Destruir lo único para construir lo que puede encontrarse en cualquier parte
La noche del lunes 2 de diciembre de 2013, convocados por Tierra Adentro, se reunieron en el Museo Nacional de Antropología tres notables estudiosos de nuestra historia: Xavier Guzmán Urbiola, subdirector general de Patrimonio Artístico Inmueble del Instituto Nacional de Bellas Artes; Héctor de Mauleón, subdirector de la revista Nexos, y Antonio Saborit, director del Museo Nacional de Antropología. Les pedimos que conversaran sobre la importancia de conservar nuestro patrimonio inmueble histórico, en especial el relacionado con las artes y nuestros artistas. Esto es lo que se dijo en ese encuentro.
Xavier Guzmán Urbiola: Si se habla de patrimonio es importante tener clara la normatividad. La que nos rige es la Ley Federal de Zonas y Monumentos publicada en el año de 1972. A través de ella se dividen las competencias de los institutos nacionales de Antropología e Historia y de Bellas Artes y se define que todo lo que es arqueológico e histórico corresponde al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), y todo lo que tiene valores artísticos, muebles o inmuebles, al Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). A partir de entonces se genera una serie de pequeñas polémicas que a lo largo de los años INAH e INBA han ido limando. Por ejemplo: antes se discutía a qué instancia correspondía decidir sobre un edificio que empezó a construirse en 1896 y se terminó en 1913. Bueno, hoy es evidente que en el caso de un edificio de este tipo el valor histórico es el que prevalece. En la actualidad, las dos instituciones colaboran de manera más que armoniosa, y la Ley Federal de Zonas y su reglamento les dan instrumentos normativos para preservar valores arqueológicos, históricos o artísticos —en el caso del INBA, de los bienes inmuebles―. Pero, ¿qué sucede con los inmuebles sin valor histórico ni artístico que, sin embargo, fueron las casas en que nacieron poetas como Manuel José Othón o Gutiérrez Nájera, o donde Zarco escribió parte importante de su obra? ¿Qué pasa ahí?
Antonio Saborit: Es importante tener presente este marco jurídico, pero puede decirse que la percepción predominante desde hace algunas décadas es que ésta es una ciudad sin memoria.
Héctor de Mauleón: A reserva de las acotaciones que hagan ustedes, pienso que hay cuatro momentos decisivos en la ciudad y su patrimonio. El primero se da con la Reforma, que es la gran destrucción de los conventos coloniales y de los templos. De muchos de ellos no queda huella; en algunos casos se preservaron los templos y se expropiaron los conventos para abrir nuevas calles (como la calle Leandro Valle y la calle Independencia), abrir nuevas rutas o, para convertirse en habitaciones, en casas de vecindad. Los que habían sido grandes claustros dieron origen a esas vecindades que luego fascinarían a Carlos Fuentes, vecindades donde se hacinaban familias enteras con los dos patios, las dos fuentes, la escalera, etcétera, y todas las historias. Yo diría que el convento de Bethlemitas es el ejemplo fundamental; sin embargo arrasaron manzanas enteras.
“La única ciudad del mundo en la que, de cuatro esquinas, tres formaban parte de conventos, —esto lo contaba Iturriaga de la Fuente, decía— era la Ciudad de México”. En lo que hoy es el Centro Histórico confluían las esquinas del convento de La Encarnación, del convento de La Enseñanza y del convento de Santa Catarina de Siena, en las inmediaciones de San Ildefonso. De eso, sólo quedan unas cuantas cosas. Casi todo fue arrasado y no quedó memoria de la célebre frase de Barreda, que dice: “Esto que propone usted, presidente Juárez, es un atentado contra el pasado”, y Juárez le dijo: “Mi compromiso no es con el pasado sino con el futuro, así es que procedan”. Y arrasan. Ese es el primer momento. Esto está relacionado con un proceso en el cual el odio a lo colonial, el odio a lo antiguo estaba muy ligado a una lucha ideológica, y eso determina el curso de la ciudad que va a llegar al siglo xx. Lo español es lo viejo, lo español —lo colonial, para decirlo con mayor precisión—, es lo atrasado, es un pasado que queremos olvidar y eso provoca una devastación que va a proseguir con sus reacomodos y sus matices indispensables durante el porfiriato, el afrancesamiento, el deseo de modernización, hacen que se tire lo que no había alcanzado a demoler Juárez. Por ejemplo, el Hospital de Terceros, para levantar ahí el Palacio de Correos, o el Hospital de San Andrés y sus templos, para levantar en su lugar el edificio de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes que hace el arquitecto italiano Silvio Contri en la plazuela que hoy conocemos como Tolsá. El porfiriato pone su cuota, porque de lo que se trata es de anular el pasado, de borrarlo; lo que se busca en ese momento se llama progreso. Luego se va a llamar modernización.
