Tierra Adentro
Portada de "Diccionario jázaro (Ejemplar masculino) Novela léxico en 100.000 palabras", de Milorad Pavić. Editorial Anagrama, 2018.
Portada de “Diccionario jázaro (Ejemplar masculino) Novela léxico en 100.000 palabras”, de Milorad Pavić. Editorial Anagrama, 2018.

A Liliana Pedroza

El encuentro con ciertas obras tiene algo de iniciático. De ese encuentro no salimos los mismos, algo dentro de nosotros queda transformado. A veces, ese encuentro se anticipa, casi se presiente. A los dieciocho años es fácil el asombro. Yo los tenía, y por supuesto, buscaba y abrazaba el asombro. La iniciación en el placer, como para muchos a esa edad, fue parte de esa búsqueda. También lo fue el encuentro con ciertos autores, con ciertos libros. Así alguien me contó de una novela construida con tres diccionarios —uno judío, uno cristiano y otro musulmán— y cuyas entradas llegaban a contradecirse; esa idea me fascinó. Yo vivía en Cuauhtémoc, una pequeña ciudad de Chihuahua, y ahí no me fue posible encontrar aquel libro. Pasó el tiempo, mi adolescencia se fue definitivamente, pero el deseo de leer aquella obra, ese diccionario, no desapareció —al contrario, tuvo más impulso por la amistad con Enrique Servín, quien en las pláticas de café nos contaba sobre la polémica jázara y la novela con elementos fantásticos que la narraba—.

Desde antes de empezar a leer el Diccionario jázaro, sabía que no sería una lectura sencilla, que podía leerlo de manera lineal —las observaciones preliminares, el “Libro rojo”, el “Libro verde”, el “Libro amarillo” y los apéndices— o ir saltando de diccionario en diccionario según cada entrada —puesto que cada definición tiene vinculadas otras definiciones en los otros de los diccionarios—, avanzar y retroceder según lo que se quiera conocer.

Milorad Pavić, a través de lo fragmentario, lo plantea desde las observaciones preliminares; construye una obra en la que trata de dar luz sobre la polémica jázara: la conversión de este pueblo de la estepa póntica a alguna de las religiones abrahámicas mayoritarias en torno a los siglos VIII y IX. Aunque el motivo son los jázaros, la veracidad histórica no es el asunto de la obra, que lejos está de ser ficción histórica —aunque se sirva de ella para la construcción de algunos de sus episodios—. Los jázaros fueron un pueblo túrquico, o al menos con un fuerte componente túrquico, que en torno al siglo VII se estableció al norte del Mar Negro, donde conformó un kanato que llegó a controlar desde el mar de Aral al oriente hasta el Dniéster en el occidente; al sur, llegaba al Cáucaso y al norte, en la confluencia del Kama y el Volga. Debido a la extensión del kanato, llegaron a enfrentarse al imperio sasánida y al califato omeya, contra los cuales se llegaron a aliar con el Imperio romano de Oriente. Una princesa jázara, Tzitzak o Irene de Jazaría, llegó a desposarse con el emperador Constantino V, de cuya unión nació el emperador León IV, el jázaro. El kanato sobrevivió hasta el siglo X, hasta que el avance de la Rus de Kiev lo absorbió. Antes de su desaparición, la élite jázara se convirtió al judaísmo. No se tienen muchas más noticias de ese pueblo que tuvo su imperio entre los dos mares, como siglos antes los escitas lo habían tenido —en la misma región donde se ha especulado estuvo la urheimat del protoindoeruopeo—. Se sabe que hablaban —o, al menos, su élite— una lengua túrquica, o con numerosos prestamos de estas lenguas, de la cual apenas quedaron vestigios; el resto se ha perdido en la noche de los tiempos y todo lo relacionado a ellos, incluso su conversión, está sujeto a especulaciones. Esa historia, o, mejor dicho, su ausencia de historia, sirve apenas de pretexto a Pavić para construir su obra. Los jázaros son una gran incógnita. Pavić no se propone responderla, sino plantear más interrogantes, respuestas que pueden ser útiles por un momento para dejar de serlo al siguiente, porque el Diccionario jázaro no es solo sobre ese pueblo que un día reinó en la estepa, sino sobre su fin, que fue su conversión. No hay una loa a esos jinetes que unificaron bajo su dominio a las gentes que habitaban en las vastedades esteparias, no, en las páginas del diccionario —diccionarios, me he de corregir— lo que se encuentra es un intento por recuperar a ese pueblo, por darle rostro, por arrancarlo de la noche de los tiempos.

