Revisita a los niños del agua. El caso de Charles Darwin y Charles Kingsley
He aquí la gran tragedia de la humanidad: amamos lo que algún día morirá.
El área de pediatría se encuentra en el tercer piso de la Torre de Especialidades del Hospital Civil Fray Antonio Alcalde. Es el amanecer más frío de febrero de 2021, las lámparas temblorosas de la calle escupen su luz amarillenta sobre todas las cosas. Desde la puerta, abarrotada de familias, observo el edificio y busco, en el tercer piso, la cuarta ventana de izquierda a derecha. La cortina está abierta y puedo ver la silueta de Milico que alza la mano para saludarme. Naím, en sus brazos, me busca entre la multitud y alza también sus manos para hacerme saber que me ha visto. En la penumbra de aquel amanecer de febrero, mi hijo —lo juro— brilla.
Nos formamos en cuatro filas. Hay personas que han pasado toda la noche en la banqueta del Hospital. Hay quienes llevan días así: tendidos en el cemento, a la espera de mejores noticias sobre sus parientes. Otros, como yo, viajan desde casa y dejan su coche en uno de los tres estacionamientos que están en la periferia del hospital. Junto al estacionamiento donde dejé el coche familiar hay una funeraria: los ataúdes parecen balsas que naufragan en la oscuridad de Guadalajara. Aunque seguramente los habrá en la bodega, he notado que no hay féretros infantiles en exhibición. Cada vez que llego al hospital, secretamente, agradezco la prudencia de los comerciantes.
Naím, mi hijo que entonces tenía dos años, enfermó en los primeros días de febrero. Nos dimos cuenta la noche del 14 (día del amor) cuando su abuelo materno anunció un comportamiento inusual que, por extraño que parezca, nadie más había notado: mi bebé torcía la cabeza a la izquierda, como si el peso la venciera hacia un costado. “Revisen a ese chiquillo, porque eso no es normal”, dijo con el tono del padre experimentado, del padre que sabe que hasta el más mínimo síntoma debe atenderse como si fuera de vida o muerte.
Porque, a veces, lo es.
Recuerdo haber mirado a mi hijo pensando que era una exageración. En días recientes su comportamiento había sido normal: el de un niño sano, fuerte, que podía correr o saltar toda la tarde sin cansarse. Le pedí que se acercara a mí. Naím, obediente, dio un par de pasos seguros, pero se golpeó la cabeza con la silla, como si no la hubiera visto o la silla no existiera. En ese momento lo supe. (¿No lo sabemos siempre, desde el instante en que nos volvemos padres?) Aquello era el horror, que había llegado a nuestra puerta: el instante que zanja la historia familiar, el acto quizás divino, quizás azaroso, que dirige nuestro futuro a un desfiladero. Todos los planes, todas las expectativas, todas las esperanzas derribadas por el más sencillo y subrepticio ataque de la casualidad. “Nuestros hijos son rehenes de la fortuna”, escribió Joan Didion. “Crees en Dios, pero no obtienes ninguna dispensa especial por esta creencia en este momento”, escribió Nick Cave. He aquí la gran tragedia de ser padres: amamos lo que puede morir.
Esto lo escribí yo.
Algunos entrarán al Hospital Civil por la mañana y, para el anochecer, estarán ya de regreso en sus casas. Otros pasarán semanas parados ante aquella puerta, formados como los ciegos de Brueghel, atentos a la llamada del guardia. “¿A dónde va? ¿Tiene cita? ¿Viene con algún paciente? ¿Trae su pase? No lo puedo dejar entrar sin su pase”. Hace una semana que vuelvo a esa misma puerta, pero el guardia me mira siempre como si fuera la primera vez. Los primeros días su indiferencia me parecía un fastidio. Poco a poco he llegado a comprender que en ese ritual se esconde —quizás— un atisbo de empatía: si todos los días son como el primero, uno aprende a no contar el tiempo. La desesperación de los padres de un niño enfermo viene también de eso: saber cuánto ha pasado sin que sus hijos se curen. Cuando es mi turno, entrego mi pase al guardia y penetro en la plancha de cemento balbuceando una plegaria. En la entrada al edificio, me detengo en la pequeña capilla del hospital para orar. Ese día Naím tendrá su tercera resonancia magnética en menos de un mes. La que determinará si su problema neurológico es pasajero o —nos han advertido de las probabilidades— una enfermedad terminal. En la madera del reclinatorio, alguien ha escrito con tinta: “He aquí el Dios de los niños enfermos”.