Hay otro momento que es el que está relacionado con el porfiriato. Cuando se da la creación de las nuevas colonias, de las nuevas urbanizaciones, se comienza a abandonar el centro y los viejos edificios que habían sido casas señoriales se convierten en vecindades; son entregados a nuevas clases sociales que se convierten en los habitantes de los viejos palacios.
El tercer mazazo llega con la Segunda Guerra Mundial. En 1942 se decretan las rentas congeladas y estas vuelven impracticables para los propietarios cualquier intervención en esos edificios. La Segunda Guerra Mundial acaba y las rentas congeladas siguen vigentes durante cincuenta años, durante los cuales no hubo compromiso alguno de parte de los propietarios porque era costosísimo rescatar cualquier cosa. Llama la atención que es hasta los años treinta del siglo xx cuando se empieza a tener noción de que eso tiene un valor histórico, que no son piedras que signifiquen atraso. Entre 1932-1933 empieza la declaratoria de monumentos históricos y el rescate de muchos edificios del centro, pero se decretan las rentas congeladas, y eso provoca que el centro quede en el abandono. Esa es la imagen que nos llega del Centro Histórico hasta que empiezan los proyectos de rescate y se le declara Patrimonio de la Humanidad.
El cuarto golpe es el terremoto, que acaba con lo que no había sido arrasado y pone al Centro en una situación crítica: lo convierte en una zona de abandono y destrucción. Hasta finales de los años ochenta comienzan los primeros planes de rescate y se comienza a pensar que puede haber calles peatonales y que eso, en lugar de generar gastos, puede generar riqueza, inversión, turismo. Pero esa es una idea muy reciente si pensamos que no tiene más de veinte o veinticinco años que se comienza a pensar así, porque antes de eso el panorama es desolador. Y después todavía atraviesa por momentos imposibles de contaminación visual, de desconocimiento, por parte de las autoridades, del pasado que tenían en las manos. Cuando José Iturriaga plantea el rescate del Centro Histórico, Ernesto P. Uruchurtu, el Regente de Hierro, que tanto se admira y que tanto añora la gente amenaza con renunciar, y dice: “Si ustedes hacen eso, yo renuncio”. Con Adolfo López Mateos se piensa destruir la calle Tacuba para entregarla al automóvil y ensancharla. Este panorama, esta cosa que he intentado bosquejar es lo que ha generado el estado en el que encontramos hoy día al Centro Histórico, y desde tal perspectiva es un milagro que el Centro conserve todavía los edificios que se ven de pie.
Saborit: Casi nadie recuerda que el director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Eusebio Dávalos Hurtado, paró los trascabos en la calle Tacuba.
De Mauleón: Ya la iban a demoler, se la iban a llevar…
Saborit: Sí, y él se fue a pararlos.
De Mauleón: Él y Francisco de la Maza, ellos lo detuvieron. Qué tal el proyecto: iban a tender un puente a un lado de la Catedral para conectar con 20 de Noviembre. Si nos ponemos a enumerar la serie de atentados que ha sufrido la ciudad, es un milagro que tengamos un Centro tan bello, tan hermoso y que todavía esté a la altura de cualquier ciudad pese a todo lo que le hemos hecho.
Guzmán Urbiola: Proyectos como ése hubo muchos. Mis padres iban a comprar una casa en Coyoacán, en la calle que va de División del Norte al Centro, pero les dijeron no, no compren ahí, porque ya está aprobado abrir la vialidad de División del Norte del Centro a la Plaza de Coyoacán con cuatro carriles. Y hablo de 1966. O aquel otro proyecto que implicaba hacer un paso a desnivel a un costado de Paseo de la Reforma, transversal a la columna de la Independencia. Salvajadas que se han detenido, por fortuna.
