Cuando les dimos un nombre
La primera vez que me encontré con los nombres de las bombas atómicas tenía doce o trece años. Estaba leyendo una serie de fantasía llamada El círculo del crepúsculo. El segundo libro termina con el bombardeo de Hiroshima. El protagonista, amigo del emperador Hirohito, sobrevive a la explosión, que en el libro es parte del plan siniestro de El círculo del crepúsculo para dominar el mundo a través de sembrar el caos antes del año 2000.
Han pasado más de quince años desde que leí esos libros, pero están frescos en mi memoria. Recuerdo cuando leí el nombre de las bombas Little Boy y Fat Man. En ese momento, más que impresionarme, me pareció irónico, casi gracioso, que alguien llamara así a un arma de tal poder. Ahora me da vergüenza haber encontrado cómicos esos nombres porque como más los pienso, más me incomodan. Me parece retorcido y terrible llamar de esa forma a un arma con la capacidad de matar al instante a decenas de miles de personas. Es más, ¿por qué recordamos los nombres de las bombas antes que los de las víctimas?
Sé que la frase de Hannah Arendt no se refería a esto precisamente, pero, ¿no es esto otro tipo de banalidad del mal?
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Repasemos los hechos, los números, los nombres propios. Hace 75 años, el 6 de agosto de 1945 a las 8:15 de la mañana el B-29, llamado Enola Gay sobrevolaba Hiroshima. Un único avión, recuerdan los sobrevivientes, que no llamó su atención porque pensaron que pasaba de largo hacia otra ciudad. Sin embargo, la aeronave abrió sus compuertas y, al encontrarse sobre su blanco, el puente Aioi, dejó caer a Little Boy, una bomba atómica de uranio que al cabo de 45 segundos explotó a 580 metros sobre la ciudad. El avión dio vuelta. Mientras se alejaban, la tripulación observó la nube en forma de hongo y el centro aplanado de la ciudad. El radio de destrucción fue de 1.6 km, pero el área de las tormentas de fuego se extendió por lo menos 11 km². Cerca del 30% de la población de la ciudad (entre 70 y 80 mil personas) murieron instantáneamente. Media hora después de la explosión, comenzó a llover, una lluvia negra que cayó sobre los sobrevivientes.
Tres días después, el 9 de agosto, el B-29 Bockscar no tenía como objetivo la ciudad de Nagasaki, sino Kokura, pero esta se encontraba cubierta de nubes, así que decidieron bombardear el objetivo secundario. Eran las 10:53 de la mañana, las autoridades japonesas creyeron que los aviones se encontraban en una misión de reconocimiento y no sonaron las alarmas. A las 11:01 se despejaron las nubes y Bockscar soltó a Fat Man, una bomba atómica de plutonio. Explotó a una altura mayor, así que los daños fueron menores que en Hiroshima, pero entre 35 y 40 mil personas murieron al instante.
El 14 de agosto el emperador Hirohito anunció la capitulación de Japón:
El enemigo ha empezado a utilizar una bomba nueva y sumamente cruel, con un poder de destrucción incalculable y que acaba con la vida de muchos inocentes. Si continuásemos la lucha, solo conseguiríamos el arrasamiento y el colapso de la nación japonesa, y eso conduciría a la total extinción de la civilización humana.
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En el centro de Hiroshima se encuentra la Cúpula de la Bomba Atómica, el único edificio que quedó de pie en el hipocentro de la explosión. El edificio se construyó en 1915 y era una sala de exhibiciones, diseñada para aguantar grandes terremotos, así que, aunque quedó justo debajo de la bomba, sus columnas verticales resistieron y no perdió su forma. Toda la gente en su interior murió al instante. Las varillas de metal que forman el domo quedaron expuestas, todas las ventanas explotaron, pero la mayor parte de la estructura quedó intacta y así se preserva hasta el día de hoy.
Alrededor de este domo se estableció el Parque Conmemorativo de la Paz, donde cada 6 de agosto se lleva a cabo una ceremonia conmemorativa para consolar a las víctimas del bombardeo y rezar por la paz mundial. A las 8:15 de la mañana se guarda un minuto de silencio y por la noche se lleva a cabo la Ceremonia de las Farolas, durante la que se sueltan en el río cientos de farolas de papel inscritas con mensajes de paz para despedir a los espíritus de las víctimas.