El médico Raymond Damadian fue el primero en sugerir que las resonancias magnéticas podían emplearse para hallar enfermedades en los tejidos blandos del cuerpo. La propuesta de Damadian, que apareció en 1971, debió parecer cercana a la ciencia ficción: por medio de señales invisibles, es posible hacer visibles aquellas enfermedades que usualmente tardan años en ser detectadas, y que solían manifestarse cuando ya era demasiado tarde para hacer algo. ¿Cuánto tiempo vivió el cáncer al amparo del anonimato de los tejidos blandos, hasta que este invento del siglo xx logró exhibirlo como se exhibe a un mortal asesino? El sintagma es de mi amigo Jaime Rivera, el primer neurólogo que revisó a mi hijo: “Es lo que uno aprende de la enfermedad, Hiram. Como un mortal asesino, acecha desde la tranquilidad a aquellos que más amamos”.
En ese sentido, la resonancia magnética resulta un alivio, la posibilidad de encontrar a tiempo algo que podría desarrollarse en algo mortal: accidentes cerebrovasculares, aneurismas, trastornos en la médula espinal, tumores cerebrales, esclerosis múltiple… Pero este consuelo —si llega a serlo— es tan sólo pasajero, porque los padres que nos acercamos a este tipo de procedimiento sólo deseamos una cosa: que las placas tomadas del cuerpo amado no arrojen ningún tipo de resultado. Que el rugido bestial de aquel inmenso aparato nos confirme que la enfermedad que tiene a nuestros hijos en cama no se trata más que de un error —quizás médico, quizás divino.
Durante la primera resonancia magnética que tuvo Naím, éste fue el único pensamiento que ocupó nuestra mente. Llegamos al laboratorio a las 8 de la mañana. En los brazos penitentes de su madre, mi hijo lloraba de hambre y de sueño —los niños pequeños no están acostumbrados al ayuno de 12 horas, ¿cómo podrían estarlo?—. Más tarde, cuando llegó el momento de desaparecer tras una cortina con los radiólogos, lloraría también de miedo. A partir de entonces, la espera. Y toda espera en una clínica encierra diversas formas de penitencia: la explicación del procedimiento, la angustia de los otros pacientes, los rezos que salían de mis labios temblorosos y que volaban como mariposas hasta el cuarto donde a mi hijo, finalmente, lo había capturado aquel silencio de muerte que provoca la anestesia general.
—Tenemos que sedar a su hijo, tiene que estar completamente quieto durante la resonancia.
Sedado. Inmóvil. Como muerto. Mientras firmaba el cúmulo de documentos que liberan al laboratorio de cualquier responsabilidad legal en el caso de complicaciones, pensé que en ese sentido, y quizás sólo en ése, las resonancias se asemejan a los daguerrotipos de niños muertos que se popularizaron en el siglo xix. “Los niños —dice Gould— raramente podían estarse quietos el tiempo suficiente para los varios minutos que esta primitiva técnica fotográfica requería. Pero los muertos no se mueven, y muchos daguerrotipistas se especializaron en este trabajo lucrativo, aunque repugnante”.
Los hospitales pediátricos son repositorios para las crisis de fe. Mi padre solía decirme que un hospital es la suma de todas las angustias. Durante los días que Naím ha permanecido en el Hospital Civil, aquella frase ha vuelto a mí como un oleaje encrespado, acentuando las navajas de la incertidumbre que laceran mi cuerpo. En cada encuentro con los neurólogos, en cada plática en los elevadores con otros padres de otros hijos enfermos, en cada desencuentro con Milico que lleva casi una semana sin dormir, aquellas palabras se me revelan epifánicas, el temible recordatorio de nuestra pequeñez, nuestra impotencia ante la enfermedad y la muerte. Resuenan las palabras de mi padre con las de Anaxágoras, cuando lo enteraron de la muerte de sus hijos: “sabía que los había engendrado mortales”. Aprendí la sentencia del griego pocos meses después de la muerte de mi primer hijo, Tristán. En un par de semanas, cumplirá ocho años de fallecido. Pienso. Y pienso también que la muerte de un primer hijo no te protege contra la muerte de un segundo, o un tercero.
