Edith Stein: filósofa, mística y santa
Edith Stein pertenece a la estirpe de santas cuyos méritos —si cabe hablar de ellos, que la santidad es gracia, no merecimiento— trascienden las categorías de la virginidad y la sumisión con que suele nimbarse a las piadosas mujeres de la Iglesia católica. Cierto que entra en el coro de los mártires, pero destaca sobre todo por su vitalidad intelectual, más cerca de otras santas como Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena y Teresa de Jesús, esta última influencia decisiva en su formación personal y su desarrollo místico.
Nació el 12 de octubre de 1891, hija de una observante familia judía alemana. Huérfana de padre antes de cumplir dos años, sobresalió desde pequeña en los estudios, si bien los abandonó cuando puberta por no encontrar en ellos el sentido de la vida. Poco le duró esta faceta, retomó los estudios de bachillerato a tiempo para matricularse en la Universidad de Breslau, su tierra natal, donde estudió germanística, historia, filosofía y psicología. Atraída por la novedad que suponía la propuesta fenomenológica de Edmund Husserl (1859-1938), en 1913 se movió a la Universidad de Gottinga con el objetivo de estudiar con él. Es ahí donde entabla comunicación con otras dos grandes figuras de la filosofía del siglo XX, Max Scheler (1874-1928) y Alexandre Koyré (1892-1964); pocos años después, en Friburgo, el mismo Husserl la presentaría con Martin Heidegger (1889-1976).
El estallido de la Primera Guerra Mundial trunca momentáneamente los estudios de Edith Stein, quien se alistó como voluntaria de la Cruz Roja en 1915, pocos meses después de aprobar el examen de Estado para la habilitación como maestra en historia, filosofía y germanística. Al año siguiente se convierte en asistente de Husserl, su tutor de tesis, y, obtenida la máxima mención honorífica (summa cum laude), la Universidad de Friburgo le otorga el grado de doctora en filosofía.
De la crisis pasajera de su juventud le quedó a Stein la pregunta cada vez más apremiante sobre el sentido de la vida, y en un contexto cultural e intelectual tan reducido de miras —y de explicaciones y alcances— como lo fue el positivista, la fenomenología de Husserl la atrajo profundamente:
Las Investigaciones lógicas habían impresionado, sobre todo, porque eran un abandono radical del idealismo crítico kantiano y del idealismo de cuño neokantiano. Se consideraba la obra como una “nueva escolástica” debido a que, apartándose de la mirada filosófica del sujeto, se dirigía ahora al objeto; el conocimiento parecía ser de nuevo un recibir, que obtiene su norma de las cosas, y no —como en el criticismo— un determinar, que impone su norma a la cosas. Todos los jóvenes fenomenólogos eran decididos realistas (Historia de una familia judía, 647).
No queda muy claro cuál fue el detonante de la conversión de Edith Stein al catolicismo. Quizá fue su irresuelta pregunta por el sentido de la vida, quizá sus críticas al reduccionismo positivista que ya para entonces sumaba no pocos oponentes; quizá, finalmente, una experiencia cercana a la muerte, la de su mejor amigo, Adolf Reinach, en 1917. Quizá fue la conjunción de todas estas razones. El hecho es que, desde entonces, tomó cierto interés por la filosofía de la religión, motivado además por discusiones al respecto con Husserl y Heidegger en el verano de 1918. El armisticio de noviembre la orilló a abordar una serie de investigaciones sobre la naturaleza del Estado y a apoyar activamente el movimiento sufragista. A principios de 1919, Husserl le firma el certificado de idoneidad como catedrática, pero se le niega cualquier puesto universitario por su condición de mujer. De ahí que, establecida la República de Weimar, participase activamente en campañas para garantizar la igualdad de género, que lograron la conquista del derecho al voto de la mujer.
A principios de 1920, cuando se consolidaba en ella la convicción de convertirse al cristianismo, terminó su obra de filosofía política más importante, Una investigación sobre el Estado. En ella, mediante una metodología claramente fenomenológica, dialoga con teóricos del Estado para descubrir su naturaleza, los alcances de su dominio y su soberanía, y sus relaciones con la cultura y la religión. De estos elementos, identifica la soberanía como constitutiva del Estado: sin ella sólo cabría hablar de entidades sociales. Y así como el Estado presupone su soberanía para ser tal, cualquier comunidad humana presupone cierta autonomía cultural que sirve como argamasa de individuos e instituciones. Stein arguye que la autonomía cultural acompaña siempre a la soberanía, y se refiere a la cultura como “todo cosmos de bienes espirituales unitario y deslindado de cara afuera”. Llama la atención el adjetivo que emplea, “espirituales”, para hablar de los bienes culturales. En esto Stein parece seguir la tradición de los teóricos del Volk, comenzando por Herder, cuya corrupción dio pie al surgimiento del nacionalsocialismo.
Luego de debatirse entre la conversión al cristianismo romano o protestante, es la lectura de las obras de santa Teresa de Jesús la que le hace decantarse por el primero. Se bautiza y se confirma a principios de 1922, y comienza a dar clases de alemán e historia en un instituto de dominicas en Espira, al mismo tiempo que afinaba detalles de su libro sobre el Estado y de unas traducciones al alemán de santo Tomás de Aquino y san John Henry Newman. Cuando su valía académica se impuso sobre los prejuicios misóginos de su época, enfrentó a los racistas. Le ofrecieron el puesto de profesora en el Instituto de Pedagogía Científica de Münster en 1932, pero a los pocos meses, con el triunfo de Hitler, se prohibió a cualquier persona judía desempeñar oficios públicos. Le propusieron entonces mudarse a Estados Unidos con un puesto académico, pero lo rechazó. De alguna manera quería ser fiel a sus convicciones políticas, que propugnaban una soberanía del Estado que garantizase las libertades individuales, y también a sus convicciones éticas y aun religiosas. Como judía y católica juzgó inmoral abandonar a los suyos, tanto en la sangre como en la fe. Fue entonces que su vida dio un giro extraordinario: solicitó la admisión al Carmelo descalzo, donde profesó como Teresa Benedicta de la Cruz en 1934.
El clima político y social del Tercer Reich escalaba en violencia antisemita, por lo que las autoridades de la Orden decidieron trasladar a Stein a un convento holandés. Desde ahí se comunicó con el papa Pío XII para solicitar su intervención contra las crueldades infligidas al pueblo judío, pero como respuesta sólo recibió una bendición. Esta noche oscura del alma, como llamó el carmelita Juan de la Cruz a los periodos de sequedad espiritual, llevó a Stein al desarrollo de una suerte de mística fenomenológica, una comprensión del yo que, al reflexionar sobre sí, se encuentra con lo más íntimo de la divinidad en la conciencia: “El alma humana, en cuanto espíritu e imagen del Espíritu de Dios, tiene la misión de aprehender todas las cosas creadas conociéndolas y amándolas y así comprender la propia vocación y obrar en consecuencia. […] Entrar en uno mismo significa acercarse gradualmente a Dios” (El castillo interior, 62-63).
Holanda cayó bajo los nazis en 1940. Tuvieron que pasar dos años hasta que los obispos holandeses se decidieran a denunciar públicamente, en un comunicado enviado a todas las iglesias, la deportación de judíos a campos de concentración. En respuesta, Hitler ordenó la exclaustración de todos los religiosos de origen judío; entre los miles despachados a campos de concentración en Alemania y Polonia se encontraba Edith Stein y su hermana, Rosa, entonces también conversa al catolicismo y carmelita. Ambas murieron en las cámaras de gas de Auschwitz el 9 de agosto de 1942.