifiesto mientras va en tren hacia el sur: “La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur”; o, cuando desciende del tren: “Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio”.
El bibliotecario no muere en el sanatorio, sino en el Sur, sea porque ha viajado físicamente hasta allá, sea porque, en el borde de la muerte ha elegido esa fin. Como un Alonso Quijano del siglo XX, elige irse al mundo que su imaginación ha construido.
Hoy, 80 años después de la publicación de Ficciones, vemos lo borgeano como un todo, una obra constituida por seis libros de narraciones —sin contar los de poesía y los de ensayo—, pero entonces, en 1944, lo borgeano no existía —o, mejor dicho, apenas si se conocía, apenas estaba asomando en las pocas publicaciones anteriores de Borges, o, mejor dicho, comenzó a hacerlo de manera definitiva con ese libro—. Así, a través de sus cuentos replanteó la idea de la lectura como una reescritura, como un sueño compartido de creación. Al leer sus cuentos se llega a preguntar si uno no es el personaje que alguien más narra, que alguien lee, o si no es solo el sueño de otro.
Fuentes:
Bloom, Harold, El canon occidental, Alfaguara, 2006.
Borges, Jorge Luis, Cuentos completos, Vintage Español, 2011.
________, Ficciones, Debolsillo, 2012.
________, Historia de la eternidad, Debolsillo, 2011.
Yourcenar, Marguerite, Ensayos, Debolsillo, 2018.
Gary Vila Ortiz, “Almotásim ha desaparecido”, en Página 12, 19 de noviembre de 2005 https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-1011-2005-11-19.html consultado el 3 de marzo de 2024