Los hospitales son también el lugar que mejor conjuga aquel tenso conflicto que —supuestamente— existe entre la ciencia y la religión. Los niños conectados al suero, a los respiradores artificiales, a los lectores de signos vitales, son la manifestación de un horror que cada progenitor vive con distinta intensidad, pero que invariablemente sofoca. Niños enérgicos, alegres, amados, que lloran en cada inyección, en cada toma de sangre, y en cada canalización porque el movimiento natural de la infancia dobla las agujas dentro de sus venas y los obliga a tener varias intervenciones. Cuán difícil es amar a Dios entonces. Qué absurda puede ser la fe a la vera de un niño enfermo.
Al mismo tiempo, sabernos arropados por los avances médicos del siglo xxi es siempre un consuelo. Una promesa, a veces mínima, contra la zozobra. Stephen Jay Gould, en su bello tratado Ciencia versus religión. Un falso conflicto, dedica unas líneas a esta sensación de alivio: “si alguien me dice que preferiría haber vivido hace un siglo, le recordaré simplemente la única carta que es un triunfo irrefutable para elegir el ahora como el mejor mundo que jamás hayamos conocido: gracias a la medicina moderna, las personas de recursos adecuados en el mundo industrial gozarán probablemente de un privilegio que nunca antes se dispensó a ningún grupo humano. Nuestros hijos crecerán; no perderemos la mitad o más de nuestros descendientes en la infancia o la niñez”. A esta verdad me aferro, mientras miro las paredes azules del piso de pediatría y entro en la habitación 312.
La risa de mi hijo cae sobre mis manos y lava mi corazón.
En la pared frente a la habitación de Naím hay un mural de las profundidades marinas. Peces policromáticos, tortugas, y hasta un gran pulpo morado conviven en el más tierno paisaje de corales y almejas que nutren perlas en su interior. Aunque ha pasado un año, puedo recordar casi a la perfección aquel mural, sobre todo uno de sus detalles que siempre llamó mi atención. Escondidos entre los peces y los arrecifes de coral, hay un par de bebés desnudos que nadan con la misma solvencia que las especies marinas. Uno de ellos, completamente calvo, se aferra a una rana que se sumerge con las ancas extendidas. El niño sonríe con todo el cuerpo, presa de una felicidad incomprensible que, sin embargo, resulta sobrecogedora.
Desde la primera vez que lo vi, el mural del piso de pediatría me hizo pensar en los grabados que Edward Linley Sambourne, cartonista satírico de la Inglaterra victoriana, creó para la novela Los niños del agua, del sacerdote Charles Kingsley. Fue la obra de Gould la que me condujo a Kingsley apenas unos meses después de la salida de mi libro de crónicas que, por una curiosa coincidencia, resultó homónimo. Se trata de una obra infantil que relata la vida de Tom, un pequeño deshollinador que un día escapa de su patrón tirano y, en el afán de lavarse el hollín que lo cubre por completo, se queda dormido en las profundidades de un río. Sin embargo, en lugar de morir, Tom se transforma en un niño del agua, que iniciará una nueva vida —y una nueva educación moral— en un mundo de seres mágicos. El pasaje de la transformación de Tom siempre me ha cautivado por la encantadora esperanza que depara a los niños muertos:
Las hadas se pusieron tristes porque no podían jugar con su nuevo hermanito; sin embargo, siempre hacían lo que les mandaban. Su reina se alejó flotando por el río hacia el lugar de donde había venido. Pero claro, todo esto Tom ni lo vio ni lo oyó; y quizá, si lo hubiera visto u oído, nada de esta historia habría cambiado, pues tenía tanto calor y sed, y deseaba tanto estar limpio de una vez, que se zambulló tan rápido como pudo en el arroyo frío y transparente.
