Tierra Adentro
Portada de "Dysphoria mundi", de Paul B. Preciado. Editorial Anagrama, 2022.
Portada de “Dysphoria mundi”, de Paul B. Preciado. Editorial Anagrama, 2022.

Hay inicios —muy pocos inicios—, comienzos y recomienzos, otros comienzos y puntos de partida que son reinicios, que trazan el arco de la trama, la intención y la conciencia, y anuncian el desenlace, que es otro comienzo, un libro. Aquí comienzo y también pienso el comienzo. Preciso, parto del mismo comienzo. Destrozo la diferencia entre el pensamiento crítico y el creativo. El primer paso al que algo le sigue. Una apuesta y un salto al vacío, un tiro de dados.

No es el inicio, pero es el comienzo:

“No vemos ni entendemos el mundo, lo percibimos destrozándolo a través de las estrechas categorías que nos habitan”.

No es la palabra que es el comienzo (aunque no la primera página) de Dysphoria mundi, de Paul Preciado. Irrumpe, desde el inicio, una negación; ausencia de; lo que no cesa de no escribirse. No es contestatario. Indomable. La hormiga de dos letras que se salió de la fila. Una postura consciente contra lo establecido, lo que ha naturalizado y normalizado el discurso, a través de las tecnologías de poder. Preciado define esa narrativa con un neologismo que fusiona varias formas de opresión, destrucción, normalización: capitalismo petrosexoracial.

Pero también esta narrativa significa la apertura de una posibilidad que parte de la negación, una vez establecida; que ya no habla de “quiénes somos” sino de “en qué vamos a convertirnos”. Un nuevo sendero, que abren los azadones, los machetes del no.

No es un proyectil que abre un tiempo fuera de quicio, out of joint, el cual articula un tiempo en un inicio. “Detiene un momento y experimenta la extrañeza de lo que sucede cuando lees”. Es extraño, es ominoso. El momento en que un revolucionario, tú, le disparas a un reloj para detener el tiempo, para comenzar (a leer) un libro.

Dice Preciado que decía Deleuze “que pensar es siempre comenzar a pensar y que no hay nada más complejo que encontrar las condiciones que posibilitan la emergencia del pensamiento”. El pensamiento que emerge pero que es también una emergencia, pensamiento urgente que nos escupe en la cara la flema de su no.

Sigue lo que el no niega: vemos. Y otra negación, ni (doble negación de un segundo verbo) que clausura la apertura de entendemos. Los dos verbos, modo indicativo, conjugados en presente, primera persona plural, que incluyen en el mismo conjunto tanto a quien escribe como a quienes leen, a nosotros, a quienes nos sintamos interpelados.

Ver pasivamente es percibir con el sentido de la vista. Usar lentes u ojos como lentes. Pero ver es también reconocer y comprender, conjeturar a partir de indicios. Lo que no quiere decir mirar, que requiere atención voluntaria, deliberada.

La semilla del ver se planta en el surco de la sensibilidad, de lo estético-intuitivo. Y la estética, dice Preciado, es “un mundo sensorial compartido, pero también una conciencia subjetiva capaz de descodificarlo y entenderlo”. No vemos = no compartimos el mundo sensorial ni poseemos esa conciencia subjetiva.

Decía Deleuze que dijo Foucault (el pensador del que parte Paul Preciado, a través de cuya arqueología desentierra lo que ve): Ver es la condición de todo comportamiento de una época. El arqueólogo busca las condiciones de la formación histórica. Un régimen de ver, de visibilidad; las condiciones propias de cada época que vuelven posible ver: “Toda formación histórica ve todo lo que es capaz de ver, ve todo lo que puede ver”.

Preciado es un arqueólogo del capitalismo petrosexoracial, de lo que es capaz de ver. Y de lo que niega. Época en donde la miopía, el astigmatismo o la plena ceguera, no nos dejan ver. No vemos. No vemos, una afirmación. Lo que vemos, lo que nos mira.

Entender, también en la misma línea de ver, forma parte de la experiencia afectiva, es percibir el significado, reconocer el sentido. Que no debe confundirse con comprender, integrar el entendimiento, interiorizarlo, tomar consciencia de ello.

La semilla del entender se cultiva en el surco lógico-discursivo. En una “naturaleza” que la “ficción estética romántica” construyó para la modernidad europea, resultado de un “proceso de tecnificación y de empaquetamiento”. Esta naturaleza —bien empaquetada, coloreada, con un catchy slogan, comercializable— naturaliza. 100 % natural. 100 % orgánica. Y “la estética dominante naturaliza el complejo acto de percibir”. Ver y entender, naturalizados, bien empaquetados en una envoltura plastificada reciclable, para que no veamos ni entendamos.

No entender: nuestra incapacidad. Somos incapaces de ver, no por la ceguera, sino porque no existen las condiciones que nos permitirían ver. La conciencia subjetiva que nos permitiría descodificar el ver que no vemos. El optometrista se fue de vacaciones permanentemente.

