Desfile de una tradición hollywoodense
1
El espacio se reduce hasta pegarse a la piel y volverse una prenda más, ceñida por el sudor y la desesperación: un vagón del metro, cerrado y sin avanzar, es casi un ataúd, una fosa común de bordes exactos, simétricos. Del otro lado de las puertas, detrás de línea amarilla, cempasúchil de piedra horizontal, aguardan los que desean abordar.
Se miran por instantes, unos y otros, luego agachan la mirada en espera de que las puertas se abran. Más allá, desde la oscuridad del túnel, llega el otro tren, con dirección a Pantitlán. Las puertas, por fin, se abren, y una multitud se despliega sobre el andén de la estación Chapultepec bajo la mirada del guardia, parado sobre un pedestal negro; Ciudad de México, lugar de las estatuas vivientes.
Una Catrina colorida, solemne, inmaculada, con tenis fosforescentes, desciende con la majestuosidad propia de los que ya no tienen cuerpo y enfila, junto con el resto de las personas, hacia las escaleras, con rumbo a la luz y el aire, a la superficie. A la vida. Hoy es dos de noviembre.
Una Estela de luz sin luz, faro que guía a los vivos hacia el punto de reunión, yace erguida en medio del día gris. Frente a ella, una calavera gigante, blanco azúcar, celebra la eternidad con el letrero en su frente. Un grupo de policías miran de vez en cuando a la multitud, que crece poco a poco a orillas de Avenida Reforma, río sin movimiento bordeado por flores amarillas, que espera bufando de sonidos y aromas, de carros alegóricos y disfraces de todas las tonalidades, a que la una de la tarde caiga.
Faltan apenas cinco minutos y la gente mira sus relojes constantemente o pregunta la hora al que tienen al lado. “Cuidado con la reja y las partes punzocortantes. Si escucha la alerta sísmica, aléjese de árboles, edificios y postes”, anuncian a través de las bocinas colocadas en el lugar, mientras la gente, poco a poco, una a una, se suman al grupo de espectadores. Un grupo que se ha congregado para honrar a la muerte, le teme a la muerte.
Da la una de la tarde y, por fin, zarpa el primer carro alegórico hacia el Zócalo Capitalino, coronado por una mujer que mira hacia el piso: Mictecacíhuatl. Si de algo sabe esta ciudad es de marchas, de voces en coro y de procesiones largas como una herida que no sana. Si de algo sabe la ciudad es de voces, de aromas, de pieles multicolor y de murmullos que no alcanzan a ser discurso inteligible; lenguaje que no cabe en palabras.
―Vete para allá, córrele ―le indica a una mujer, cubierta con una capa gris de plástico, a su hija, que tiene la misma prenda sobre la cabeza y varias más en las manos.
La niña arranca tras el desfile, esquivando gente que se para sobre las puntas para alcanzar a ver lo que sucede allá del otro lado del resto del público. Un hombre empuja un carrito lleno de refrescos y hielo, cubierto por una lona que anuncia Diablitos, una bebida picante cuyo nombre no deja de causarle gracia a una pareja de extranjeros con el rostro pintado de calavera. La mujer de las capas de plástico mira hacia el cielo; quizá es de las pocas personas que espera que llueva.
Hay quienes siguen el desfile paso a paso, otros se conforman con lo que les tocó ver desde su lugar y luego se quedan quietos, quizá satisfechos, cuando el movimiento ya los ha rebasado y quedan el silencio y la quietud como resaca.
“Soy una tradición mexicana”, anuncia un cartón en el pecho de un hombre de ojos rasgados que camina al lado de una mujer que le explica, en inglés, ciertos detalles de la tradición, de los rostros maquillados, de los alimentos. Los que caminan paralelos al desfile son, en realidad, otro desfile, menos exacto en sus movimientos pero igual de vivo. Los de menor estatura se estiran lo más que pueden y a veces se conforman con levantar sus celulares o cámaras fotográficas para disparar, luego observan la toma obtenida y reconstruyen el resto con la imaginación.
―Oiga, disculpe ―se acerca una mujer a uno de los vendedores, que tiene las manos llenas de mercancía y el rostro desencajado―, ¿este es el desfile de la película?
El hombre encoge los hombros y se da la vuelta rápidamente para atender a quien le pregunta el precio de las sombrillas, pero la transacción no llega a nada y la conversación muere tan rápido como nació. El vendedor se da la vuelta para responder a la mujer, que ahora se encuentra a unos pasos y toca discretamente el hombro de otra persona para, quizá, formular la misma pregunta. Parece que llegó una semana tarde.