Dos minutos después de entrar en el agua, se durmió profundamente y tuvo el sueño más tranquilo, alegre y apacible de toda su vida. Soñó con los prados verdes por los que había andado esa mañana, los altos olmos, las vacas durmiendo y, después de eso, ya no soñó nada de nada.
La razón por la que cayó en un sueño tan delicioso es muy simple y, sin embargo, casi nadie la ha averiguado: las hadas simplemente se lo llevaron.
Los grabados de Sambourne ilustran —como es de esperarse— diversos escenarios de la novela. Vemos, por ejemplo, a un Tom completamente ennegrecido por el hollín, cavilando quién sabe qué sueños en la parte alta de una chimenea. O bien lo vemos caminando detrás del severo señor Grimes, quien avanza montado en su burro, presto para pegarle a nuestro héroe. Vemos también un hombre noble, presumiblemente Sir John, acompañado de sus perros mientras sostiene un rifle de caza. Vemos un niño del agua, hundiéndose entre los peces como Alicia que cae en el agujero de gusano. Y hay uno en particular que, más allá de su encanto, recupero por su parecido con el mural del Hospital Civil: en éste, un grupo de niños juega a la ronda con un hatajo de ranas. Todos los niños aparentan ser menores de cinco años: la lengua de Kingsley los designa como toddlers: aquéllos que aún se tambalean al caminar. El peculiar conjunto tiene una dinámica particular. Sambourne ha logrado eternizar la frescura del juego, la felicidad de los niños y de los anfibios en un tierno simulacro de gimnopedia silvestre.
Este dibujo particular esconde todavía otra resonancia que, por su lejanía temporal y espacial, me parece casi prodigiosa. Aquel juego infantil entre animales y humanos recuerda al 鳥獣人物戯画絵巻 [Chōjū-jinbutsu-giga emaki, “Caricaturas de animales antropomorfos”], ilustración del siglo xiii que muestra a un grupo de monos, ranas y conejos en situaciones de la vida cotidiana en algún punto del periodo Heian [794-1185], y que ha sido considerada como el “primer manga de Japón”. La comparación quizás pueda resultar ingenua, pero no deja de esconder cierta belleza. Los rollos en verdad se asemejan al manga moderno: vemos a los animales enfrascados en una lucha de sumo, protegiéndose de la lluvia, o persiguiéndose en una travesura que nunca termina. En el viejo emaki no hay niños, pero no es necesario: la atmósfera del juego expresa la misma inocencia que tiene el grabado de Sambourne. Es difícil saber si el cartonista inglés llegó a conocer el emaki antes de producir sus propias ilustraciones. Es posible que sí, pero no es importante: lo que resalta es la actitud festiva que permite imaginar una vida feliz para los niños ahogados, un espacio especial en la eternidad donde el juego sea la única realidad posible.
(El estudio Ghibli, por cierto, animó el Chōjū-jinbutsu-giga emaki para un comercial en marzo de 2016.)
Fue Álvaro, uno de nuestros vecinos de cuarto, quien me hizo notar los niños del agua que habitaban el hospital. “A mi hijo le gustan mucho las ranas, siempre le digo que es un mural que mandé a hacer para él”. Edén, su niño de ocho años, se aplastó la mano en un molino en su natal Teocaltiche. Lo conocí al tercer día de llegar al hospital, aquella ocasión en que Naím se fue corriendo a su cuarto para regresarle un juguete. El niño, aunque adolorido, estiró su mano sana por debajo de la camilla y acarició la cabeza de mi hijo. Aquel contacto ha quedado grabado en mi memoria, como grabada está la sonrisa de Edén, idéntica a la del jinete de anfibios que adorna la pared del pasillo. A veces, cuando empieza a oscurecer, el frío alcanza la extremidad y le provoca un dolor intenso que lo hace llorar. El llanto de Edén se arrastra como un animalito hasta el cuarto de Naím, quien alza la cabeza y reconoce la voz de su amigo.
—Papi, ‘Den ta llorando.