En el parque hay muchos otros símbolos y monumentos, por ejemplo, el Museo Memorial de la Paz que reúne objetos y testimonios de los sobrevivientes. En una de las vitrinas se guarda un reloj detenido justo a la hora que se detonó la bomba. Barack Obama visitó el museo y el parque en 2016. Junto con el Primer Ministro Abe caminó hasta el cenotafio donde están escritos los nombres de las víctimas, dejó una corona de flores y guardó un minuto de silencio. Detrás de este monumento se encuentra la Flama de la Paz, que se encendió en 1964 y permanecerá prendida hasta que el planeta esté libre de la amenaza de una aniquilación nuclear. Obama no ofreció una disculpa por el bombardeo y Japón declaró que no habían buscado una, sino que tomaban esa visita como una oportunidad para sanar viejas heridas y redoblar el compromiso de desnuclearizar el mundo. Durante la ceremonia Obama dijo: “El recuerdo de la mañana del 6 de agosto de 1945 nunca debe desaparecer. Ese recuerdo nos permite luchar contra la autocomplacencia. Aviva nuestra imaginación moral. Nos permite cambiar”.
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En 1959, Mitsuo Fuchida, un piloto que formó parte del ataque sorpresa a Pearl Harbor, se reunió con el General Paul Tibbets, comandante del Enola Gay, y le dijo: “Hicieron lo correcto. Tú sabías cuál era la actitud de los japoneses entonces, qué fanáticos eran, morirían por el Emperador… Todo hombre, mujer y niño habría resistido la invasión con palos y piedras de ser necesario… ¿Puedes imaginar la matanza que habría provocado una invasión? Habría sido terrible. Los japoneses saben más de esto que los americanos”.
El debate alrededor de las bombas atómicas se centra sobre la pregunta de si eran realmente necesarias para terminar la guerra del Pacífico. De esta pregunta nacen muchos de los conflictos morales, legales y militares de este hecho histórico, cuya interpretación está todavía en el aire. Durante mucho tiempo los Estados Unidos han argumentado que se estimaban casi medio millón de muertes de soldados estadounidenses si se llevaba a cabo una invasión de isla en isla. La guerra se habría extendido mucho tiempo más. Al juzgar la precisión de estos números, algunos historiadores opinan que son una exageración, mientras que otros creen que el saldo podría haber sido incluso mayor.
Otros historiadores con visiones menos indulgentes y algunos almirantes del ejército estadounidense aseguran que para el verano de 1945 Japón ya había perdido la guerra y que sitiar las islas con submarinos podría haber hecho que los japoneses se rindieran sin que fuera necesaria una invasión.
A la par que se hacían estimaciones para todos estos planes, los japoneses estaban intentando que Rusia fungiera como mediador del conflicto. Sin embargo, Rusia declaró que lucharía de parte de los Aliados el 9 de agosto. Hay historiadores que opinan que este hecho, más que las bombas, fue lo que convenció a los japoneses de rendirse.
Durante el resto de su vida, el expresidente de los Estados Unidos Harry S. Truman se quejó de esta pregunta y defendió la decisión de utilizar las bombas atómicas, pero, según uno de los miembros de su gabinete que estaba presente en ese momento, el 10 de agosto Truman dijo que no le gustaba la idea de matar a “todos esos niños”. Este debate me recuerda que la historia raramente es fija y que la reescribimos una y otra vez desde el presente.
Se calcula que a causa de la explosión en los meses subsecuentes murieron entre 90 y 140 mil personas en Hiroshima y entre 60 y 80 mil personas en Nagasaki debido a heridas, quemaduras y envenenamiento por radiación, al que se le llamó “enfermedad de bomba atómica”. El número de supervivientes o hibakusha es mucho mayor: se han reconocido 850 mil personas, de las cuales sólo 145 844 todavía están vivas.
Durante la ocupación de Japón, los Estados Unidos prohibieron que se hablara sobre las consecuencias de las bombas y los sobrevivientes tenían que ocultar su condición. Este secretismo y la creencia de que la enfermedad de radiación era contagiosa, ha causado que los sobrevivientes y sus hijos sufran discriminación a pesar de que la mayoría de los estudios han concluido que los hijos de hibakusha no presentan alteraciones genéticas o enfermedades a causa de la radiación.
Entre los hibakusha más famosos se encuentra Tsutomu Yamaguchi, el único reconocido como nijū hibakusha, que significa que sobrevivió a ambos bombardeos. Se cree que al menos 200 personas dejaron Hiroshima después de la explosión para refugiarse en Nagasaki. Yamaguchi vivía en Nagasaki, pero se encontraba en Hiroshima en un viaje de trabajo. El 6 de agosto estaba preparándose para salir de la ciudad y se encontraba a sólo 3 km del hipocentro cuando se detonó la bomba. Aunque sufrió quemaduras, sobrevivió y junto con sus colegas buscó refugio. Al día siguiente partió hacia Nagasaki, donde llegó el 8 de agosto por la noche. En el momento en que la segunda bomba explotó, Yamaguchi se encontraba en su trabajo describiendo el primer bombardeo, de nuevo a 3 km del hipocentro. Una vez más sobrevivió. Perdió la habilidad de oír del lado izquierdo, pero por lo demás vivió una vida sana hasta que murió de cáncer en el 2010 a los 93 años.