Los que tienen puestos fijos miran pasar el bullicio y envían a alguien a seguir el desfile, para lograr más venta. Los que trabajan solos, no tienen más remedio que quedarse quietos, con las tinas de refresco llenas o los platillos a medio enfriar. El desfile ya no existe en esta parte. Una mujer, que vende calaveras miniatura hechas de barro, mira hacia abajo fijamente su mercancía, su demasiada mercancía. Mictecacíhuatl ya va allá a lo lejos, con los ojos también en el Mictlan.
2
Reforma es una avenida de números más que de palabras. A uno de sus costados, sobre la banqueta, se levanta un monumento a los niños que murieron en aquella guardería. 49 ABC, ni uno menos. Un par de kilómetros más allá, una estructura roja, de metal, le responderá, con un grito sin sonido, que también faltan 43+; una cuenta regresiva de los fallecidos, una sumatoria de la ausencia y de la memoria.
Un par de mujeres, con sus niños a la espalda, sostenidos por rebozos que se oscurecen un poco más conforme las gotas que caen del cielo robustecen, caminan entre la gente con obleas multicolores en las manos: ostia de consagración mexicana. Una de ellas le comenta algo al hombre que vende periscopios caseros y luego se separan para tratar de continuar la venta, que parece no ser la esperada. Tal vez no lo notan, pero sus rostros se quedan atrapados, por un momento, en el pequeño espejo en la parte más baja del periscopio que el hombre sostiene en sus manos.
Donato Guerra mira desde su columna la procesión, como cada año, y desde sus ojos de bronce, de su rostro permanentemente sereno, una mirada plomiza cae sobre una mujer en silla de ruedas que es parte del desfile. Un joven de playera colorida, encaramado en el pedestal, lo abraza para no perder el equilibrio y no dejar escapar ningún detalle, mientras una manada de cráneos sobre ruedas desgasta un poco más el asfalto de Reforma.
El Ángel de la Independencia, quieto e indiferente a todo lo que pasa a sus pies, está cercado por estructuras metálicas, como si fuera un castillo pirotécnico a punto de ser detonado. La lluvia, amenaza que se ha vuelto cuerpo, ahuyenta a un par de espectadores, pero los más contumaces se quedan en su sitio: Reforma ahora tiene una doble hilera de estatuas, sobre las que la lluvia cae de la misma forma para luego resbalar al pavimento y recrear, sin que nadie lo note, el cúmulo de lagos que alguna vez fue esta Ciudad.
De entre los que se quedan, resalta un hombre sumamente alto, vestido de Catrín pero con vivos de colores, que no cesa de aplaudir cada que un contingente del desfile queda atrás y da paso a uno nuevo.
―Son sus tradiciones ―resalta a quién le pertenecen estas costumbres, le place saber que no son suyas y aun así las disfruta―. Allá no hay nada así.
Se señala con alegría y lleva su índice derecho del verde que rodea sus ojos al rojo y blanco en su pañuelo para, satisfecho, finalizar en el blanco del rostro. “Es su bandera”, concluye, “miren, esta es su bandera. Sus tradiciones”.
A diferencia del desfile de la semana pasada, donde probablemente este hombre también estuvo, esta vez no hay banderas de otros países, ni en los contingentes ni entre los espectadores. Pero a las orillas del desfile, diversas naciones conviven a través de sus monstruos: niños disfrazados de villanos de comics, de demonios y de criaturas extraídas del cine de horror del Hollywood de los 80, posan junto a los alebrijes.
Una mezcla homogénea de pesadillas, de culturas, de alegría. En el terreno que le pertenece al sueño, no existen las fronteras.
El hombre mira el desfile pasar y, de pronto, como el niño que súbitamente pierde el interés en un juguete, se da la vuelta, se quita la sonrisa y se aleja de Reforma hacia una de las calles perpendiculares, serio y taciturno, sin voltear ni una sola vez.
Cuauhtémoc mira hacia arriba, sin parpadear, mientras cada gota toma una partícula de esmog entre sus diminutas manos de cristal y se arroja sobre la gente que mira pasar el desfile. Así como la lanza del último tlatoani mexica atraviesa perenemente el cielo, Avenida Insurgentes interseca con el cuerpo de Reforma. Silenciosa la primera, como raras veces se le aprecia, casi fantasmal, y bulliciosa la segunda, forman una cruz sincrética que, desde el cielo, debe parecer parte de un gigantesco altar.
―Es que esto es vida, por eso vengo ―asegura un joven de ojos lacustres, con la cara pintada a la usanza de las calaveras. Su cabello rubio flamea ligeramente cuando un poco de luz logra rebasar las nubes.
Primero responde en inglés, aunque luego se aventura a contestar en un español pulcro, fluido, para aseverar que donde él vive, McAllen, Texas, este tipo de cosas no suceden.
