El arte de lo simultáneo: hacia una ecología de la armonía
Vemos que la metamorfosis funciona a la inversa: Gregorio parece casi “normal”, son sus padres quienes están increíblemente retorcidos. Creyeron que ellos eran libres y él estaba atrapado en su cuerpo mutante, pero lo contrario es el caso.
Bruno Latour, 2021.
1. Harmonía
Rebajada a consonancia y despojada de sus disonancias, la armonía devino una noción plana que acredita idealizaciones desacreditando desafíos. Pero esto no fue siempre así. Para los griegos, Harmonía era hija de Ares y Afrodita, lo que significa que velaba por el buen arreglo tanto en la cama como en el campo de batalla. Harmonía se entendía por su opuesto, el Descontento, personificado por su hermana Eris (Discordia para los romanos), cuya manzana dorada perdió Troya. Se trataba, entonces, de una diosa que resolvía conflictos y fomentaba encuentros; entiéndase bien, no pretendía desaparecer las rivalidades, lo que intentaba era volverlas fructíferas. Harmonía era el numen concreto para presidir de hecho las relaciones presentes, fueron escritores helénicos y romanos tardíos quienes la abstrajeron como representante inmaterial de un orden último. Así, a lo largo de nuestra era, la armonía dejó de ser una forma de organizar nuestras acciones para volverse una forma de justificarlas. Apelar a jerarquías raciales, invocar la mano invisible del mercado, confiarse a misterios inescrutables, son solo algunas consecuencias de esta prestidigitación. Pasamos de buscar la unidad en la variedad a presuponerla. No debería resultar difícil apreciar lo grave de esto, algo muere cuando se abandona el requerido ajuste de los parámetros en juego en favor de un supuesto orden que los precede.
Harmonía fue el fruto de un amasiato. Es claro lo que esto significa, de no haber conflicto la armonía no existiría. La armonía es el camino para evitar los conflictos innecesarios y resolver los necesarios, no para fingir su inexistencia. Pero esto no es lo único que la restauración de este concepto puede enseñarnos. Harmonía era la única entre todos los dioses que podía distinguir entre sus hermanos, los gemelos idénticos Phobos y Deimos. (Si bien las palabras que más usamos para expresar “miedo” –temor, terror, horror, pavor, pánico– son latinas, “fobia” es un término que ha anidado profusamente en nuestro lenguaje. Aunque Deimos está perdido, no cabe duda que seguimos entendiendo el miedo como dualidad: temblor y parálisis, fuga y defensa, ataque y escondite. Que esas dos caras sean además indistinguibles, es el siniestro sello de la fantasía griega.) El mito se explica solo: puesto que por miedo bajamos la mirada, nadie ha visto con detenimiento la faz del miedo. Para terminar de conocer el miedo hay que lograr sostenerle la mirada y eso es lo que logra Harmonía. Al ser la exaltación del encuentro, la armonía hace florecer todos los miedos, todo salvo uno, que desaparece: el miedo al miedo.
II. Armonía musical
Una armonía que espera fuera de escena es tanto absurda como obscena. El mundo es lo que acaece, no hay tiempo ni espacio para una armonía que aguarda tras el telón. Hablar de una armonía debajo del tablado es ruido, y en ruido trastorna los armónicos. En breve, ni afuera ni atrás o debajo, la armonía es entre. De igual manera no espera ni reposa, la armonía nace o se construye. La armonía acompaña y el tin tintinnabulum es su imagen precisa.
La polifonía surgió como el abanico que despliega una multiplicidad de voces. Mientras el contrapunto describe la relación sucesiva entre los sonidos, la armonía registra el entramado simultáneo que forman. Sí, la armonía es un arte vertical, pero su verticalidad no es la de la jerarquía, sino la del contraste y la diferencia, un generador de narrativas. En tanto mallera o tejedora, la armonía no es tan distinta de la atmósfera y sus tramas de calma y tormenta. En todo caso, armonía da nombre a un proceso y su forma es la del laberinto, los ciclos, la metamorfosis o el reencuentro. No debemos, pues, pensar a la armonía como la ausencia de conflicto sino, más bien, como su exposición y desarrollo. En otras palabras, la armonía no evade las tensiones, busca resolverlas. Abandonemos ya la imagen azucarada de una envolvente que nos trasciende y centrémonos en el entramado material y emocional que forman nuestras relaciones. Según nos enseñan la música y la mitología, sabe de armonía quien lidia con sus demonios.
III. La armonía de las esferas
Más que convencer, la idea de un universo armónico hechiza. Milenios atrás, los pitagóricos intentaron embriagar nuestros oídos con la música de las esferas. Una música que, no obstante, no se podía oír. El esquema cósmico que ilustraba la armonía según los Neoplatónicos tampoco se podía ver. Siglos después, los fundadores del pensamiento moderno se limitaron a suponer que la armonía debía revestir al mundo tal como las matemáticas recubrían a las ciencias. Por supuesto, semejante canto de sirenas no podía resultar inerme y las cacofonías conceptuales reventaron. Despojada de su herramental y personalidad, en la nueva armonía no quedó nada de la antigua diosa. Sí, las loas a lo invisible fungieron como apología, la música muda también ensordece.