Las tres fuentes se oponen: mientras que la cristiana hace referencia a su oscuro origen, la musulmana enfatiza su cualidad de pastores y pescadores; por su parte, el diccionario judío lo plantea de la siguiente manera:

Un pueblo de guerreros que vivía entre los siglos VII y X en el Cáucaso, tenía un estado poderoso y naves en dos mares, el Caspio y el Negro, abundancia de vientos y de peces, se jactaba de tener tres capitales, una estival, una invernal y una de guerra, y sus años eran altos como pinos.

Pavić abraza la indefinición del pueblo del que escribe. Si están envueltos en la oscuridad de los tiempos, entonces no hay porque iluminar la sombra. En cambio, habla de sus contornos, de la ausencia de facciones. Apunta en el “Libro rojo”, el de las fuentes cristianas:

Los viajeros, por otra parte, anotan que todas las caras de los jázaros son idénticas y nunca cambian: de ahí todas las dificultades para reconocerse y todos los equívocos. Sea de esta u otra manera, la sustancia no cambia: la cara del jázaro es el símbolo de un rostro que se recuerda difícilmente.

Al adentrarse en las páginas del Diccionario jázaro, lo que se encuentra es que la obra que lee no es sino el intento de recuperar una obra anterior, el diccionario original, el Lexicon Cosri, compuesto en el siglo XVII. A la vieja tradición del manuscrito encontrado se añade esta obra, pero con un pequeño giro; aquella obra original fue destruida por la inquisición y la única copia que sobrevivió también fue consumida por los siglos. Así, desde las observaciones iniciales se nos plantea que se lee una obra que trata de construir sobre ausencias de ausencias —la reconstrucción de un diccionario destruido y compuesto tres siglos antes sobre un pueblo que se perdió un milenio antes—. Es posible hacer la lectura de la que Pavić procede con la escritura del Diccionario jázaro como Pierre Menard en el cuento de Borges —aquí abandonó la propuesta de que Menard, al asumirse la tarea de ser el autor del Quijote, lo es en la medida en que, al leerlo, lo hace suyo; en cambio, tomó como literal la ambición del personaje borgiano, la escritura, palabra por palabra de una obra del pasado, que, para ventaja de Pavić, ha desaparecido—, es el autor de una obra que se escribió en el pasado, que él reescribe palabra por palabra.

Que convoque a Borges no es casual. El Diccionario jázaro es un gran deudor de los cuentos borgeanos —también de otras obras de latinoamericanos que empezaron a circular fuera del ámbito hispanoparlante en torno a los años 1960—. Los diferentes caminos de lectura que plantea la novela están sugeridos en al menos Examen de la obra de Herbert Quain y en El jardín de senderos que se bifurcan. Pero lo que en Borges es apenas una sugerencia, el mero planteamiento de una obra con múltiples lecturas, en Pavić está para construir la novela; no es un mero ejercicio literario, sino que está en la raíz de la cuestión del libro mismo: la polémica jázara —cada lectura, lo mismo que cada uno de los tres diccionarios, nos ofrece una solución distinta para esa polémica—; el juego no está ahí por el mero juego, sino porque ese juego es indispensable a la obra que se está construyendo —de ahí que considere que el Diccionario jázaro es más deudor de esos cuentos de Borges que de Cortázar y su Rayuela—.

No pretendo decir que, sin la extensa difusión de la literatura latinoamericana que se dio en los 1960 y 1970, el Diccionario jázaro no hubiera existido; probablemente lo hubiera hecho, pero bajo otra forma. Es interesante, por ejemplo, apuntar que Rulfo en 1965 —en su conferencia Situación de la novela contemporánea— hablaba de realismo mágico en Yugoslavia:

[…] sí se pueden tocar los terrenos políticos y sociales en Yugoslavia y, además, que existe una forma de expresión que logra alcanzar, dentro del realismo mágico, una gran importancia. Quizá sea Bulatović el máximo representante del realismo mágico en la literatura europea contemporánea. Hasta pasado un tiempo no se verá la importancia que tiene el realismo mágico porque, actualmente, la mayor parte de los escritores está buscando la fórmula para hacer esta literatura.

Yugoslavia ya no existe. Sin embargo, Rulfo habla de un escritor servio, como Pavić, y del país que este último veía como propio, país que todavía no se desintegraba cuando se publicó en 1984 el Diccionario jázaro. De hecho, la presencia de los demonios de cada una de las religiones en la obra de Pavić puede considerarse como parte de la influencia de Bulatović.

