Breve historia íntima de la escritura en migración
¿Qué se gana y qué se pierde cuando una escritora se enfrenta a otros lugares y otras lenguas? Para Cristina Rivera Garza “siempre se escribe desde afuera de la lengua”, que es también ese otro lugar y esa otra estancia que los desplazamientos han dado a su vida.
1. La ventanilla como origen
Todo empieza a través de la ventanilla de un automóvil en movimiento. Ahí está el paisaje que aparece y desaparece sin cesar. Ahí, el encuadre efímero que permite elegir, dentro del caos reinante, ciertos patrones o líneas o centellas. Ahí está la inmovilidad del cuerpo que, acaso no tan paradójicamente, acelera la movilidad de la mente. Ahí está la tierra, lejos de los pies, pero bajo los pies. ¿Qué hace una niña que viaja por horas en el asiento trasero de un Volkswagen Sedan que atraviesa el inmenso norte del país? Se vuelve escritora, por supuesto.
Se escribe en la distancia para vencer la distancia. Hay que estar ahí, rodeada de distancia, para creer lo imposible: que las palabras serán lo suficientemente poderosas para producir lo real.
No creo en la escritura sedentaria. La escritura que me gusta denominar como verdadera es una escritura en migración.
2. Una familia de gitanos
Irse no fue una decisión sino una costumbre. Me iba de la mano de unos padres más aventureros que precavidos, más fuertes que sensatos. Seguían al pie de la letra la ruta del milagro mexicano: del noreste agrícola al norte industrial, del norte industrial al centro de los institutos educativos. Aprender a despedirse es otra forma de aprender a escribir. En lo que se queda atrás—y en el siglo xx lo que se quedaba atrás se quedaba allá para siempre— surgen, tambaleantes, todas las alternativas que luego, sólo luego, se llamarán ficción. Acaso por imposibles. Acaso por descabelladas. Sobre todo porque fueron concebidas y, luego entonces, conminadas. Sobre todo porque, luego, existen.
Se escribe desde el fuera de lugar que es el lugar por excelencia del migrante. ¿En qué se convertirá la adolescente que no entiende lo que pasa a su alrededor, para quien el alrededor es una adivinanza acaso impenetrable? En escritora, sin duda.
3. El romance con la ciudad
¿Existe ya el estudio estadístico que demuestre sin lugar a dudas la correlación entre el amor y la migración? Huía de las provincias cuando llegué al Distrito Federal. No venía en busca de trabajo ni de estudios ni de actividades culturales ni de oportunidad, aunque encontré las cuatro. Venía para tener una historia de amor con mi libertad. Y esto es otra manera de decir que, desde que puse un pie en esta ciudad, me arropé en mi anonimato. Empecé a publicar justo en este sitio, más por azar que por convicción. El arrojo que practica el que no entiende las jerarquías locales y, por no entenderlas, no las honra, no es valentía, sino más bien irresponsabilidad. Anduve por la ciudad así, irresponsablemente. Atareadamente. Felizmente. La devoré por completo, y me devoró. Al poco tiempo, estaba lista para hacer lo que sabía hacer mejor: partir.
4. De súbito
Ahora, veinticuatro años después, todavía me parece increíble la travesía que me llevó al país donde he vivido ya la mitad de mi vida. Todo sucedió de súbito: un país en desgracia, una crisis económica sin resolución alguna a la vista, una oportunidad. Sobre todo: el ansia de irse otra vez. Elevar anclas. Quemar las naves. Empezar de cero. ¿Para qué otra cosa se va uno si no es para eso? Inventarse es otra forma de aprender a escribir.
En honor a la verdad no llegué a Estados Unidos sino a las universidades de los Estados Unidos. Todo se confabulaba a favor de la escritura: la protección económica, la estabilidad de los horarios, la disciplina de la academia y la extrañeza del otro idioma. Una oficina propia es, a veces, una bendición. Un cubículo en un edificio lleno de libros. El milagro de los préstamos interbibliotecarios. Nunca he entendido a los escritores que resienten el mundo académico: como si el mundo no académico fuera, en verdad, menos rígido y menos desgraciado, menos lleno de reglas o menos cruel. Menos injusto. Menos jerárquico.
