Tierra Adentro
“Corral de locos” de Francisco de Goya. Extraída de Wikimedia Commons.

 

Capítulo X

Mi primera cena

 

 

Al terminar la examinación, oímos a alguien gritar, “Salgan al corredor”. Una de las pacientes nos explicó que esta era una invitación a cenar. Las recién llegadas tratamos de mantenernos juntas, así que salimos al pasillo y nos quedamos de pie en la puerta donde se habían reunido todas las mujeres. ¡Nos temblaba todo el cuerpo! Las ventanas estaban abiertas y la corriente pasaba zumbando a lo largo del corredor. Las pacientes se veían azules de tanto frío y los minutos se convirtieron en cuartos de hora. Al fin una de las enfermeras pasó al frente y abrió la puerta, por la cual nos amontonamos todas para llegar al rellano de una escalera. De nuevo, vino una larga espera directamente frente a una ventana abierta.

—Qué imprudencia de las cuidadoras dejar a estas mujeres mal abrigadas paradas en el frío —dijo la Srta. Neville.

—Es verdaderamente brutal —agregué, mientras observaba a las pobres locas cautivas.

Mientras esperaban en la intemperie, pensé para mis adentros que no disfrutaría la cena esa noche. Se veían tan desesperadas y perdidas. Algunas cuchicheaban palabras sin sentido a personas invisibles, otras se carcajeaban o lloraban sin propósito y una mujer vieja de pelo grisáceo me estaba dando empujones y; a base de guiños, asintiendo sabiamente la cabeza y levantado lastimeramente los ojos y las manos, me reconfortaba diciendo que no les prestara atención a las pobres criaturas, pues todas estaban locas.

—Paren el alboroto —nos ordenaron— y fórmense en una línea, de dos en dos. Mary, agarra una compañera. ¿Cuántas veces debo de decirles que se formen? Quédense quietas —y, conforme nos dictaban órdenes, propinaron varios empujones y de vez en cuando, una bofetada en las orejas. Después de este tercer y último alto, marchamos al interior de un comedor largo y estrecho, donde todas se apresuraron a tomar asiento en la mesa.

La modesta mesa, desprovista de mantel o decoraciones, ocupaba el largo del cuarto. Colocaron unas bancas largas sin respaldos y las pacientes tuvieron que ingeniárselas para pasar las piernas sobre estas y sentarse de frente a la mesa. A lo largo de la mesa, acomodados uno junto al otro, había varios cuencos llenos de una sustancia rosácea que las pacientes llamaban té. Junto a cada cuenco pusieron un grueso pedazo de pan embarrado de mantequilla. Un plato pequeño con cinco ciruelas pasas acompañaba al pan. Una mujer gorda se apresuró y arrebatando varios platos de las personas a su alrededor, vacío sus contenidos en su propio plato. Luego, mientras se aferraba a su cuenco con una mano, con la otra levantó el cuenco de al lado y engulló el líquido de un solo trago. Hizo lo mismo con un segundo cuenco en un abrir y cerrar de ojos. Estaba tan entretenida con sus capturas victoriosas que cuando miré mi porción, la mujer del lado opuesto ya había tomado mi pan sin pedir permiso ni perdón, y me dejó con las manos vacías.

Otra paciente, al ver esto, amablemente me ofreció el suyo, pero lo rechacé dándole las gracias y le pedí más a la enfermera. Tras arrojar un pedazo grueso en la mesa, aprovechó para recalcar el hecho de que había olvidado donde estaba mi hogar pero no había olvidado cómo comer. Probé el pan, pero la mantequilla estaba tan rancia que me resultó imposible comerlo. Una chica alemana de ojos azules al lado opuesto de la mesa me dijo que podía pedir pan sin mantequilla si así lo deseaba y que muy pocas de ellas eran capaces de comer aquella sustancia. Centré mi atención en las ciruelas pasas y me di cuenta que bastaba con unas cuantas. Una paciente me pidió que le diera mis ciruelas. Y lo hice. Mi cuenco de té era todo lo que me quedaba. Lo probé, y una probada fue más que suficiente. No tenía azúcar y sabía como si lo hubieran preparado en cobre. Estaba más desabrida que el agua. También le transfirieron esto a una paciente más hambrienta, a pesar de los quejidos de la Srta. Neville.

—Debes de comer algo —dijo—, si no vas a enfermarte y quién sabe, en un lugar así, puede que enloquezcas. Para una mente sana debes de cuidar a tu estómago.

—Me es imposible comer esa cosa —respondí y, a pesar su insistencia, no comí nada aquella noche.

No tomó mucho tiempo para que las pacientes se acabaran todo lo que era comestible sobre la mesa y luego nos ordenaron formar una fila en el pasillo. Una vez formadas, quitaron el seguro de las puertas y nos ordenaron regresar a la sala de estar. Muchas de las pacientes nos rodearon y tanto ellas como las enfermeras me pidieron que tocara algo. Para complacerlas, acepté tocar mientras la Srta. Tillie Mayard cantaba. La primer cosa que me pidió tocar fue “Rock-a-bye Baby”, y así lo hice. Ella cantó espléndidamente.

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Fotografía cortesía de la autora
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