Tierra Adentro
Diana Martín. “Su carne entre mis dientes” Grafito/Tela.

La obra de Angela Carter (Sussex, 1940-Londres, 1992) se caracteriza por reelaborar, en clave posmoderna, motivos e historias pertenecientes a la tradición oral europea, muchas veces con un tono oscuro y erótico que aún en los años 70 resultó polémico. Sus cuentos y novelas poseen una dimensión fantástica y poética que sigue ejerciendo su hechizo sobre los lectores, como afirma aquí la ensayista Jazmina Barrera, quien destaca el valor de conservar esa mirada imaginativa de la niñez en la vida adulta, incluso, en la sexualidad.

Estudié el jardín de niños y la primaria en una escuela al sur del Distrito Federal. El edificio había sido antes un conjunto de establos, así que teníamos amplio espacio para jugar y correr (y en mi caso de piernas patizambas, para tropezarme conmigo misma, como atestiguan mis rodillas llenas de cicatrices). Las fundadoras de la escuela provenían de alguna corriente pedagógica alternativa cuyo nombre no recuerdo. Había “asambleas” donde todos felicitábamos públicamente a nuestros amigos cuando nos regalaban dulces o nos compartían de su lunch y donde quien se sintiera agredido podía “criticar” al agresor para que la comunidad exigiera mediante su voto una disculpa. Años después entendería que tanta crítica constructiva y atención a los sentimientos luego la llenan a una de frustraciones, al salir al mundo real y ver, por ejemplo, las asambleas de la cámara de diputados, o esperar un trato amable de las autoridades a las que, asumimos, podemos siempre hablar de tú. A las malas, una se da cuenta de que el resto del mundo no es así, pero en ese entonces yo disfrutaba de jugar en los jardines a saltar la cuerda o a Los caballeros del zodiaco, y de los talleres de manualidades y artes que teníamos todos los días.

En esa especie de país de nunca jamás pasé 11 años con los mismos veinte alumnos de mi generación sin que el tiempo cambiara mucho nuestra convivencia. En sexto de primaria seguía sin haber nada ni remotamente parecido a un noviazgo entre nosotros, quizás porque después de tanto tiempo juntos ya nos sentíamos más como hermanos que otra cosa. Cada recreo todavía seguíamos jugando a las escondidillas, al resorte y a las canicas, y si acaso ahora intercambiábamos discos y libros en vez de tazos y hielocos.

El cambio no pudo ser más drástico cuando, al terminar la primaria, algunas amigas y yo nos fuimos a una secundaria diminuta en Coyoacán con tareas, exámenes, The full catastrophe, como diría Zorba el griego. El edificio era tan chico que había sólo una cancha donde jugaban futbol los alumnos populares, y algunas bancas donde se congregaba el resto de los estudiantes. Ese primer día de clases mis compañeras de la primaria y yo intentamos jugar a las escondidillas, pero entre los balonazos y la pena de entrar a salones de otros grados, pronto nos rendimos. Entonces decidí resignarme y me uní a los grupos de amigas que charlaban en las bancas. Pronto me di cuenta de cuál era la dinámica de aquellas pláticas: todas ellas elegían a un muchacho “que les gustaba” y daban por turnos actualizaciones acerca del estado de la cuestión: Ya se me acercó, me saludó, me vio de lejos. De poco más se hablaba en los recreos. Y después de un par de meses así comencé a deprimirme. A mí los chicos me interesaban muy poco, y ninguno en particular, así que elegí al menos accesible (de preparatoria, guapísimo y con novia) para que mis aportaciones a las charlas se limitaran a cosas como: “hoy trae una blusa naranja, creo”.

En mi casa se decía que a Tepepan, donde vivíamos, no llegaba la televisión, así que desde chica leí mucho. Pronto me entró una fiebre obsesiva por los cuentos de hadas, desde los rusos crudelísimos hasta historias más recientes de princesas enamoradas de piratas feos. Mi obsesión fue desde el principio La bella durmiente. Me sabía los diálogos de la película de Disney de memoria, obligaba a mi madre a comprar todas las versiones existentes del cuento en cada librería a la que entrábamos.

Un día un amigo me vio haciendo ejercicios de dibujo en un cuaderno y me preguntó que por qué hacía yo aquello. Le respondí que para que no se me atrofiara la imaginación. Me aterraba que “crecer” fuera eso: tu vida entera girando alrededor del sexo o del futbol (como veía que era el caso con varios hombres), a perder la capacidad de sorprenderse ante esa y cualquier otra cosa.