De Mauleón: El libro del recién fallecido Guillermo Tovar de Teresa, La crónica del patrimonio perdido, es fundamental porque es un retrato, un relato sobrecogedor de lo que ya no está. Se dedicó a recopilar las fotografías de lo que fue, de lo que ya no está más, y la impresión que deja es aterradora. Nos falta contar la historia de las destrucciones. ¿Qué habrá pasado cuando meten el metro por la calle Tacuba y lo hacen doblar en el Zócalo? ¿Qué habrá pasado en ese momento para que esta línea azul del Metro atraviese hoy todo el Centro ceremonial mexica y se vaya por la Calzada de Tlalpan?
Saborit: Bueno, Palacio Nacional, Catedral, tienen tantos problemas, yo no digo que por la línea del metro, pero indudablemente ayuda…
De Mauleón: Las vibraciones de los trenes, etcétera.
Saborit: Todos hemos visto en los libros celebratorios de la constructora ica, las fotos donde está abierto el socavón, se ve que están construyendo el cajón del Metro a siete metros, diez metros, una cosa así, de la fachada de Palacio Nacional, y, bueno, la línea verde que pasa a un costado del edificio de la Ciudadela es lo mismo: menos de cinco metros.
Guzmán Urbiola: Guillermo Tovar recibió de sus parientes, de sus tías, una gran colección de imágenes de lo que hoy es el Centro Histórico, se dedicó a catalogarlas y, puesto que acababa de pasar el sismo de 1985 decidió hacer algo muy simple. Se paseaba con esas fotos bajo el brazo. Comparaba lo que mostraban contra lo que había en el Centro y se sobrecogía de lo que había pasado en cien años —son muchas fotos, son de 1870, 1880—, y se puso de acuerdo con una serie de personas para tomar los mismos ángulos y, de manera más que ilustrativa, explicar qué había pasado en todo el Centro Histórico, en todo el primer cuadro. Gabriel Breña ayudó a Guillermo a hacer esos levantamientos con todo cuidado, con planos. Luego Guillermo escribió textos introductorios, explicativos. Estuvo siempre muy cerca de Fernando Benítez, y mucha de la información de El libro de los desastres, de don Fernando, en el que habla de la destrucción de ese patrimonio al abrir las calles en la Reforma, al cercenar esos conventos. Había mucho arte en ellos y muchas bibliotecas, y don Fernando explica a dónde fueron a parar, cómo se desmembraron. Son relatos que sobrecogen. Nos hace imaginar las carretas que cargan las bibliotecas del convento de San Francisco, cómo van rodando por los empedrados y cómo los libros se caen de ellas. (Benítez documentó todo eso con ayuda de Guillermo.) Afortunadamente —y eso siempre pasa, aquí y en el mundo—, siempre hay un señor que va detrás de las carretas, recoge los libros y forma otra biblioteca monstruosa; siempre hay un García Icazbalceta, un Guillermo Tovar que se dedica a reunir todo. Sí, hemos sufrido muchas destrucciones, saqueos, pero también ha habido un número considerable de tales personajes que —hay que subrayarlo— con mucho cuidado y paciencia reconstruyen nuestra historia, nuestra identidad.
Saborit: A propósito de esto último, aprovecho para meter mi cuchara: ¿cómo es que las letras mexicanas acceden a este espacio patrimonial? ¿En qué momento los mexicanos empezamos a considerar que aquello que sucede en el espacio de la cultura impresa puede ser parte, puede concebirse o pensarse como un asunto patrimonial? Mi anécdota favorita es la siguiente: cuando Ángel Pola y un grupo de sabios deciden a finales del siglo pasado localizar la tumba de José Joaquín Fernández de Lizardi, ayudados por los registros parroquiales de Catedral, van a buscar la iglesia donde se sabía que éste había sido sepultado y lo que encuentran, es que el atrio de la iglesia ya no existe, se convirtió en un chiquero, y luego se dieron cuenta de que el cementerio tampoco existía ya. Y no sólo los huesitos de José Joaquín Fernández de Lizardi estaban en un chiquero, sino los de todos los que habían reposado allí. Así, pues, no tenemos los restos mortales del pensador mexicano que identificamos como el primer narrador de la época independiente —si bien es cierto que nació en la Nueva España, murió en la joven República Mexicana—. Así nos podemos seguir. Si continuamos el rastro de algunas vidas, lo que vamos a encontrar es un desastre de muy diversas magnitudes.