Lo que no vemos ni entendemos es el mundo.

El título del libro, Dysphoria mundi. El mundo que nos presenta Paul Preciado, en 2022, pero atravesando el mundo de la pandemia, muy 2020. Un mundo del que ya estamos cansados. Cientos de páginas en este libro de un mundo del que rehúyo, que no me interesa volver a vivir. Mundo del hartazgo, del virus y sus metáforas desgastadas en apenas tres años.

Confesión: me pasé por el arco del triunfo las páginas que hablan del coronavirus, me las brinqué. Brinca la tablita, yo ya la brinqué, bríncala de nuevo… ¡YO YA ME CANSÉ!

Un mundo que ha sido construido y sigue en obra negra.

El mundo puede significar muchísimas cosas. Su antónimo, inmundo, nos lleva de la mano a la raíz etimológica de mundo: limpio, ordenado. Este orden, por supuesto, no es algo, diría Michel Foucault, natural. Es resultado de formaciones discursivas, de una cierta episteme o forma de ordenar los saberes, que eventualmente llegó a ser el equivalente del griego cosmos, el universo ordenado. Y la traslación del mundo cósmico al planeta tierra y a sus habitantes no sucede sino hasta la época imperial. El mundo se vuelve un dominable, domeñable, continente de territorios imaginarios y de humanos sin humanidad, todos prestos para esclavizar.

El filósofo de mis afectos, Alain Badiou, le llama mundo a un “conjunto ontológicamente clausurado”. Es también “el lugar en el que aparecen los objetos”, designa “una de las lógicas del aparecer”. Por eso en Lógica de los mundos, la palabra es plural y no singular, como aquí propone Paul Preciado. Y me gusta más pensarlo así, mundos como sus múltiples lógicas del aparecer.

El mundo, mundi, el mundo disfórico que no somos todavía capaces de ver ni de entender, pero que describe una “condición planetaria epistémico-política contemporánea”: “disforia generalizada”.

Dysphoria, dice el autor,

surge de la hibridación del prefijo griego dys, que retira, niega o indica dificultad, y el adjetivo phoros, derivado del verbo pherein, que significa llevar, acarrear, soportar, trasladar —encontramos el mismo verbo en la palabra metáfora—. Pero mientras que la metáfora transporta algo (la significación, el sentido, una imagen) de un lugar a otro, a la disforia le cuesta transportar: lo lleva mal. Próxima al lenguaje de la física de los materiales, la noción de dysphoria señala un problema de carga, una dificultad de resistencia, la imposibilidad de sujetar el peso y transportarlo. Por analogía, para la psiquiatría, la disforia indica un trastorno del ánimo que hace que la vida cotidiana se vuelva inllevable.

El mundo disfórico o la disforia mundial, la mundanización de la inadecuación política y estética. Palabrotas para decir que el mundo es inestable, impredecible, inllevable. Para la psiquiatría, para el DSM 5 (la Biblia de mis colegas psicólogos, psiquiatras y de la avaricia de los seguros médicos), habría que tratar al mundo con antidepresivos y antipsicóticos. A ver si mejora con su farmacoquímica sin fundamentos de efectividad, que nos mantiene bajo sedación.

Pero dysphoria mundi le da una puñalada con un desatornillador a las entrañas de los “trastornos mentales”. No señala una enfermedad individual, sino “el efecto de un desfase, una brecha, una falla, entre dos regímenes epistemológicos”. Por eso hablamos de mundo. Por eso la primera persona es plural, no singular, hablamos nosotros, nosotros, los habitantes del mundo. Al igual que el mundo mismo, somos disfóricos.

Ya la percepción es parte del ver y del entender. Desnuda, lo que [nosotros] percibimos(del mundo). Lo, pronombre de objeto directo que acompaña, amnésico y olvidadizo de su sustantivo, al percibimos.

Vamos de la mano de la disforia múltiple, que nos atañe a todos, que nos incluye en su conjunto. Revolucionaria, se abre una posibilidad. Otro modo de percibir. La “posibilidad de postular la hipótesis revolución”, que depende de “nuestra capacidad colectiva de inventar una nueva gramática, un nuevo lenguaje para entender la mutación social, la transformación de la sensibilidad y la conciencia que está teniendo lugar”. Dice Preciado con Spinoza y Deleuze, “producir otros preceptos, otros afectos y otro deseo. Percibir, sentir y nombrar de otro modo. Conocer de otro modo. Amar de otro modo”. ¿Cuál será ese otro modo?

El destrozar, verbo, incluye al mundo en forma de pronombre, lo que nosotros des-trozamos: destrozándolo.

Destrozar se forja antes de que significara deshacer algo en pedazos por su relación con el todo, el trozo. Si es que hubiera un trozo (un mundo) que romper, desmadejar, despojar.