Mucha de la música que escuchábamos yo y mis amigas en MTV y los reality shows que veíamos me hacían sospechar que la pérdida de imaginación era una verdadera posibilidad. De todas formas, encontré tiempo para leer, casi siempre novelas góticas de fantasmas, vampiros, detectives o niños abandonados, muchas veces novelas de fantasía, como Las crónicas de Narnia o El señor de los anillos, versiones extendidas de mis queridos cuentos de hadas. Entre más exótico fuera el tema, más raros los personajes y más alejado el mundo o la época de la novela, mejor. En estas novelas la sexualidad se reducía al beso del vampiro o al acalorado movimiento del abanico de las señoritas victorianas.  Pero entonces, cuando tenía 15 años, como Melanie, la protagonista de The Magic Toyshop, conocí a Angela Carter.

El primero de los cuentos que leí de la autora se llamaba “The Company of Wolves” (“La compañía de los lobos”) y comienza así:

 Una bestia y solo aúlla en la noche del bosque. El lobo es carnívoro encarnado y es tan astuto como feroz; una vez que ha probado la carne nada más lo satisfará.

De noche, los ojos de los lobos brillan como llamas de velas, amarillentas, rojizas, pero eso es porque las pupilas de sus ojos crecen con la obscuridad y atrapan la luz de tu linterna para devolvértela: rojo de peligro; si los ojos de un lobo reflejan sólo la luz de la luna, entonces brillan con un verde frío y artificial, un color mineral, punzante. Si el viajero incauto advierte esas lentejuelas terribles y luminosas, cosidas de pronto en los negros matorrales, sabe que debe correr, si el miedo no lo ha paralizado todavía.

Pero esos ojos son todo lo que podrás observar de los asesinos del bosque que se reúnen invisibles detrás de tu olor a carne cuando vas por la espesura imprudentemente tarde. Serán como sombras, serán como espectros, miembros grises de una congregación de pesadilla; ¡Escucha! su largo y ondulante aullido… un aria de miedo hecha audible.

El cuento es parte de una colección llamada The Bloody Chamber (La cámara sangrienta) que Carter escribió después de traducir los cuentos de hadas clásicos de Perrault. Cada uno es una sorprendente reescritura de estos conocidos cuentos: Barba azul, La bella y la bestia, El gato con botas, Blanca nieves, La bella durmiente (que en el cuento de Carter es una vampira. De inmediato revivió en mí a la coleccionista de bellas durmientes). “La compañía de los lobos” es, como habrán adivinado ya, la reescritura de Caperucita roja. La historia comienza narrando una serie de leyendas de hombres lobos, como si el narrador fuera la voz del pueblo, de algún pueblo francés del siglo XVII donde, dice el historiador Robert Darnton, que analiza los cuentos de hadas desde una perspectiva histórica, los lobos eran en efecto una amenaza muy real: que si los hombres lobos tienen una sola ceja, que si nacen con los pies hacia abajo, que si regresan años después a comerse a sus esposas o se vuelven cortesanos de ciertas brujas rencorosas y les aúllan día y noche. Después de este prólogo la narración cambia y se enfoca en una chica, Caperucita. Ya desde el comienzo de esta parte sabemos que esta muchacha será distinta a la Caperucita del cuento de los Grimm o de la de la versión de Perrault: para empezar porque lleva consigo un cuchillo y según nos dice la posiblemente narradora (porque es difícil eludir el hecho de que quienes contaban estas historias eran casi siempre las mujeres: las abuelas junto a la chimenea para advertir a las niñas incautas de los peligros que habitaban el bosque o las niñeras campesinas cuando acostaban a los niños de los aristócratas) el hecho de haber sido amada y protegida por su familia la ha hecho no temerosa, sino temeraria.

Desde el principio, Carter desata los posibles símbolos que contenían las versiones orales de esta historia. Por ejemplo, en la primera versión registrada de esta narración que se llama “La historia de la abuela”, siempre ha sido un misterio por qué Caperucita debe elegir entre dos caminos, no el camino largo y el corto, sino entre el de los alfileres o el de las agujas. Una hipótesis dice que se debe a una especie de ritual en el que a las chicas se las mandaba a los 15 años con una costurera para que después de aprender de ella pudieran recibir pretendientes. Las prostitutas, en cambio, se colocaban agujas en las mangas para señalar su oficio. Así que el camino de las agujas o el camino de los alfileres podría simbolizar el camino de la decencia o de la decadencia. O también es posible que no haya ningún significado detrás, que sea otro de esos absurdos de los cuentos de hadas que explotaron después en las novelas de Alicia, de Lewis Carroll, y cuyo encanto radica precisamente en que no tienen explicación. Así también sucede con el elemento de la caperuza roja, que en el cuento de Carter se debe (y se nos dice abiertamente que es así) a que la chica acaba de comenzar a menstruar y también a la idea del sacrificio. O con el huevo que se menciona, que es redondo como ella, que aún es virgen. En la versión fílmica de The Company of Wolves para la que trabajó Angela Carter con el director Neil Jordan, los símbolos son aún más explícitos, como los lobos con los que sueña la chica, que atraviesan las ventanas como metáfora de la primera relación sexual.