En la noche de los hospitales pediátricos, el llanto y la risa son dos espejos que abarcan toda la realidad soportable. Puestos frente a frente, multiplican hasta el infinito los rostros afligidos de los padres, y el aura de los niños que todos los días ingresan y, en el mejor de los casos, son dados de alta en un desfile triunfal que todos —pacientes, enfermeros, médicos— aplaudimos sin el más mínimo atisbo de envidia. Un niño no debería estar ahí. Un niño no debería conocer tan pronto la posibilidad de la muerte. Y, sin embargo, sabemos que hay tantos que no saldrán vivos del piso de pediatría. Los doctores han dicho que Edén tuvo mucha suerte: algunos pacientes en accidentes similares perdieron mucho más que una mano.
Algunos lo han perdido todo.
El 11 de mayo de 1935, Walt Disney presentó su propia versión de Los niños del agua de la mano del director Wilfred Jackson —famoso por su participación en películas como Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan, La dama y el vagabundo, entre otras—. La producción, basada en los grabados de Sambourne, muestra también el carácter lúdico de la novela de Kingsley. En la versión de Disney, un grupo de bebés desnudos aparece en un estanque gigantesco, donde duermen cubiertos por capullos que los arrullan durante la noche. Con el amanecer, estos niños —todos son caucásicos, cosa común en las producciones de Disney de la época— se arrojan al agua y comienzan un ritual de juegos que maravilla por su inocencia, por la certeza de que en aquel paisaje paradisiaco ninguno de ellos conocerá el dolor. Van sonrientes, desnudos, montados en cisnes, en ranas, en tortugas y hasta en libélulas. Bailan con las ranas, torean a un sapo bravo, corretean a las lagartijas y juegan alrededor de flores tan grandes como ellos mismos. El espectáculo termina con la caída de la noche, cuando al son de las trompetas los niños vuelven a sus capullos, envueltos para siempre en sus sueños de agua.
Disney acierta en concentrarse en aquellos aspectos que, en la obra de Kingsley, resultan reconfortantes. ¿Qué otra cosa podría gustarnos más que un jardín edénico donde no existe el dolor para los bebés espirituales? A veces, cuando la realidad logra aplastarme, reproduzco el episodio y me permito imaginar que entre esos niños está Tristán, jugando con las abejas, o volando en la cola de un mirlo hacia un cielo para siempre azul. Y por un instante mi hijo muerto aparece frente a mis ojos. Y lo siento cercano. Y feliz. Y vivo. Al ver el episodio de Disney, que formaba parte de las “Silly Symphonies”, puedo participar también de la maravilla que producía en Kingsley la naturaleza, y que llevaría a Lafcadio Hearn a afirmar que ella “le hablaba a Kingsley mediante el susurro de las hojas, el murmullo de los cauces, el zumbido de las abejas; incluso en los rayos de sol sobre las rocas veía él un mensaje”.
Kingsley, quien fuera un hombre interesado en el naturalismo y otras ciencias —como ocurrió con muchos hombres de fe, como Mendel—, fue además uno de los primeros defensores de la teoría de la evolución de su amigo Charles Darwin. En una carta, fechada el 18 de noviembre de 1859, Kingsley le dice al autor de El origen de las especies: “Soy tan pobre de entendimiento, que temo no ser capaz ahora de leer tu libro como debería. Todo lo que he visto en él me asombra; tanto el cúmulo de hechos y el prestigio de tu nombre, como también la clara intuición de que, si tienes razón, debo renunciar a mucho de lo que he creído y escrito”.
En otro punto de su carta, Kingsley hace una declaración impactante: “Gradualmente he entendido que es tan noble concebir que Él creó formas primarias capaces de desarrollarse a sí mismas en todas las formas necesarias pro tempore y pro loco, como creer que Él requirió un nuevo acto de intervención para suplir las lagunas que Él mismo había hecho. Me pregunto si el primero no será el pensamiento más elevado”. La reflexión de Kingsley es relevante pues fue escrita en un momento en que la discusión de la teoría evolutiva hervía en el mundo occidental: exponía —al menos como mínima posibilidad— que Dios podía haberse equivocado y que la evolución podría ser ese “nuevo acto de intervención” para permitir que las especies corrigieran los errores —humanos, o casi humanos— contenidos en su creación original. Cuánto valor debió tener Kingsley para expresar lo anterior, aunque fuera sólo en una misiva a un amigo como Darwin que, para esa fecha, había renunciado al cristianismo y se había forjado como uno de los principales símbolos del conflicto ciencia-religión de todos los tiempos.