Mucho menos afortunado fue el caso de Sadako Sasaki, otra célebre sobreviviente que tenía apenas dos años en 1945. La onda de choque la catapultó por la ventana, pero la bebé sobrevivió sin heridas aparentes. Diez años después, le diagnosticaron un tipo de leucemia maligna debido a la exposición a la radiación. Murió menos de un año después el 25 de octubre de 1955. Sus compañeros y amigos hicieron una colecta para erigir un monumento en su memoria y en 1958 se desveló una estatua de Sadako sosteniendo una grulla de origami dorada en el parque Conmemorativo de la Paz en Hiroshima. Durante los meses antes de su muerte, Sadako se propuso la meta de doblar mil grullas de origami, puesto que, según una leyenda, de lograrlo podría pedir un deseo. Su familia cuenta que Sadako logró su objetivo y que, de hecho, dobló al menos 300 grullas más, pero su deseo no se hizo realidad.
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En el 2007 un grupo de intelectuales de Hiroshima creó una organización no oficial llamada The International Peoples’ Tribunal On the Dropping of Atomic Bombs On Hiroshima and Nagasaki y el 16 de julio del mismo año emitieron un veredicto. Al tomar en cuenta la exterminación indiscriminada de toda forma de vida en las ciudades y el sufrimiento innecesario que le causó a los sobrevivientes, el tribunal encontró que el uso de las armas nucleares debía considerarse como ilegal según el derecho internacional humanitario.
La pregunta en el centro de este veredicto es si deberían considerarse el uso de bombas atómicas como crímenes de guerra. Sin embargo, ninguno de los tratados o protocolos que se han rectificado durante el siglo XX condena el uso de armas nucleares. En casos como las Conferencias de la Haya es porque la idea de este tipo de armas ni siquiera existía y al leer todos estos tratados con cuidado, uno se encuentra con que pueden interpretarse de muchas maneras. La pregunta es entonces si más allá del derecho internacional, podemos como humanidad condenar el uso de las armas nucleares. Peter Kuznik, el director del Instituto de Estudios Nucleares de la American University, le escribió a Truman que los bombardeos nucleares de Japón no eran un crimen de guerra, sino un crimen contra toda la humanidad.
Leo Szilárd, quien tuvo un papel central en el Proyecto Manhattan, declaró en 1960 que, si los alemanes hubieran usado la bomba atómica sobre dos ciudades de Estados Unidos, por ejemplo, Buffalo y Rochester, y luego hubieran perdido la guerra se les habría condenado por crímenes de guerra en Nuremberg.
En el documental The Fog of War, el antiguo secretario de defensa de Estados Unidos Robert S. McNamara habla sobre este hecho y se pregunta cómo puede ser que una acción sea inmoral si se pierde la guerra y no inmoral si se gana.
No hay que olvidar que los vencedores son los que presiden los tribunales y escriben la historia.
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Después del bombardeo de Hiroshima, Tokio tardó varias horas en responder al desastre. Se dice que el emperador y su gabinete no supieron que se había utilizado un nuevo tipo de bomba hasta dieciséis horas después cuando el presidente Truman lo anunció desde la Casa Blanca. Días después, las emisoras de radio en Tokio describían la devastación: “Prácticamente todas las cosas vivas, humanos y animales, se quemaron hasta la muerte”.
Aunque esto es cierto, algunas cosas vivas sobrevivieron. Entre ellas, 170 árboles en Hiroshima y 50 en Nagasaki, que se han regenerado a lo largo de todas estas décadas. Se les llama Hibakujumoku, los árboles sobrevivientes, y han sido preservados como monumentos vivientes alrededor de la ciudad. Uno puede encontrar una lista de los especímenes en internet, pero algunos de los más famosos son los seis ginkgos que se encontraban a 1.6 km del hipocentro y que se han convertido en un símbolo de esperanza. Otro es el eucalipto que se encontraba a 740 m de la explosión en el castillo de Hiroshima, construcción que quedó destruida, mientras el árbol sobrevivió.
Otro árbol que salió ileso fue el llamado bonsái Yamaki, un pino blanco japonés que se cree fue sembrado en 1625 y se encontraba a tres kilómetros de la explosión en la casa de la familia Yamaki. Desde 1975, el bonsái se encuentra en el Arboretum Nacional de Estados Unidos en Washington D.C.