El verbo destrozar, del catalán troç, de un verbo agrícola que significa desmochar, despojar a una viña o a un árbol de sus tradŭces, brotes o vástagos.

Era también hacer pedazos. Aniquilar a un enemigo. Trucis: saña y crueldad, de la raíz de caedĕre (cortar, herir, matar). Masacrar o aniquilar con saña. Degollar, específicamente.

Entonces, claramente, la violencia de destrozar. Es lo que una y otra vez repite Paul Preciado: “violencia inherente”, “violencia sexual doméstica”, “violencia racial, sexual, de género y la destrucción de la biosfera”, “violencia extractivista”, “violencia policial bruta”, “violencia médico-legal”, “violencia del trauma”, “violencia heteropatriarcal”, “violencia sistemática”. Tipos de violencia que describen el destrozar del mundo que quiere degollar, aniquilar a su enemigo.

Pero también, mucho más zen, un agricultor con sombrero de paja quitándole ramitas a un árbol o a una viña. Podándolos. Dándoles una forma. Cuidándolos. Para que crezcan, den frutos, quizás un día la fertilidad y el vino de Dioniso.

A través de es atravesar en forma separada, divorciada. De un lado a otro y dando vueltas, una montaña rusa, de la que salimos mareados, desorientados.

Implica transversalidad, sin causa ni efecto, que vive en el puente de las relaciones: una telaraña que traza y teje, trabaja a través de circuitos, no de territorios o propiedades. Es un movimiento. Una poética transversal. Transliteraria, dije una vez yo.

Las estrechas categorías ya se prefiguran en los surcos podados y degollados del mundo destrozado. La estrechez calificando a las categorías, muy visualmente, como cajoncitos que no acomodan lo que pretenden. No les cabe casi nada. Cajones tipográficos como los de mi mamá a los que no les caben sino miniaturas o apenas un tipo, una letra.

Lo estrecho nos constriñe, nos aprieta, nos estresa, nos restringe y hasta nos estriñe.

Narrow-mindedness, estrechez de mente.

Como la misma estrechez que define la categoría patologizante de “disforia de género” en el DSM 5. “Categorías con las que nos alterizan para comprender el propio sistema que produce las diferencias y las jerarquiza”.

Categorías que el capitalismo petrosexoracial usa para vendernos las políticas identitarias, retóricas de la interseccionalidad, que nos dividen todavía más, que no crean ningún tipo de comunidad, de multiplicidad; que hacen conjuntos ahí donde imaginan una cualidad racial, sexual, nacional… enciclopedia incansable que se etiqueta, con códigos de barras, y aparece en tu playera y tu gorra. Hasta en tus calzones, si lo pides en el sitio web.

Dijimos en nuestro Curaçao:

Es como querer dividir y encontrar estas similitudes siempre a través de las mismas categorías. Sí, tenemos el mismo color de piel, de pelo, pero no podemos encontrar una similitud, un afecto bajo otras condiciones.

Hay una frase de Braunstein que siempre recuerdo:

‘A falta de explicación, clasificación’.

No entiendo eso, pero vamos a clasificarte por color. Pura botánica.

No entiendo lo que me estás diciendo, no comprendo tu pensamiento, te voy a clasificar.

Él lo dice en el contexto de las enfermedades mentales, donde siguen clasificando. Si tienes estas siete cosas, es una condición, si tienes cuatro, es otra, pero no hay ningún intento de explicar qué es lo que sucede allí.

Así funciona esa mentalidad o visión occidental de lo que es el ser.

El otro comienzo que es el final de la frase, un giro argumental que nos toma por sorpresa, nos hace caernos de la cómoda silla categórica: las estrechas categorías son aquellas que nos habitan. Las categorías no viven afuera, en el mundo, como quisiéramos los que queremos desentendernos de su estrechez. Son mucho más ominosas y éxtimas, lo más íntimo que vive en el exterior, un cuerpo extraño. Preferiríamos que las categorías no estuvieran en nuestras neuronas, extirpar el tumor lo antes posible. Pero es la forma y estructura a través de la cual construimos, nombramos, imaginamos, pensamos y aprendemos.

Habitar es “la manera en que los mortales son en la tierra”, ser que se repite reiteradamente. Construir, habitar, pensar.

O la estética, diría Preciado que dice Rancière, como “un modo específico de habitar el mundo sensible, una regulación social y política de los sentidos”. Pero aquí, no habitamos, nos habitan. El mundo sensible, la regulación social y la política de los sentidos nos habitan, están viviendo sin pagar renta en nuestra percepción, en una cómoda habitación que no cuestionamos.

Las categorías son monstruos que nos habitan. Teratologías en la casa del ser. Habitantes incómodos que van tomando la casa. Cada vez más estrecha.

“No será posible sobrevivir sin contar nuestra propia historia de otro modo. Sin soñar de otro modo” (Paul Preciado, Dysphoria mundi).