El error divino. La posibilidad de un Dios falible que deja “lagunas” en algunas de sus creaturas. ¿En qué otra cosa se equivoca? La idea circuye con frecuencia el hospital pediátrico: ¿por qué mi hijo? ¿Por qué no el hijo de mis vecinos? ¿Por qué la brújula de la casualidad no se desvió un grado, un minuto, un segundo, para llevarse la tragedia a otra casa? Me lamento, con cierta vergüenza, mientras las agujas para los estudios de sangre penetran la piel nueva de mi niño.
Abrazado a su abuela materna, Naím ya no llora: los pequeños se acostumbran rápidamente al dolor y eso, más que un alivio, siempre me ha resultado aterrador. En cambio, me mira mientras la enfermera pincha su brazo izquierdo y mi mano acaricia su cabello y le susurro palabras de amor que se quedan revoloteando en su cabeza como colibríes ciegos. Cuando ha terminado, la mujer me indica que todo está listo para llevarlo a su estudio. Casi simultáneamente, el camillero entra en el cuarto y pide permiso para moverlo. Naím me mira con un terror legítimo. ¿Imagina o intuye que lo hemos engendrado mortal?
Me paro a su costado, tomo su mano recientemente afectada y le digo —en realidad, me lo digo a mí mismo—, que todo estará bien, que la resonancia tarda un ratito, que pronto regresará a su cuarto de hospital y le dirán que no tiene nada y podremos volver a casa donde sus abuelos han adornado su verdadero cuarto con globos y peluches del payaso Plim Plim y de los perritos Paw Patrol que por desgracia no tienen una ambulancia que cure a los niños enfermos y hasta de la Vaca Lola que tiene cabeza y tiene cola. Le digo, pero mis pies tiemblan. Le digo, pero todo mi cuerpo se ha transformado en un solo grito contra el Dios que nos convocó allí. Le digo, pero no lo sé de cierto. En aquellas palabras sólo existe el consuelo vedado de la posibilidad, porque conozco bien los pronósticos. Puede ser cáncer. Puede ser esclerosis múltiple. Puede ser toxoplasmosis. Y siempre está la posibilidad de que pueda ser algo desconocido, una suerte de padecimiento único que esperaba a mi hijo para desprenderse con todo su horror. Nada de esto se refleja en mi rostro, mientras camino detrás de la camilla que conduce a Naím, le repito que todo estará bien y acarició su cabello con la yema de los dedos. Conectados por aquella mínima caricia subimos al elevador y descendemos al sótano, donde nos espera la última resonancia de aquel terrible año.
Charles Darwin tuvo, también, una niña del agua. El 23 de abril de 1851, al mediodía, Anne Elizabeth Darwin murió a la edad de diez años en una clínica de Malvern. Su muerte no fue sorpresiva, sino que fue el resultado de una larga enfermedad de meses. Murió acompañada por su padre, quien expresaría que la muerte fue apacible. “Nuestra pobre y amada niña tuvo una vida muy corta, pero confío en que fuera feliz. Sólo Dios sabe qué miserias podrían haberle esperado en un futuro. Murió sin emitir un suspiro”. Su enfermedad había empeorado apenas un mes antes, en marzo, y esto condujo a los Darwin a tomar la resolución de enviarla a la clínica del Dr. Gully, sitio donde el propio Charles había mejorado su salud gracias a cierto “tratamiento con agua”. La salud de Annie, al principio, mejoró. Pero en pocos días se deterioró tan rápidamente que no hubo nada que hacer. Nada más que resignarse a su partida de este mundo.