La armonía dejó de ser una herramienta concreta para resolver los asuntos humanos y devino una noción etérea y acomodaticia. Ello no le impidió encarnarse de lleno en las orquestas, como tampoco los encumbrados paisajes sinfónicos impidieron que al cambio de siglo la armonía fuera declarada muerta. Aunque los latidos armónicos, minimales o no, que recorrieron todo el siglo XX mostraron su viveza, lo cierto fue que como noción extra-musical la armonía agonizaba. A la entrada del siglo XXI la armonía sigue siendo tan pobre que para sobrevivir pinta estereotipos por encargo: la pureza del buen salvaje, el idilio del paraíso perdido, la bondad intrínseca de la naturaleza virgen. También se alquila en la utopía y en la salvación tecnológica que la ingenuidad del optimismo tecnológico articula. Mera empleada de las marcas de lujo, no es inusual verla invocada como remedio cosmético para legitimar modelos de desarrollo que no son sustentables –el modus operandi que permite a la industria ondear en sus banderas las especies que desplaza y a los grupos humanos que explota.
IV. La armonía de la naturaleza
Del mundo de la armonía a la armonía del mundo hay un trecho ético no menos que estético. Según la teología cristiana lo divino era moral, lo humano intentaba serlo y la naturaleza era llanamente inmoral; los prefijos que el proceso de secularización habría de minar. Y sí, durante la ilustración la naturaleza fue amoral, pero ello no duró. Un juego de espejos más tarde, la naturaleza no solo ya era moral, incluso contenía todos los valores. El paisaje romántico había colocado a la naturaleza como el modelo moral al que debíamos someternos. Schelling lo advirtió claramente: “aquel a quien la Naturaleza se le aparece como algo muerto, jamás podrá alcanzar aquel profundo proceso, semejante al químico, gracias al cual, como acrisolado en el fuego, nace el oro puro de la belleza y la verdad”.
Fue Henry David Thoreau quien integró la visión romántica a la denuncia de la temprana vida industrial bajo el capitalismo americano que devoraba la vida rural y los espacios forestales. En otras palabras, Thoreau no se habría exiliado a las orillas del Lago Walden si el monstruo urbano-industrial nunca se hubiera despertado. Según Thoreau, la naturaleza también representaba un modelo moral al que debíamos acudir, pero no para desarrollarnos, sino para recuperar lo que el deseo de progreso nos había arrebatado como humanos. Al pregonar que “Todo lo bueno es libre y salvaje”, Thoreau insinuaba la creación de un nuevo norte al que la brújula social debía apuntar, pues el norte del progreso ya aparecía como un futuro insostenible. Para los pensadores del contrato social, el estado natural era siempre anterior, un momento pre-político que contenía el salvajismo y la barbarie como los atributos a que la sociedad organizada en un Estado leviatánico habría de remendar. En contraste, para Thoreau el estado natural era un momento post-político, un retorno a lo salvaje para deshacerse de la opresión y renovarse vitalmente. En una palabra, los contractualistas hablaron del salvaje que no conocía la ropa, Thoreau del que se desnuda ante el mundo. Para estos ojos, el proceso de invención de la vida moderna urbana, siempre inacabable, había vuelto imperativa la necesidad de encontrarse con espacios naturales, siempre positivos y acabados. Lo cierto es que los bosques fueron refugio de una burguesía citadina que ignoraba, a propósito, o despreocupadamente, los asentamientos milenarios y su multiplicidad de habitantes humanos y no-humanos. Una vez más, con el deseo como proyector y la naturaleza como pantalla, se proyectaba lo inalcanzable.
V. Conclusiones
La armonía cubre hoy un rubro de mercado con su narrativa suavizada. Más que ridículo, es grave. El punto es simple, si la armonía se da por hecho podemos darla por perdida, si por el contrario, empezamos a buscarla quizá la logremos encontrar. Un curioso detalle del mito insiste en ello. El regalo que Hefesto dio a Harmonía (hija bastarda de su infiel esposa) en su boda fue un collar maldito que perdía a quien la portara. El mito termina con Harmonía convertida en dragón, su descendencia borrada de la faz de la tierra y el collar extraviado entre nosotros.
La conclusión es inequívoca: pretender que en el cosmos reina la armonía, afirmar que un mosaico infinitamente sutil mantiene en quicio al mundo, anticipar la existencia de un orden preestablecido sea inteligible o intuitivo, no es solo fraguar una entelequia, es caer en el autoconsuelo de quien no soporta el desorden, un exceso antropocéntrico que Spinoza, no sin genio, ya había denunciado. La unidad en la variedad no está dada, necesita ser creada. Debemos restaurar la armonía en sus líneas primarias, una forma de orden que no yace a la espera ni reposa detrás de los procesos, sino que los construye y acompaña. Contrario a lo que alguna vez se nos quiso imponer, la armonía es una inmersión en lo simultáneo, no en lo intrínsecamente positivo.