Tierra Adentro
San Jerónimo en su estudio, por Hendrik van Steenwijk II.

Aunque lo parezca,  no exagero cuando digo que fui educado en un núcleo familiar que, desde generaciones atrás, jamás conoció las vacaciones. Rodeado de personas que veían el descanso como una forma de debilidad, se volvía imposible levantarse tarde y estar sin hacer nada. A fuerza de contagio, terminé por pensar como ellos y odiar toda forma de holgazanería. Cuando era estudiante, mi costumbre era trabajar con mi familia en las supuestas “vacaciones” de verano o invierno. Descansar siempre fue para mí, no tomar vacaciones y conocer lugares lejanos como un nómada de ocasión, sino ponerme cómodo para pensar en qué faltaba por hacer.

Nadie niega la necesidad de las vacaciones como prerrogativa laboral, pero sí hay que negar la manera premeditada en que se espera que se pasen las vacaciones; de eso depende que podamos comprender a aquellos que como yo son incapaces de tomarlas en esos términos supuestos.

Hace menos de un mes pedí vacaciones para hacer trámites y concluir algunos pendientes de las múltiples tareas cotidianas que ya no me dejaban vivir en paz. Cuando le conté a una amiga que había tomado vacaciones para eso se indignó tanto que me hizo escuchar un alegato en favor del nómada: había que viajar, moverse, salir de preferencia al mar (con sol, cerveza y trajes de baño; no creo que estuviera pensando en el mar de Seattle), salir a otra ciudad, perder los estribos y olvidarse de la trágica costumbre de estar en el mundo.

Por un momento le di la razón, pues cuando se trata de disfrutar la vida, cedo ante el oponente debido a una autodiagnosticada anhedonia. Así, los primeros días de mis vacaciones los dediqué a hacer trámites: burocracia acumulada en los cajones de la recién vida adulta. Desesperado ya desde el instante en que saqué la pluma para firmar el primer documento, se me ocurrió, ¿por qué no? dedicar mis días de asueto para refutar los argumentos de mi amiga y en el mejor de los casos, mostrar qué tan arbitrarios eran. ¿Por qué se cree que viajar es bueno? ¿Por qué el tiempo libre se debe dedicar a gastar y a distraerse?

Mientras terminaba los trámites pasé a la biblioteca un par de días para buscar diccionarios analógicos con definiciones conceptuales de las palabras involucradas. El vocablo de ocio, por ejemplo, antes del siglo XIX, era más cercano a la visión de la cultura romana: no significaba estrictamente ponerse pantuflas y ver la tele, o ir a una tasca agreste en una carretera; no, el ocio romano era el teatro, las obras literarias, los baños públicos, las caminatas de jardines y eventualmente las estancias en las villas. Tanto para los romanos como para las sociedades europeas, el ocio era una práctica aristocrática. Y quizá lo sigue siendo. Lo esencial, de cualquier modo, es que no significaba únicamente distracción, sino también recreación.

Supongo que la inclinación al trabajo que tenían los desmesurados agricultores de mi familia se debía a que eran propietarios de huertos, tierras y ganado. Trabajaban su propio patrimonio. No es lo mismo dedicarte con pasión a algo que te beneficia directamente que entregarte con pasión a ser explotado. En su caso era muy comprensible dedicar todo el tiempo posible a lo suyo y obligar a que su propia familia hiciera lo mismo. Además, ese tipo de trabajo no contempla vacaciones porque no exige mediadores entre el trabajo y el producto del trabajo: si no siembras, no comes. Para poder tener vacaciones necesitas que alguien más haga lo que tienes que hacer, y en estos casos, no hay nadie más que lo haga. De allí que sea tan aristocrático viajar a otras regiones a pasar largas temporadas.

Durante mis vacaciones caminé mucho, algo que ya no suelo hacer por la miseria de tener un trabajo “intelectual”. Como “flâneur”, aproveché la ciudad antes del tiempo de lluvias. Caminar, extrañamente, siempre me ha sido un detonante de la memoria. Mientras caminaba de Insurgentes hacia avenida Universidad por la Colonia del Valle, recordé la visión negativa que la patrística y las terapéuticas tenían del ocio y de las actividades intelectuales. Robert Burton finaliza su Anatomía de la melancolía con un consejo: “No estéis solitarios, no estéis ociosos”. Juan Casiano recomendaba a los religiosos que desesperaban en los monasterios cultivar la tierra, mantener la cabeza ocupada en el trabajo, para que no pesa era en ellos la acedia, el tedio y enfermaran de tristeza.

Las verdaderas vacaciones quizá consisten en viajar. La gente habla con demasiada condescendencia de lo mucho que se aprende viajando. Yo no estoy de acuerdo. Si antes de viajar se estudia, quizá se aprenda algo. Pero ¿realmente la familia que visita Italia aprende historia, italiano, Roma Antigua y otras menudencias? Se aprende más leyendo a Theodor Mommsen. En el tratamiento de la melancolía, la mayoría de los médicos prohibían los viajes prolongados, salvo los médicos ingleses, que decían que la english malady se quitaba en el camino. De hecho, la ciudad de Spa en Bélgica era muy visitada por ellos por sus famosas aguas termales y ferruginosas. Para el resto de los europeos, al contrario de los ingleses, viajar significaba enfermar como británico.

El resto de mis días de vacaciones, además de las caminatas, los dediqué a leer algunas novelas sobre personajes holgazanes; también fui un par de veces al cine, visité a unos amigos y vi todas las conferencias grabadas de Borges en YouTube. Pero durante todos estos días me dediqué a algo, estuve pensando en proyectos, escribí unas cuantas reflexiones, limpié mi casa, compré muebles, pasé mi agenda a archivos electrónicos, hice un plan fallido de vida, repasé algunas gramáticas empolvadas, me estresé, me volví a estresar, me dije “ya no tienes futuro”, etcétera.

El mejor argumento para refutar a mi amiga quizás haya sido el siguiente. Recordemos que la raíz de la palabra “vacación” es la misma que la de la palabra “vacío”, pues el verbo “vacar” viene de vacare, que quiere decir que algo quedó falto. No me gusta sacar argumentos de la etimología, pero es evidente que en la idea de las vacaciones se afinca la ausencia, la interrupción y el vacío. Bueno, pues ese vacío a mí no sólo me causa horror, sino angustia y desesperación. Quienes viajan y hacen planes estandarizados para sus vacaciones suponen, como mi amiga, que allá adónde van no habrá vacío, pero sí lo hay, y encima, habla una lengua extraña. Voltaire me da la razón, también a Burton y a Juan Casiano: o vivimos en la angustia o vivimos en el aburrimiento: “cultiva tu huerto”.