En “La compañía de los lobos”, Caperucita, como era de esperarse, se encuentra al lobo, pero esta vez es ella quien sugiere un reto: si él llega primero a casa de su abuelita, ella le dará un beso. Así que se desvía y se retrasa lo más que puede para que el lobo gane y ella pueda así besarlo. En el siglo XX hay muchas versiones en las que Caperucita Roja es la seductora, pero con Carter suele ser la forma, más que la trama, lo indiscutiblemente original. Por ejemplo, la manera en la que describe al lobo llegando a la cocina de la abuela. Dice: “la noche y el bosque han entrado a la cocina con la obscuridad enredada en el pelo”. Carter suelta de pronto estas imágenes que refuerzan el tono metafórico y onírico de la narración en donde, el fuego y la nieve aparecen como símbolos opuestos y complementarios una y otra vez. Cuando Caperucita encuentra al lobo dice el cuento que “sabe que el miedo no le servirá de nada y entonces deja de tener miedo”. Angela Carter recuerda que era su abuela quien le contaba el cuento de Caperucita y que gran parte del poder de la historia se encontraba en la actuación de la abuela. Cuando le decía a Angela la famosa línea climática: “para comerte mejor”, le hacía cosquillas: una abuela actuando de lobo actuando de abuela; María Tatar sugiere que esta escena en el cuento original representaba más que una seducción metafórica, era parte de un miedo literal de los niños a ser comidos. Yo recuerdo a la perfección la vez que nos hicieron ver en la primaria la película La guerra del fuego, donde salían unos neandertales caníbales. Le pregunté a la maestra si todavía el día de hoy existían los caníbales y como ella me dijo que sí, pasé noches en vela aterrorizada ante la posibilidad de que yo le fuera a resultar apetecible a un extraño pasando un día por la calle. La abuela de Carter aplacaba ese miedo con las cosquillas. Y la risa de esa niña es la misma que la de la Caperucita del cuento de Carter, que se ríe, porque sabe que “she was nobody’s meat” (no era un filete para nadie). Lo que sigue es una escena en la que Caperucita seduce al lobo y en donde otros lobos se reúnen alrededor de la casa para acompañar ese rito con su canto. Esta escena está mucho más cerca de “El cuento de la abuela”, en donde Caperucita realiza una especie de ritual (que en el cuento de Carter se nos describe como el ritual de un matrimonio salvaje) y se quita una a una todas las prendas de ropa que trae puestas encima, lanzando cada una al fuego, descubriendo poco a poco su piel blanca como la nieve. Al final de “La compañía de los lobos” una voz que no puede ser de ningún narrador si no de Carter misma, burlándose de las expectativas del lector, nos dice: “¿Ves? Duerme sana y salva entre las patas del tierno lobo”. Este final me regresó a una versión de Caperucita que leía yo de chica, llamada ¡Qué lobo más raro! de la cual recuerdo la frase: “hay que ver que guriguay tan guay”, y en donde el pobre lobo famélico, la niña y la abuela terminaban cenando todos juntos, como amigos.

En los cuentos de hadas “originales” (aunque esta palabra es por demás incorrecta para describir estas historias, porque los cuentos de hadas provienen de una tradición oral antiquísima, en donde no hay una versión original sino una multiplicidad de versiones extendidas de boca en boca cuya primera narración es imposible de rastrear, de allí que Jung sugiriera que eran parte de nuestro imaginario colectivo, que habían estado allí desde siempre), o mejor dicho, en las versiones orales más antiguas que los antropólogos, empezando por los hermanos Grimm, han descrito, y como recordarán los lectores, en esa ocasión en que algún primo o amigo les mató la inocencia diciéndoles que en realidad a las hermanas de Cenicienta les cortaban los talones para que sus pies cupieran en la zapatilla, o que La Sirenita termina disolviéndose en espuma de mar, en esas versiones abunda la violencia gráfica: mutilaciones, canibalismo, infanticidios son algunas de sus facetas, además de temas sexuales como el incesto y las relaciones premaritales. En las segundas versiones de los cuentos de los Grimm, así como en las narraciones de Perrault, pueden quedar rastros de violencia, pero casi ninguno de tema sexual. Perrault, por ejemplo, elimina la mención al canibalismo de la historia original de Caperucita roja (cuando el lobo la obliga a comerse un pedazo de su abuela y a beber un trago de su sangre) y a diferencia de versiones anteriores, hace que el lobo se coma a Caperucita roja como castigo por haberse dejado “seducir por la banalidad de las flores y por el lobo”. La moraleja de la historia dice algo así como: “No todos los lobos son iguales. Algunos son encantadores. No son ruidosos, brutales y corajudos, sino dóciles, agradables y gentiles, y siguen a las señoritas directo hasta sus casas y hasta sus cuartos. Cuídate si aún no has aprendido que los lobos domésticos son los más peligrosos de todos.” Los Grimm, por otro lado, castigaron a Caperucita por ser una niña desobediente, por salirse del camino indicado. Pero Carter no está allí para aleccionar, ni para censurar nada.

