Tierra Adentro
Ilustración realizada por Laura Velázquez (miitthuu)
Ilustración realizada por Laura Velázquez (miitthuu)

A la perdurable memoria de los poetas Enrique Servín y Luis Aguilar

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Estaba en otro país del otro lado del océano cuando recibí la noticia del asesinato de Enrique Servín. Era de madrugada y salí del sueño para encontrarme con ese vacío, con la confrontación al duelo. La memoria me ofreció un poema que conocí por Enrique: ‘Funeral blues’ de W. H. Auden, obra en la que encontré el estado emocional que me atravesaba, el deseo porque el mundo se detuviera ante esa pérdida.

Detengan los relojes, desconecten el teléfono,

Denle un hueso al perro para que no ladre

Callen los pianos y con ese tamborileo sordo

Saquen el féretro… Acérquense los dolientes

Que los aviones sobrevuelen quejumbrosos

Y escriban en el cielo el mensaje: él ha muerto.

Auden consiguió en esa primera estrofa captar el estado de sopor y al mismo tiempo necesidad de que las personas a nuestro alrededor, y el mundo entero, actúen en función del duelo que se padece. Que lo primero que se pida sea que los relojes se detengan apunta al cambio de tiempo al que entra el doliente, a un no-tiempo, en el cual todo pierde sentido, incluso estarlo midiendo y, por consiguiente, los relojes se vuelven superfluos y hasta ofensivos en su medición constante e igual a la que tuvieron antes del arribo de la muerte.

La imperativa voz poética aspira a que no haya más sonido que el de los dolientes, no ser importunado por nadie más —desconecten el teléfono—, ni por los animales que poco entienden del acontecer humano —el perro—, ni tan siquiera por el arte —callen los pianos—. Ante la muerte no queda sino la desmesura —los aviones escribiendo: él ha muerto—.

El joven Wystan Hugh observa a sus compañeros lanzarse clavados a la alberca, los músculos en tensión, el agua escurriendo sobre la piel, el sol resplandeciente sobre los cuerpos, sobre la superficie líquida. Wystan contempla con fascinación de un feligrés a los jóvenes que felices muestran su desnudo cuerpo y entran al agua como si no hubiese más que ese momento, sus brazos rompiendo el agua.

En la noche Wystan evoca esa mañana y la pone sobre el papel, verso a verso, hace saltar a sus amigos de nuevo hacia la alberca, con aquella alegría con la que lo hacían, con el deseo con el que él los observaba.

Ay, pero el poema, de los primeros que Wystan escribe, pronto es descubierto por el doctor Auden, su padre. Y lo que había sido un intento por hacer perdurar aquella escena en sus versos se volvió en la prueba en su contra.

—¿Qué es esto?  —preguntó el doctor con los versos en la mano a Wystan apenas cruza la puerta.

El joven, no tiene siquiera diecisiete años, no sabe qué responder, se sabe en falta. ¿Pero de qué? Él que quiere dedicarse a las palabras, que se dedicará a ellas, no tiene en ese momento ninguna para salir de aquel trance.

—Esto es inaceptable —pasa la hoja frente a los ojos de Wystan y la lanza al fuego de la chimenea.

El joven quiere lanzarse y rescatar el papel de las llamas, todavía puede hacerlo. Pero, la vergüenza lo mantiene quieto. Su padre le da la espalda. Su madre, que ha contemplado la escena a la distancia se le acerca, mientras el fuego reclama línea a línea el poema sobre sus compañeros nadando desnudos.

‘Funeral blues’ fue originalmente una canción de un musical—The Ascendt of F6—, una canción en la que se hacía mofa de la muerte de un dictador y de las desmesuras que desde el estado se promoverían para conmemorar a su prohombre —el moño negro en las palomas, los guantes de algodón de los policías—. Pero, Auden, cuando lo publicó en sus libros —Another time, 1940—cambió las estrofas finales y lo que era una sátira pasó a ser la elegía que se conoce y que tanto se ha repetido a lo largo de los años —con la famosa recitación en Cuatro bodas y un funeral, 1994—.

Conocí ‘Funeral blues’ en la antología de poesía que Enrique Servín hizo en 2005, aquella selección de poemas que se lanzaron sobre Chihuahua capital y Ciudad Juárez desde un helicóptero con motivo del primer Festival Internacional Chihuahua. Mucho tiempo después me he encontrado con gente que aún conserva los poemas que cayeron del cielo en ese verano de 2005.

A Enrique también debo el apreciar la poesía. No solo en sus talleres, sino con estar cerca de él y convivir, uno aprendía a amar las palabras y las posibilidades que estas podían generar a través de la poesía. No fue casual que apenas se supo de su muerte la gente comenzara a compartir uno de sus poemas: ‘Elegía’ —Es triste esa primera vez, al hablar de alguien/ Usar el imperfecto./ El verbo vivo, firme, cede al fin:/ Hablaba, decía, tenía. Era.—.

—En la poesía las posibilidades de la lengua están potenciadas con un mínimo de recursos —llegó a asegurarnos en el taller que coordinó por muchos años.

En ‘Funeral blues’, tanto en su original en inglés como en la versión al español que conocí —la que el mismo Enrique realizó—, se cumplía con esa exigencia: “las posibilidades de la lengua potenciadas con un mínimo de recursos”. Mucho antes de  padecer el estado emocional del que la voz poética habla, me sentí atraído por la musicalidad y por la fuerza del poema —fue eso lo que me llevó a memorizarlo; Enrique en su taller siempre nos aconsejaba a guardar en el corazón, jugando con la traducción de la expresión inglesa, los poemas que más nos gustaran—.