―Parte de mi familia es de aquí, de México ―su “aquí” aglutina todo este puñado de lenguas y tierras en un solo vocablo, un golpecito de aire apenas existente―, pero allá, del otro lado, este tipo de cosas no pasan. Por eso vengo cada año, sin falta.
Fiel al peregrinaje que se ha inventado, cada 365 días vuelve para apreciar este desfile que, asegura, “nada tiene que ver con el de la vez pasada”. Habla del desfile del 27 de octubre.
―Mira, mira ―abre las manos y señala todo lo que puede―, ve todos los colores y las tradiciones.
El desfile pasa, otra vez, y la quietud se adueña, hasta donde puede, de este territorio y este cruce de avenidas. Allá a lo lejos, el aire y el silencio no saben cómo salir de la Glorieta de Insurgentes y siguen dando vueltas, persiguiéndose la cola, volviendo al punto del que partieron hace poco. La niña de las capas de plástico, antes de cruzar Insurgentes, parece darse por vencida y comienza a volver sobre sus pasos. Por hoy es todo: los desfiles son animales que no saben andar hacia atrás.
―Estas cosas no las encuentras allá ―y remata―; no las hay.
¿Así, con esta emoción, hablarán los muertos que vuelven?
3
Un Ángel de la Independencia de carne y hueso mira pasar a la gente rumbo al punto de culminación de este desfile, quieto desde su pedestal, con los músculos tirantes para sostenerse en esa posición. A sus pies, una bolsa de tela deja ver algunas monedas. A su lado, a unos metros, hay otros hombres y mujeres disfrazados: personajes de películas infantiles y de acción, personajes históricos. Motolinia es una pasarela de ángeles caídos en quietud, una vitrina de tienda sin cristales y sin venta. Allá, en 5 de Mayo, el Sanborns de los Azulejos tiembla un poco cuando una comparsa de tambores pasa por ahí.
El Zócalo Capitalino espera unos pasos más adelante, como arena que aguarda el golpe del agua para hacerse playa, para romper la ola. La campana de la catedral despierta y vuelve a dormirse casi de inmediato. Un poste con cuatro cabezas de colibrí, cariátide multicolor, lucha por apuntalar el cielo y que no se desmorone; la lluvia cesa por un instante.
“Y este es el pueblo que viene a adorar a los demonios, que viene a cantarle a la muerte, y Dios no quiere que adoremos a la muerte. Lo que está fuera de Cristo no es bueno”. La voz de la mujer, un grito de furia serena, se pulveriza en el molino de la bocina junto a sus pies y luego se esparce en el aire, para que cada uno de los que pasamos junto a ella se entere de que estamos fuera de ese territorio sin tierra que es Cristo.
―No es que esté mal, es que es pecado ―responde lapidariamente cuando se le cuestiona si el desfile es algo malo. La gente la escucha al pasar, luego, al notar el mensaje, se alejan sin más, algunos con una risa socarrona, fingiendo también que no logran ver a los hombres que estiran la mano para recibir una moneda.
México de sus estatuas móviles: mientras un grupo de estatuas de barro avanza danzando a las orillas de la plancha del Zócalo, un hombre, con el cráneo monstruosamente hinchado, es empujado en una mesa con ruedas por una mujer de rostro cansado, casi sin vida, mientras agita un bote con monedas; sus dedos danzan como invocando una lluvia de metal. Esa camilla improvisada es un altar móvil donde el muerto sigue respirando y hay que hacerle ofrendas para ayudarlo en el lento transitar de la vida hacia la muerte. La mujer sigue en su peregrinar individual hacia la muerte mientras, allá en la avenida, una locomotora hecha de mujeres se arrastra con su penacho de copal.
El barullo parece empujar todavía más a las nubes, que se alejan en bandada al ritmo de su propia peregrinación. Después de que pasan todos los contingentes, los espectadores ven pasar al cuerpo de limpia de la Ciudad de México. La música, los disfraces, el barullo, formaron un delgado hilo que los mantenía hechos grupo, pero ahora que el silencio lo ha cortado, vuelven a ser individuos, porque la plancha del Zócalo, que es una Penélope experimentada en deshilar todo tipo de procesión y volverla un puñado de personas, así lo dicta. La mayoría se dirige hacia la entrada del metro, que deja escapar un vaho tibio y salitroso, quizá para volver el año siguiente.
―Acabó muy rápido ―se queja una mujer de camino hacia el subsuelo―, esperamos mucho y todo para que se terminara así de pronto.
Entre el tumulto, de camino a los torniquetes del metro, es imposible distinguir a quién le habla; por sus palabras, no se puede saber si es alguien vivo que vino a ver a los muertos, o un muerto que regreso para ver a los vivos. Parece que al estar bajo la tierra nada es claro.