Se dice que su terreno es el tabú. Nada para ella es sagrado y mediante su ironía logra subvertir aquellos estereotipos de princesas y ponis y arcoiris que después de Perrault, los Grimm y Disney pueblan nuestro imaginario al pensar en cuentos de hadas. Así es, por ejemplo en The Magic Toyshop, en donde Carter aborda el tema del incesto, en The Infernal Desire Machines of Dr. Hofman, donde se describe toda una serie de aventuras y fantasías sexuales extrañísimas, o en Nights at the Circus en la que habla de la prostitución sin tapujos. Obliga a replantearnos nuestras ideas preconcebidas acerca del amor y de la feminidad: ¿Por qué es el lobo quien habrá de seducir a Caperucita?, ¿por qué necesita Caperucita de un cazador que la rescate, o, más bien, por qué necesita ser del todo rescatada? Dice Marina Warner, ella misma reescritora de cuentos de hadas, que uno de los mayores aciertos de Carter es identificar que las mujeres se recrean a sí mismas como “mujeres” una y otra vez, y que eso es a menudo el resultado de usar las herramientas que se tengan a la mano, sexualidad incluida, para sobrevivir, como Caperucita que decide seducir al lobo en vez de que éste se la coma. Muchas de las feministas de su tiempo rechazaron la obra de Carter, dice Warner, porque hablaba de la obstinación de las mujeres, y de su atracción por la “Bestia” en medio de la repulsión. Así sucede en este cuento, donde el lobo es más fascinante que cualquier príncipe, pero lo mismo ocurre en otros, como en su versión de la Bella y la bestia, “The Tiger’s Bride” (“La novia del tigre”), donde la principal atracción que ejerce la Bestia no se debe a su lado “humano”, como plantea la versión de Disney, por ejemplo, sino a su lado salvaje. O en su versión de Barba azul, “The Bloody Chamber” (La cámara sangrienta), donde la esposa del tirano parece por momentos sentirse tan encantada como repelida por los crímenes de su esposo. Al final de “The Tiger’s Bride”, el hechizo se rompe y en lugar de que la Bestia se vuelva humana es la Bella quien se convierte en otra bestia. Siguiendo a Warner, esta visión rompe con las aspiraciones femeninas con las que se identificaba a los cuentos de hadas desde los salones de la época de Perrault, cuando las mujeres de la aristocracia competían por ver quién contaba la versión más refinada de los cuentos que escuchaban de sus nodrizas.

Puede inducirse del ejemplo de la Bella que para Carter ninguna identidad es fija. Y esto se refleja en su prosa, que es la del carnaval, que celebra la carne (con la que esta palabra comparte una raíz etimológica), los híbridos, los monstruos y el travestismo. De hecho muchos de los protagonistas en sus historias fluctúan entre un ser y otro, como la mujer ave de Nights at the Circus, o una identidad sexual y otra, y juegan con los disfraces y las apariencias.