Varios personajes tienen paralelismos notables con algunos de los cuentos borgeanos. Abrahán Brankovich, el compilador de las fuentes cristianas en el siglo XVII, crea a su tercer hijo a partir del barro. Petkutin Brankovich muere junto a su amada Kalina en un anfiteatro devorado por las sombras que reconocieron su forma de venir al mundo; en ese pasaje se pueden encontrar emulados algunos de los temas de Las ruinas circulares: el hombre que, a través del pensamiento, o el sueño, trae al mundo un hombre que solo las sombras reconocen como ajeno a este mundo y que en unas ruinas descubre su condición.

La memoria, que nada pierde de Funes, el memorioso, uno de los personajes del Diccionario jázaro la tiene también: Teokisto de Nikolje. Pero mientras que esa memoria a Funes lo conduce al paroxismo, a Teokisto —quien desde su nacimiento ha tenido esa memoria— lo conduce a la creación. Un punto en el que divergen es en las nubes. Que Pavić se sirviera con ellas para enfatizar la capacidad de recuerdo de Teokisto es, creo, la forma en la que homenajea su inspiración. Funes “sabía la forma de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882”; Teokisto, por su parte, confiesa:

En cuanto advertí que la posición de las nubes sobre el monte Ovčar se repetía cada cinco años y reconocí las nubes vistas hacía años que regresaban en el cielo, fui presa del miedo y comencé a esconder mi defecto, porque esa memoria es un castigo.

En este último punto coincide Pavić con Borges: una memoria a la que nada se le escapa es un castigo, un castigo que, sin embargo, permite la existencia del primer diccionario, el del siglo XVII, puesto que Teokisto pudo leer todas las fuentes y preservarlas para comunicarlas a Daubmanus, el editor. De ahí que la fuente que lo consigna no sea una de las entradas en ninguno de los libros, no está en los diccionarios, sino la confesión ante un patriarca antes de morir. Quien lee, conoce al padre Teokisto de Noklje a través de sí mismo, de su propia voz, a diferencia del resto de los personajes del Diccionario jázaro —con excepción de Ateh, que vuelve a aparecer con voz propia en el segundo apéndice—.

Teokisto es un creador que teme a su propia capacidad creadora porque la sabe capaz de producir muerte.

Poco a poco me fui dando cuenta del grandísimo poder que tenía en el tintero y que dejaba actuar a voluntad. Y entonces llegué a esta conclusión: cada escritor puede matar a su personaje en solo dos líneas. En cambio, para matar a un lector, o sea a un ser humano de carne y hueso, basta transformarlo por un instante en el personaje de un libro, en el protagonista de una biografía. El resto es fácil…

El lector está al centro, todo el tiempo, del Diccionario jázaro. No solo porque hacia él se dirige la narración, sino por lo que implica la lectura misma. Lo que en otras obras está implícito —sin alguien que la lea, la obra no existe—, Mirolad Pavić lo vuelve explícito. La polémica jázara se vuelve así un punto de partida para reflexionar en torno a la lectura —paralelamente a lo que hace Borges en algunos de sus cuentos, sobre todo en Pierre Menard, autor del Quijote—. Porque una historia no existe, por mucho que alguien la haya escrito —o ideado— si no hay una persona para leerla o escucharla; es hasta ese momento en el que la historia cobra vida. Quien la lee, la reconstruye con sus propias imágenes e incluso con su propio significado a cada una de las palabras de las que está hecha. De ahí que de la polémica se tengan tres fuentes en tres tiempos diferentes. Hay personajes que recorren el libro de principio a fin mostrando los diferentes rostros con que los diferentes lectores que habitan los han dotado; así, por ejemplo, la princesa Ateh tiene una entrada en cada uno de los tres diccionarios y aun aparece en el segundo apéndice: en cada fuente, ella tiene un rostro diferente, como los que, según algunas leyendas, ella se hacía a partir del rostro de un esclavo diferente —“y ella creaba cada mañana de su cara una cara nueva, jamás vista antes”—; el lector es ese esclavo que le da un rostro diferente cada día.

La búsqueda de los jázaros es la búsqueda del entendimiento en la lectura. La aproximación que las tres fuentes ofrecen a la polémica jázara puede leerse también como una aproximación a la lectura; nuestras creencias, nuestro pensamiento, son el bagaje sin el cual no podemos conocer el mundo y que condicionan la forma en la que lo conoceremos. De ahí las divergencias entre los tres diccionarios que conforman la obra. Pavić ofrece al menos tres aproximaciones —enraizadas, cada una, en las tradiciones religiosas a las que pertenece; es posible, por supuesto, hacer una lectura del Diccionario jázaro a partir de los conflictos de religión en los Balcanes: “Sobre el infierno en que sufre un judío se elevará un cielo cristiano”—.