La universidad me dio lo que Virginia Woolf pedía para escribir: un cuarto propio. La mujer que ya era encontró un contexto que, sin ser perfecto, sí era menos estricto en términos de género. Sin deberle nada a nadie, sin comprometer mi libertad creativa y adecuándome a mis propios recursos, la academia estadounidense, imperfecta como cualquier otra, me ha permitido no atar mis escrituras al gusto de nadie. Ni al mío.
5. Comunidades esporádicas
No creo en el mito del lobo solitario. Lo han dicho muchos y lo he dicho yo: no hay soledad en la escritura. Escribir es hacer comunidad. Como lo demuestra la existencia de complejos enclaves migratorios que involucran comunidades transterritoriales, los que dejan su lugar de origen lo llevan consigo ya de manera imaginaria o ya materialmente. Como las esporas, conforman comunidades intermitentes que surgen, y desaparecen, de acuerdo a la necesidad concreta o los vaivenes de la memoria. A diferencia de las agrupaciones jerárquicas, dispuestas a confirmar el estado de las cosas, las comunidades en migración se alimentan de breves e intensas conexiones que, ya basadas en la identificación ya en la extrañeza, conducen a la complicidad más azarosa.
Sin esas comunidades (de lectores, hablantes bilingües, sindicalistas, danzantes, comunistas, estudiantes, feministas, artistas) habría sido más difícil ir de Houston, donde estudié un doctorado en Historia, a Greencastle, Indiana, donde obtuve mi primera posición estable como profesora de Historia. Y habría sido difícil, luego, el trayecto hacia San Diego, donde obtuve mi segundo puesto académico también en un Departamento de Historia y, después, habría sido difícil regresar a México, para trabajar en el itesm-Campus Toluca. Y, luego, volver a partir, para dar clases de escritura creativa, en inglés, en la Universidad de California-San Diego.
6. Desde afuera de la lengua
Pero escribir es, sobre todo, escribir desde afuera de la lengua. La distancia es también, acaso sobre todo, una distancia con esa lengua que sólo por costumbre denominamos como materna. Si es lengua, es extranjera: estoy de acuerdo con eso. Durante todos estos años he seguido escribiendo en español, pero no fue sino hasta hace poco que tuve que admitir que esto no es una naturalidad o un destino, sino una decisión. Lo he contado antes y lo resumo ahora: alguien lanzó la pregunta mientras participaba en un panel de escritores latinos en Estados Unidos. ¿Por qué decidió escribir en español? Mi perplejidad inicial dio paso a lo obvio. Tenía ya casi mitad de la vida viviendo y trabajando en inglés. Si seguía escribiendo en español era porque había decidido, en contra de todas las circunstancias migratorias, seguir haciéndolo así. Cuando regresé a México (también temporalmente), y empecé a escribir en inglés de manera más constante tuve que aceptar mi otra verdad: escribiría en contra o afuera o en otro lado. Escribir tendría que ser tocar esa otra puerta.
7. Escribir es una línea de fuga
No para entrar, sino para salir. Para cuestionar el estado de las cosas. Para hacerse preguntas imposibles. Para no tener nombre o para tener todos los nombres. Para todos los rostros. Para mutar. Para el plural.
Hacia ti.
[…] «No hay soledad en la escritura. Escribir es hacer comunidad», dice a este respecto la escritora mexicana Cristina Rivera Garza. Los filósofos Deleuze y Guattari, en Mil mesetas, lo explicaban de otra manera: «Cuando se escribe, lo único verdaderamente importante es saber con qué otra máquina está conectada la máquina literaria». No puede existir literatura, ni arte, ni cultura que no esté enraizada en el territorio, que no dialogue de alguna manera con lo que ocurre a su alrededor. Es decir, sí que puede existir, pero estaríamos hablando entonces de una cultura prefabricada, creada exclusivamente para ser «consumida», y en la que se abre un abismo entre el creador —palabra con tintes bíblicos— y los espectadores, entre aquello que nos cuentan y aquello que en la realidad sucede. La cultura, decía Marina Garcés hace unas semanas en el pregón de las fiestas de La Mercè, «es la posibilidad de relacionar los saberes con la vida». La cultura, añadiría yo, es la posibilidad de cantar a coro para rebatir el discurso del poder, y la cultura popular (expresión que en el caso de Nou Barris resulta redundante) es la posibilidad de articular un relato propio de nuestras vidas y del espacio donde estas suceden, en este caso: la ciudad, las ciudades. La cultura popular es, quizás, entonces, al menos para nosotras: la historia de la ciudad desde las afueras de la ciudad. […]