Después del bombardeo de Hiroshima se creía que nada volvería a crecer en el sitio por al menos tres décadas, pero, para la sorpresa de los habitantes, la primavera siguiente las adelfas florecieron y se convirtieron en su flor oficial, como símbolo de que la ciudad y sus habitantes podrían recuperarse después de la tragedia.
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Dos días después del bombardeo de Nagasaki, el presidente Truman declaró: “El único idioma que parecen entender es el que hemos estado usando para bombardearlos. Cuando se lidia con una bestia, hay que tratarla como una bestia. Es lamentable y, sin embargo, es verdad”. Esta cita ilustra muy bien que los estadounidenses habían deshumanizado a su enemigo hasta el grado de que frente a ellos no había personas, sino animales. Esto hizo que la decisión de matar a cientos de miles de personas fuera más fácil de tomar.
Escribo esto después de cuatro meses de encierro por la pandemia, un fenómeno que ha golpeado a toda la humanidad a la vez. Es un momento histórico diferente, donde no existe otro, ni un enemigo, sólo muchos seres humanos pasando por un encierro similar, un dolor similar. No puedo ser empática con la deshumanización del adversario que sucede durante la guerra. Tal vez por eso me impresionó tanto una entrevista que vi en YouTube con Theodore “Dutch” Van Kirk, navegante del Enola Gay.
En ella cuenta cómo Paul Tibbets, el piloto y comandante del Enola Gay, lo buscó para una misión que, si no terminaba con la guerra, por lo menos la acortaría. Sobre la bomba dice: “Dejamos caer la bomba y salvamos muchas vidas. Nuestras y de los japoneses, habría sido un baño de sangre si hubiéramos invadido Japón. Ellos sabían que estábamos en camino, sabían exactamente adónde llegaríamos y sus armas nos estaban esperando”. En el video narra la misión, la visión de Hiroshima destruida, “aplanada”, desde las alturas mientras se alejaban, el hongo atómico detrás de ellos.
Al final cuenta que, cuando los niveles de radiación de Nagasaki bajaron lo suficiente, él fue enviado a la ciudad. La entrevista termina con estas palabras: “Después de la guerra, muchas personas viajaron a Japón para visitar Hiroshima y Nagasaki. Fue cuando estuve apostado en Nagasaki que vi uno de los momentos más tristes de la guerra. Estábamos de pie, hablando entre la ciudad destruida, aplanada, cuando un autobús se detuvo cerca. Se bajó un soldado japonés, de regreso, en busca de su hogar. ¿Qué le dices a ese hombre? Fue uno de los momentos más tristes de mi vida”.
Y allí, con esas palabras, el enemigo deshumanizado, bestial, al que Van Kirk y el resto de los estadounidenses se habían enfrentado, vuelve a ser humano. Un soldado más que regresa a una ciudad destruida en busca de su hogar. ¿Qué le dices a ese hombre? ¿Qué consuelo puedes ofrecerle?
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El nivel de aprobación del uso de las bombas atómicas ha disminuido constantemente desde 1945, cuando el 85% de los estadounidenses aprobaban el bombardeo. En cambio, para 2015 la aprobación había disminuido hasta el 57%. Sobre todo, la gente joven es la que desaprueba.
Sin embargo, en el 2017 la universidad de Standford realizó un estudio donde preguntó si la gente aprobaría el uso de una bomba atómica en la situación hipotética de que mataría a 100 mil iranís, pero evitaría una invasión en la que morirían 20 mil soldados estadounidenses. El 67% contestó que aprobarían el uso de una bomba atómica en estas circunstancias.
Al leer estos números pienso en un momento durante los Juicios de Crímenes de Guerra de Tokio, en 1946. El jurista Radhabinod Pal citó las palabras del Emperador Guillermo II de Alemania que dijo que para terminar la primera Guerra mundial era necesario que “todo pasara por el fuego y la espada; hombres, mujeres, niños y ancianos tendrán que sacrificarse y no habrá árbol o casa que se mantenga en pie”. Pal concluye que “la política indiscriminada de matar en pos de acortar la guerra es considerada un crimen. Durante la Guerra del Pacífico, si hubo un momento semejante a la carta del Emperador alemán fue la decisión de los poderes Aliados de usar la bomba. Las generaciones futuras lo juzgarán”.
Setenta y cinco años después, Little Boy y Fat Man siguen siendo las únicas bombas atómicas que se han usado, pero once países tienen este tipo de armas. A veces me pregunto si ya ha llegado esa generación futura o si todavía seguimos esperando.