Tierra Adentro

Titulo: El Gran Hotel Budapest

Autor: Wes Anderson

Editorial: American Empirical Pictures/ Indian Paintbrush/ Studio Babelsberg

Lugar y Año: Alemania/Reino Unido, 2013

Acaso el aspecto más atractivo de las ruinas es su invitación a la fantasía. Para el visitante sin conocimientos arqueológicos o culturales suficientes, el conocimiento es un engaño arrogante que limita la imaginación. Nadie sabe cómo fue la vida en los edificios perdidos y agrietados pero podemos suponerla. En cambio, el ignorante posee, al igual que el nostálgico, la oportunidad de imaginarlos. Recordar, como lo vemos en El Gran Hotel Budapest (Dir. Wes Anderson, 2013), es un intento por vislumbrar el pasado, siempre inefectivo y viciado. El romance de los días ausentes, incapaces de defenderse de la acusación de ser mejores o peores que la modernidad, nos brinda el regalo de la imprecisión, de la exageración. Desde el comienzo del filme, el país inexistente Zubrowka es descrito como “alguna vez el asiento de un imperio”, y después se nos avisa: El Gran Hotel Budapest es una invocación de una época maravillosa que, como Zubrowka, nunca existió.

En los restos de lo que fue un palacio de placeres y asombro, un autor muy similar a Stefan Zweig (Jude Law), cuyas historias inspiran la cinta, conoce al dueño del Gran Hotel Budapest, Zero Mustafa (F. Murray Abraham). Cuando conversan por primera vez, Mustafa dice que “los tiempos han cambiado” y que ama “esta encantadora y vieja ruina”. Al igual que su mentor, el conserje Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), es un anacrónico retrato del pasado. En las personalidades de ambos se observa una adoración a la cultura burguesa decimonónica, cuyos modales y reglas de sociedad son llevados a un brutal siglo XX. El amor de Gustave por mujeres mayores es un eco de esta vocación nostálgica. Hacer el amor con ancianas no es un fetiche muy común, pero en Gustave es una posibilidad de penetrar en el tiempo.

La superficialidad aristocrática de Gustave, entre su amor por la poesía romántica y la loción que lo anuncia desde lejos, evocan una sensación de fin de siècle. Él mismo lo resume cuando describe una guerra próxima como el “principio del final del final del principio”. Esta misma sensibilidad explota cuando, tras ser detenidos en una frontera, Gustave le explica a su discípulo, el joven Zero (Tony Revolori), que “hay aún débiles destellos de civilización en este matadero barbárico que alguna vez fue conocido como humanidad”. En su diatriba, Gustave está a punto de reconocer la superficialidad de su labor como conserje del Gran Hotel Budapest, pero aceptarlo sería reconocer su propia irrelevancia en un mundo nuevo.

Anderson expresa la necesidad por el sueño de confort que nos regala el servicio de un hotel como un artificio esencial para gozar la existencia. Mustafa es similar, pero no como lo supone el autor cuando le pregunta si mantiene el hotel por Gustave. El viejo le responde que lo hace por su esposa; el mundo de Gustave ya se había desvanecido incluso antes que él, pero supo mantener la ilusión.

Anderson logra captar este rechazo del presente con su forma, basada en la expresión de la vida como una aventura pueril y caricaturesca. Aunque El Gran Hotel Budapest no es su examen de personaje más profundo (como lo han sido Los excéntricos Tenenbaum, La vida acuática con Steve Zissou o incluso El fantástico Sr. Zorro), sí es una exposición brillante de su estilo. Además, los continuos guiños a Stanley Kubrick en zoom ins aprendidos en El resplandor y Ojos bien cerrados subrayan la artificialidad de esta obra.

La inexistencia de todas las referencias culturales en la cinta, desde la geografía y la línea de tiempo, hasta los poemas que recitan los personajes —evocadores de Browning y Wordsworth—, al igual que el mcguffin de la anécdota, la pintura Niño con una manzana, afianzan la noción posmoderna de que todo lo narrado es una distorsión: aquí, una niña lee a un viejo autor (Tom Wilkinson), quien narra la historia de Mustafa, a su vez contada visualmente por Anderson.

Sin embargo, aunque el marco es brillante y el estilo de Anderson logre transmitir la desconfianza hacia la realidad de la ficción, la historia de cómo Zero y Gustave terminan apropiándose del hotel no aporta mucho a la dialéctica interna. Anderson castiga la significación de la que pudo ser su más grande cinta. El Gran Hotel Budapest es, al final, el punto más alto de su poética y un inteligente ejercicio fantástico donde la realidad no depende de la perspectiva, pero su evocación sí. Recordar, nos explica Anderson, es discriminar, imaginar.

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