Esa misma flexibilidad, esa capacidad de mezclar ingredientes como en el caldero de una bruja, se disfruta en su lenguaje. Lo mismo abreva de la imaginería del gótico que del barroco, del simbolismo que de la cultura popular. Su prosa es adornada, artificial y voluptuosa. Con Angela Carter aprendí a no temerle a los adjetivos. Y hasta la fecha, una de mis imágenes favoritas es cuando describe el castillo de Barba azul, que es ni más ni menos que la abadía de Montmartre, de la siguiente manera: “Aquel castillo, que ni pertenecía a la tierra ni al agua, un lugar anfibio y misterioso, que contradecía la materialidad tanto de la tierra como de las olas, con la melancolía de una sirena que se encarama en una roca y espera, eternamente, a un amante que se ahogó lejos, muy lejos, hace mucho tiempo. Ese lugar hermoso, triste y sirénido”. Carter sabe seducir y embrujar con las palabras. (En inglés la palabra hechizo es la misma que deletrear “spell”, de donde se deduce que el lenguaje, la enunciación y la magia están íntimamente ligados). No en vano Salman Rushdie, amigo cercano de Carter, con quien compartía su gusto por lo irreal y sus experimentos con el lenguaje, le dedica su estudio sobre El mago de Oz y la llama “Primera Maga Deluxe”, Gran hechicera, reina bruja benevolente, reina de las hadas. Carter logró transformar, desacralizar una serie interminable de mitos, y aun así conservar en ellos su encanto, su misterio y su atracción. Los revitaliza gracias a su ejercicio del lenguaje.

Otras escritoras contemporáneas de Carter se han acercado también a la reescritura de los cuentos de hadas, autoras como Margaret Atwood, A.S. Byatt, Emma Donohue, Joyce Carol Oates y Anne Sexton, y la practican desde ángulos muy distintos, muchas de ellas modificando las tramas o trayéndolas al día de hoy. Mi atracción inicial hacia Carter se debió a que no eludía lo sobrenatural. Sus historias preservaban esa tradición de lo inexplicable, lo maravilloso y lo gótico que yo disfrutaba desde hacía ya tanto tiempo. En ellas aparecen vampiros, monstruos y freaks, y la magia conserva su papel esencial. Especialmente el potencial metamórfico de la magia, volviendo a la importancia de las mutaciones y de los mutantes en Carter.

“Caperucita roja” es en muchas interpretaciones y en la versión de Carter, un rito iniciático, como lo fue para mí la lectura de estos cuentos, hace ya tantos años. Antes de que mi querida maestra de la universidad, Aurora Piñeiro, me adentrara más en la obra de Carter, la primera vez que leí estas historias transformaron mi visión de la sexualidad porque en sus cuentos y novelas ésta nunca aparece disociada de la invención ni de la creatividad. La sexualidad en Carter es parte de la naturaleza, pero no de una naturaleza plana, sino una inescrutable e intrincada como el bosque nocturno. “Mi cuerpo es la morada de una libertad sin límites”, dice Fevvers, la protagonista de Nights at the Circus. La seducción tiene que ver con la inteligencia, la sabiduría y la palabra de donde el lobo, el que logra convencer con su retórica y que en la versión de Carol Ann Duffy de Caperucita roja es ya literalmente un poeta, resulta ser tan experto. La sexualidad es además otro aspecto de la curiosidad, de una curiosidad que nunca se satisface del todo, como le sucede a la protagonista de “La cámara sangrienta”, la esposa de Barba azul, cuya curiosidad la lleva al borde de la muerte hasta que la rescata ni más ni menos que su madre.

Por último, los temas sexuales en Carter vienen acompañados siempre de humor o de ironía. Cuando la piadosa abuela de “The Company of Wolves” descubre que el lobo es el lobo y no su nieta, lo describe desnudo y, parodiando el famoso “qué ojos tan grandes tienes”, no puede sino reparar en sus (cito): “genitales, enormes. ¡Ah! enormes”, dice. Se escucha a través del cuento la risa de la niña Angela y la de Caperucita casi al final de su historia. Es parte del carnaval, de la burla y la irreverencia, de un mundo que no se rige por las normas de nadie.

Salman Rushdie afirma en una sentida declaración tras la muerte de Carter que ésta encaró la muerte con bravura, que se le plantó enfrente, le pintó un dedo y la insultó diciéndole que no era más que un enano feo y asesino. Para Rushdie, Carter, quien aún no es valorada como lo que para él es, una de las mejores escritoras de habla inglesa del siglo XX, triunfó de esta manera sobre la muerte, con las armas de una bruja burlona y seductora.

Hay un cuento de Chesterton en el que un hombre extraño que viaja en tren le pide a otro un cerillo. Éste le ofrece encender su cigarro, pero el extraño le dice que no quiere el cerillo para encender ningún cigarro. Se indigna ante la incapacidad del hombre de asombrarse con aquello que de niños nos parece fascinante: la transformación fantástica de la madera en llama y ese fuego milenario que ha durado más que cualquier civilización (la historia, dice, es una procesión de antorchas). El hombre sólo quiere el cerillo para contemplar el fuego.

Leer a Angela Carter por primera vez, o volver a leer alguno de sus libros, es sorprenderse siempre y abrir la puerta a mil y un más lecturas. Siempre que leo a Angela Carter me siento como una lectora temprana.