En la serie de cartas que el aclamado biólogo escribió a su familia y amigos sobre la muerte de Annie, se puede sentir la esperada desolación por la pérdida de la hija amada. Pero también, y es esto lo que resalto, la certeza de que jamás se renuncia al amor por los hijos muertos. “No puedo recordar haberla visto nunca haciendo el mal”, escribió a su esposa, Emma, el 23 de abril, luego de agradecerle por un daguerrotipo de la hija. “Ella era mi hija favorita; su cordialidad, franqueza, alegría optimista y fuerte afecto la hacían más adorable”, confesó a su primo William Darwin Fox, el 29. “¡Oh, que pudiera saber ahora cuán profundamente, cuán tiernamente amamos todavía y amaremos para siempre su querida y alegre cara! Bendita sea”, se lamentó, en el memorial que hizo para su hija el último día de abril.
Durante décadas se ha asegurado que la muerte de Annie Elizabeth fue el zarpazo que separó a Charles Darwin de la religión. Lo que lo llevó a abandonar las visitas dominicales a la iglesia, y a renunciar a las prácticas de la fe de manera definitiva. A esta sucesión de eventos se le ha llegado a conocer como la “hipótesis Annie”, y ha sido tomada como una verdad axiomática en su biografía. No obstante, Gould cree reconocer que lo que se operó en el corazón de Darwin fue mucho más complejo que el mero renegar de un Dios que no entiende la misericordia —o, al menos, no como nos gustaría a los humanos—. Dice Gould: “Se afligió tan profundamente como lo haya hecho cualquier hombre, y siguió adelante. Conservó su gusto por la vida y por aprender, y se alegró en el calor y los éxitos de su familia. Perdió consuelo y creencia personales en la práctica convencional de la religión, pero no desarrolló deseo alguno de transmitir esta opinión a otros; porque comprendió la diferencia entre cuestiones objetivas con respuestas universales bajo el magisterio de la ciencia, y temas morales que cada persona debe resolver por sí misma”. La pérdida de Darwin, su conflicto con la fe, constantemente me han orillado a preguntarme: ¿puede un hombre que ha perdido todo perdonar a Dios?
El daguerrotipo de Anne Elizabeth revela que, en verdad, era una niña muy hermosa. Contemplo sus rasgos delicados, su cabello recogido en dos trenzas, su templanza y su paciencia admirables —ya he dicho lo difícil que era mantener a un niño quieto el tiempo suficiente para que el daguerrotipista recogiera su imagen mientras estaban vivos—. Y por un momento siento que algo me conecta con su padre; cierto conflicto con la fe, cierto reclamo imposible de pronunciar contra nuestro Dios que nos condujo a yacer a un costado de nuestros hijos en la cama del hospital, que nos ha dejado verlos vomitar, retorcerse ante la invasión de las agujas, o convulsionarse o perder el conocimiento, o morir, finalmente, en una mañana del 23 de abril, que es como todas las mañanas en las que se fractura el mundo.
Cuán frágil es la salud de los hijos. Cuán fácilmente la vida nos recuerda su mortalidad. Mientras veo a Josué internándose en el cuarto de la resonancia, mientras el neuropediatra me da una palmada en la espalda y me dice que todo estará bien, no puedo dejar de pensar en Annie y de decirme que no existe mayor prueba —de fe, de vida, de muerte— que la que plantea un niño enfermo. Y al tiempo que lo veo, ya inconsciente, en manos de los médicos, pienso también en mi hijo Tristán, y me digo que a falta de un Dios misericordioso quizás pueda permitirme rezarle a él, a mi hijo muerto, para que cuide de su hermano y lo cubra con su amor que desde hace años me sigue a todas partes.
Luego viene el silencio. Un par de sonidos mecánicos. Mi hijo Naím que yace a la espera de la misericordia divina. ¿Es posible amar al Dios de los niños enfermos? Me pregunto, mientras el rugido familiar de la resonancia magnética inunda todo a mi alrededor y yo junto las manos frente a mí y pienso en un futuro cuando la enfermedad de Naím haya pasado y estemos en algún bosque o playa o ciudad lejana contándonos todos los pormenores del hospital pediátrico y lloro porque llorar es la única plegaria que me queda. ¿Es posible amar al Dios de los niños enfermos? Me repito.
Y la respuesta es una rana que salta hacia algún paraíso de agua.