Si las fuentes cristianas, musulmanas y judías son una guía de las posibilidades de lectura, también lo son algunas de las metáforas de las que se sirve Pavić para construir su obra, sobre todo las que vinculan la lectura —y escritura— con la comida: “En la vida las acciones son los platos y las emociones y los pensamientos son los condimentos”. Ya en las observaciones preliminares, cuando se nos advierte que para escribir es mejor hacerlo con el estómago vacío para terminar pronto y que quien lee no se abrume estando con el estómago lleno, Pavić aconseja:

En lo que a ustedes, escritores, se refiere, tengan siempre en mente que un lector es como un caballo de circo, acostumbrado a recibir un terrón de azúcar cada vez que realiza bien su propio ejercicio. Si falta el premio del azúcar, no habrá ejercicio. En cuanto a los ensayistas y críticos, son como los maridos engañados: los últimos en saber la noticia…

El Diccionario jázaro o, mejor decir, los diccionarios de los que está hecho, están colmados de metáforas y símiles culinarios —en general, las descripciones y adjetivaciones de Pavić son muy imaginativas y sinestésicas, un elemento de su estilo que recuerda a Borges, pero también a Marcel Schwob y la forma de construir sus Vidas imaginarias—. En la entrada dedicada a Nikon Sevasto en el “Libro rojo” se puede observar la forma en la que Pavić se sirve símiles culinarios para hablar del proceso de creación, pero también de percepción del producto de ese proceso:

Quien sepa cocinar mejor la papilla tendrá el mejor cuadro, pero la papilla no será buena si se hace con alforfón. Por lo tanto es más importante creer en mirar, en escuchar y en leer que en pintar, en cantar o en escribir.

El énfasis no en quien crea sino en quien lee, en quien escucha una canción o quien degusta un platillo. El autor, el creador, pasa a un segundo plano; su importancia se supedita a la importancia de quien percibe su obra, quien la lee. Así, en la entrada del “Libro verde”, dedicada a Yusuf Masudi, se encuentra la siguiente leyenda en la primera página de un protodiccionario de los jázaros:

En esta casa, como en cada casa, no todos serán igualmente bienvenidos. Algunos se sentarán a la cabecera de la mesa y se llevarán ante ellos los más exquisitos manjares, y podrán ver qué se sirve y escoger antes que los demás. Otros comerán expuestos a las corrientes de aire, donde cada bocado tiene al menos dos sabores y olores, otros estarán en lugares ordinarios, donde todos los bocados y todas las bocas son iguales. Y habrá, a decir verdad, también aquellos sentados detrás de la puerta a los que se les servirá una sopa insípida, que de la cena no recibirán lo mismo que el narrador del propio relato, es decir, nada.

Pavić invierte la relación autor-lector, como invierte la función de un diccionario, que en su obra deja de ser un mero compendio de términos para comenzar a contarnos una historia —o múltiples historias—: tres diccionarios que se vuelven una novela policiaca —cuyo misterio a resolver no es claro si es cómo y en qué terminó la polémica jázara del siglo IX, o quién fue el responsable del asesinato de un especialista de los jázaros en el Istambul de 1982—. Porque en este diccionario nada es por completo lo que dice ser, siempre puede ser algo más, mostrar sus otras caras, como una misma voz llevada a diferentes lenguas. Se consigna en el “Libro amarillo”, en la entrada dedicada a Isaak Sangari: “La diferencia entre las lenguas, según él, era la siguiente. Todas son, salvo la divina, lenguas del sufrimiento, diccionarios del dolor”.

El Diccionario jázaro es una obra que cuestiona a quien la lee, que hace que el pensamiento se vuelva un puma: 

Imagínese que dos hombres tengan cogido a un puma con dos cuerdas. Si quieren acercarse el uno al otro, el puma atacará, pues los lazos se aflojan: solo si los dos tiran al mismo tiempo, el puma quedará a la misma distancia de uno y de otro. Este es el motivo por el que el que lee y el que escribe difícilmente se acercan: entre los dos, capturado, está el pensamiento común, atado con cuerdas que tiran en direcciones opuestas. Si ahora le preguntásemos al puma, es decir al pensamiento, cómo ve a estos dos hombres, podría responder que los seres comestibles están tirando con la cuerda de algo que ellos no pueden comer…

Fuentes

Jorge Luis Borges. Ficciones. Debolsillo, 2012.

Mirolad Pavić, Diccionario jázaro. Trad. Dalibor Soldatić. Anagrama, 2000.

Juan Rulfo, Una mentira que dice la verdad. Editorial RM, 2022.