De Mauleón: No solamente no quedan las casas, no hay memoria de las casas. En la mayor parte de los casos no hay siquiera una pequeña placa que indique “aquí pasó tal cosa”. Yo recuerdo sólo unas cuantas. Hay una placa en San Juan de Letrán esquina con Tacuba, donde ahora hay un Sanborns. Ahí vivió Altamirano y hay una pequeña placa, pero en esa misma casa nació y vivió Manuel Payno y nada lo indica. En esa misma casa, donde vivieron Altamirano y Payno, vivió antes Fernández de Lizardi, y no hay una placa que lo recuerde. Hay una placa relacionada con el nacimiento de Guillermo Prieto en la primera calle de Mesones, pero está equivocada porque Prieto no nació allí; nació en Tacubaya, en el Molino de las Flores. Vivió en Mesones cuando era niño. Por lo menos, aunque errado, hay un recuerdo. Uno podría hacer un recorrido buscando los lugares donde nacieron, vivieron o murieron nuestros escritores y no hay memoria.
En República del Salvador hay una placa en el lugar donde murió Fernández de Lizardi. Todavía está la placa porque Excélsior la puso cuando se cumplió el centenario de su muerte. “En este lugar murió el pensador mexicano”, dice. A un costado de esa casa estaba el hogar donde nació Ángel del Campo, Micrós, y tampoco hay una placa que lo indique. Hoy hay un edificio, un comercio de esos que han nacido en el Centro, donde venden cosas de todo.
Se podría hacer un recorrido absolutamente literario por el Centro. En Santo Domingo está el lugar donde se suicidó Manuel Acuña; a unos pasos está la casa donde vivió su amigo Juan de Dios Peza. Un recorrido así sería muy interesante no sólo para los turistas, sino para los mismos habitantes de la Ciudad de México. Podría llamarse “los lugares de la literatura mexicana”. Aprendería uno, por ejemplo, dónde estuvo la Academia de Letrán, dónde estuvo el Monitor Republicano, dónde se publicaron tales revistas y tales suplementos, pero no hay eso.
Iturriaga tiene un artículo titulado “Contra el provincianismo de los funcionarios”, en el que se pregunta cómo es posible que pasen por sus cargos tantos funcionarios y no se les ocurra que hay espacios que merecen ser rescatados. Porque eso que merece ser rescatado es en lo que se finca la memoria y donde se finca la memoria es donde nosotros habitamos; nosotros somos nuestra memoria. Claro, a muchos funcionarios esto le suena muy bien para sus discursos, pero como es una tarea que no deja votos, como no tiene punch electoral, pues se abandona el Archivo Histórico de la Ciudad de México. En su sede, en la calle de Donceles, los mapas están colgados casi como en tendedero de mecates. Los primeros mapas de la Ciudad están colgados ahí porque ningún gobierno ha dado su apoyo. Estamos rodeados de proyectos faraónicos como la mega biblioteca, la mega Cineteca, la mega ciudadela, etc., que según la imaginación de los funcionarios en turno, “visten” sus administraciones, y no se hace un proyecto de verdad, que ayude a rescatar la memoria de una ciudad que se ha caracterizado por la destrucción, por el odio a su memoria. Parecería que hacemos todo lo posible por anularla desde hace siglos.
Guzmán Urbiola: Cuando le toca atestiguar la reorganización urbana emprendida por Porfirio Díaz, José Juan Tablada se queda aterrado de ver cómo se tiran construcciones, cómo se abren avenidas. Es muy interesante porque quizás es el único momento en que Díaz empezó a pensar en grande. Fueron sus últimos diez años. Díaz pensó en un panteón nacional, una especie de rotonda que se asentaría por San Ildefonso; pensó el Palacio Legislativo que estaría donde hoy está el Monumento a la Revolución y cuyos leones —que iban a estar en la escalinata del Legislativo— terminaron adornando el acceso al Bosque de Chapultepec, así como el águila creada para ese palacio terminó coronando el monumento a La Raza, que era otro proyecto dentro de la construcción urbana de Porfirio Díaz. Todo convergía en un paseo histórico que culminaría en un monumento a la democracia. Varios monumentos quedaron pendientes, después de Cristóbal Colón, y Cuauhtémoc, habría en la siguiente glorieta (que sigue vacante) uno al mestizaje, luego la Columna de la Independencia y luego un gran monumento a la democracia. Ese mapa, por cierto, también incluía el traslado del viejo Museo Nacional de Moneda a Avenida Juárez, para lo cual el gobierno compró un hospicio de pobres que demolió, pero el nuevo museo nunca se llegó a construir. Hoy se ubica allí el Museo de Artes Populares. Viendo todo esto, Tablada escribe una frase que me persigue desde la primera vez que la leí: “Los mexicanos de ayer son mejores que los de hoy y por eso sus vestigios son un tesoro único”. Lo que Tablada dice —quitando ese juicio de valor de “mejores o peores”—, es que los vivos tienen un compromiso, tienen que hacer un voto de reconocimiento a todos los que los antecedieron. Ese mínimo y necesario respeto de los vivos hacia los muertos es lo que ha permitido en muchos lugares preservar el legado de otras generaciones. Pero, más que preservar, lo deseable es incorporar el valioso legado de los muertos a la vida de los vivos, por medio de pequeñas señales como pueden ser esas placas, y por medio de decisiones mucho más trascendentes, como respetar una determinada traza. Por ejemplo, quizá la gran aportación urbanística de la Ciudad de México del siglo XVI sea ese eje que ahora se ha cortado por las excavaciones del Templo Mayor. Era un gran eje, que unía lo que ahora es República de Guatemala, con el barrio de Tacuba.