Wystan Hugh Auden nació el 21 de febrero de 1907 en York, Inglaterra y murió en Viena el 29 de septiembre de 1973, en esos sesenta y seis años no solo se extendió la vida del poeta, sino que ocurrieron la mayor parte de hechos que determinaron el siglo XX: las dos guerras mundiales, la revolución rusa y la polarización global en dos grandes polos, la Gran Depresión, la invención del cine con sonido y a color,  así como de la televisión, la carrera nuclear y la llegada del ser humano a la luna. De todos estos eventos fue Auden, en mayor o menor medida, testigo. Su padre participó en la, entonces así Llamada, Gran Guerra; dejó de verlo a los ocho años y hasta los doce no volvió a encontrarse con él —algunos de sus amigos consideran que ahí está el origen de la cercanía, casi adoración, que Auden demostraba a su madre—. La Segunda Guerra Mundial lo alcanzó cuando ya estaba viviendo en Nueva York —la ciudad que llamaría propia desde el momento de su llegada en 1938 hasta su muerte—, desde ahí ofreció al gobierno de su país su ayuda, aunque no fue aceptada, terminó colaborando con los estadounidenses una vez estos entraron a la guerra después de diciembre de 1941 —gracias a lo cual recibió la ciudadanía estadounidense en 1946—. Sobre esto último recuérdese el poema ‘September 1, 1939’, en el que, en la última estrofa dice:

Defenceless under the night

Our world in stupor lies;

Yet, dotted everywhere,

Ironic points of light

Flash out wherever the Just

Exchange their messages:

May I, composed like them

Of Eros and of dust,

Beleaguered by the same

Negation and despair,

Show an affirming flame.

Poema que empezó a compartirse a partir del atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001, tanto porque el poema llevo en su título septiembre y está ambientado en Nueva York, como porque la fecha del título marca un punto de inflexión en la historia, como lo marcaron los ataques terroristas.

La poesía de Auden ha seguido siendo leída, desde su publicación hasta nuestros días, y muchos de sus poemas han alcanzado, incluso, una difusión masiva —como el mencionado caso de ‘Funeral blues’ o de ‘September 1, 1939’—, porque sus versos resuenan en sus lectores y los hacen propios. Porque la poesía —y la literatura en general, como todo arte— no está completa en el momento en el que el poeta da por concluido el poema sino cuando este es leído —o escuchado, no hay que olvidar la dimensión musical del poema— y apropiado por quien lo leyó, el momento en el que un verso, una estrofa, la musicalidad reverberan en esa otra mente y con ello se da un descubrimiento, una revelación.

Él era mi norte mi sur mi este y oeste

Mi semana de trabajo y mi domingo de descanso

Mi mediodía, mi medianoche mi conversación, mi canción.

Creí que el amor perduraría por siempre.

Estaba equivocado.

W. H. Auden conoció a Chester Kallman en 1939, era catorce años mayor que el neoyorkino y desde el momento en el que se conocieron mantuvo una relación con él, tanto así que le propuso matrimonio y, en un acto meramente simbólico, intercambiaron anillos. Esa relación tuvo una interrupción en 1941 cuando Kallman la dio por terminada porque no podía mantener la fidelidad que Auden le exigía. Sin embargo, volvieron y se mantuvieron unidos hasta la muerte de Auden.

Sus amigos cuentan que en los 1950, en un viaje a Venecia, en un café, mientras Auden bebía su whisky, un joven italiano muy atractivo pasó frente a su mesa, Kallman que no lo había perdido de vista se levantó y caminó tras él. Auden continuó la conversación como si nada hubiese pasado, con el whisky en una mano y el cigarro en la otra, sin embargo, las lágrimas rodaban por su rostro.

Ya señalé lo desmesurado como una de las cualidades del duelo y que tan bien capta la voz poética de ‘Funeral blues’, pero en su penúltima estrofa esa desmesura no es sino la constatación del sentimiento amoroso, el ser amado es el centro del mundo —él era mi norte y mi sur…—, un axis mundi en todos los ámbitos, el espacial ya señalado, pero también el temporal —mi semana de trabajomi mediodía…— y sobre todo, la forma de vincularse con los demás —mi conversación— y con el arte —mi canción—.

Wystan contempla la playa, las aguas del mar Tirreno, entrecierra los ojos por el sol. Ahí cerca de un muro se desborda el colorido de una bugambilia. Da un sorbo al martini y enciende un cigarro. Dirige la mirada a la tumbona a su izquierda, Chester le sonríe y le da la mano.

Unos jóvenes italianos corren por la playa, se gritan, sonríen y se lanzan al mar. Wystan los observa, admira la fuerza de sus cuerpos, su flexibilidad, la belleza de sus rostros.

‘Ischia’

[…]

nothing is free, whatever you charge shall be pais,

that these days of exotic splendor may stand out

in each lifetime like marble

milesposts in an alluvial land.

Ante la muerte de un ser querido pocas veces, si no es que ninguna, sabemos cómo actuar, máxime si la muerte fue violenta e inesperada. A la muerte de Enrique Servín, encontrándome a miles de kilómetros fue en la poesía uno de los sitios donde pude encontrar un asidero, una comprensión. Un asidero, que por lo demás, me fue otorgado por él. Así, el poema que él me compartió tantos años antes y que guardaba en la memoria vino para que las palabras de Auden —en la versión de Enrique— expresaran el dolor que me atravesaba.

No precisamos estrellas ahora… Apáguenlas todas

Envuelvan la luna, desarmen el sol,

Desagüen el océano y talen los bosques

Porque de ahora en adelante nada servirá.

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Bibliografía:

Ian Sansom, September 1, 1939, A biography of a poem, Haarper, 2019

W. H. Auden, Collected poems, edited by Edward Mendelson, Mördern Library Edition, 2007