La Historia del arte mexicano de Tablada puede leerse con mucho interés y mucho provecho porque abunda en juicios muy inteligentes.
De Mauleón: Artemio de Valle Arizpe, el cronista de la ciudad, decía algo que también hay que recordar: “la maldición de México ha consistido en destruir lo único para levantar lo que puede encontrarse en cualquier parte”. Tiras el Hospital de Terceros y haces un estacionamiento. Creo que esa ha sido la gran maldición de la Ciudad de México —aunque padece varias más, desde luego, la del agua, la de su sismicidad, etcétera—: destruir lo único para levantar lo que puedes hallar en cualquier parte. Valle Arizpe lo escribe en su libro Por la vieja calzada de Tlacopan, que es la crónica de esa calzada, y lo dice concretamente al referirse al edificio de Correos: “una vil copia del Palacio Ducal de Venecia”. Yo me levantaría en armas si ahora alguien intentase tirar el edificio de Correos porque ya es un referente urbano, pero en el tiempo en el que Valle Arizpe dice que Adamo Boari está levantando una extravagancia que podrían haber hecho en cualquier lado, se pregunta ¿por qué levantarla sobre las ruinas de algo que era único y que hemos perdido para siempre? Yo creo que esa gran frase describe lo que nos ha pasado en la Ciudad de México. Porfirio Díaz levanta el edificio de Correos sobre el Hospital de Terceros, el Palacio de Bellas Artes sobre el convento de Santa Isabel, el MUNAL sobre San Andrés.
Saborit: Tan malo como destruirlo ha sido abandonarlo.
De Mauleón: En alguna crónica de 1978, José Joaquín Blanco habla de cómo se fueron los ricos del centro y cómo llegan los comercios de ropa corriente y barata que se anuncian con bocinas, y cómo se va poblando de academias comerciales, de consultorios de “enfermedades secretas”. Esa crónica, llamada “San Juan de Letrán”, retrata el momento previo al gran rescate que comienza en los años ochenta con la Declaratoria de Patrimonio, con la fundación del Fideicomiso del Centro Histórico de la Ciudad de México. El proyecto de rescatar el Centro no marcha como quisiéramos, pero ha tenido momentos espléndidos. Haber quitado a los ambulantes de Corregidora, haberlos sacado de ahí. Recordemos que López Obrador le había entregado el Centro a las clientelas, ¿recuerdan ustedes cómo era caminar por Eje Central?, en el sexenio de López Obrador era imposible. Había dos hileras de ambulantes y a veces en medio de ellas había otros vendedores; en Corregidora, en la calle de Tacuba, todo estaba tomado y lo que pasó con el gobierno de Marcelo Ebrard fue extraordinario, porque por lo menos los reacomodó y liberó la vía pública; hizo el Corredor Regina, Madero se hizo peatonal, comenzó un proceso en el cual la ciudad volvió a pertenecernos de algún modo, el Centro volvió a ser nuestro, se le entregó a la gente, porque la gente lo había perdido.
Guzmán Urbiola: Quisiera decir una perogrullada que vale la pena subrayar: el tema del patrimonio nos importa y nos tiene aquí sentados platicando porque nuestro Patrimonio es de todos, pero no es sólo un tesoro compartido sino un crisol y, a la vez, una fuente de identidad, de unión, la prueba de que tenemos una historia común, por eso es importante preservarlo.