Tierra Adentro

Ilustración: Santiago Morilla

 

¿Cuál es la primera reacción hoy de la gente en las calles de Madrid frente a una mujer con hiyab? ¿Cuál era hace veinticinco años? Sirin Adlbi hace un relato encarnado de lo que significa ser estigmatizada a través del odio, el temor y la incomprensión en una ciudad que, paradójicamente, tuvo desde sus inicios una fuerte herencia musulmana.

 

Cuando la subieron a aquel avión de no retorno que la lanzaba a lo desconocido, ella no sabía que dejaba allí atrás, en Damasco, no sólo la salvaje dictadura de los Asad y sus amenazas de muerte y tortura, sino todo aquello que antes había existido, salvo su pluma. Su pluma la salvó, porque con ella pudo «seguir siendo/resistiendo» a través de las letras; seguir caminando entre los renglones torcidos del destino del que la quisieron borrar, a ella y a todo sentido de la libertad, dignidad, justicia y esperanza. Quizá lo único que algún día realmente fue, y sigue siendo, es su pluma. Como diría el filósofo musulmán Taha Abderrahmane: «Escribe, luego existe».

Al subirse a aquel avión, dejó de tener nombre propio. Puso un pie en la cuerda sostenida sobre el abismo. Se convirtió en «una mora» en «una mujer musulmana con hiyab». Aquel avión la conduciría al mundo de las sombras, de las «casi personas», tal y como treinta y seis años después revela en su novela autobiográfica árabe Una mora en Madrid, publicada en Beirut en 2016. Un texto que condensa la guerra, la dictadura, el exilio, la migración, el rechazo, la invisibilización, el racismo, la colonialidad, el dolor, la revolución, la resistencia: Siria.

En la primera página escribe:

«Mora»… ¡Curioso término! Que a mis veintiocho años y a los muchos recuerdos que arrastraba conmigo de mi ancha vida en Damasco, nos convirtió en extranjeros. Extranjera hasta la espina dorsal.

Convirtió en extranjeros mis anhelos y sufrimientos y los de mi esposo e hijos y sus sufrimientos. Extranjeras mis hojas y mi tintero. Extranjero mi corazón, cuyos informes médicos certificaron su cansancio.

«Mora»… Tan sólo una palabra, una sola palabra junto a todas estas personas, recuerdos, sentimientos, imágenes… me he doblegado hacia ella, me ha lanzado y abandonado en ella, asfixiándome, lucho contra su prisión, intento romper con uñas y dientes las paredes del peso de su opresión, pero no acabo de lograrlo, pues apenas he comenzado después de todos estos largos años a convivir con ella —¡por suerte y por desgracia!— como lo hago con Madrid mismamente, igual que convive una persona con su padecimiento cardíaco y con el reúma crónicos… sin la existencia de tratamiento y sin solución.

Comienzo a aceptar el papel en cuyo interior Madrid me ha obligado a confinarme.

«Mora»… El papel que me ha asignado Madrid y que me veo obligada a aceptar, el papel del que, después de tantos años, no he logrado ni deshacerme ni desligarme.

La autora de estas palabras es la escritora y opositora siria exiliada en España Nawal al- Sibai: mi madre. Dos años después de su «desgarro existencial», de su llegada a España en 1980, nací yo en la ciudad nazarí de Granada, que tanto le recordaba a ella a Damasco, a sus antiguas, estrechas y olvidadas callejuelas, a sus jazmines y al peso de la historia que flota y ensordece su aire.

Nací pues en el doloroso 1982, el año de las masacres de Sabra y Shatila y de la Hama asesinada por el comandante criminal Rifaat el Asad, que sigue disfrutando con total impunidad hasta el día de hoy de los lujos y opulencias marbellíes, el «amo de Puerto Banús» como le llaman en Costa del Sol».1 Pero nací en Granada y no en Damasco, aunque del mismo vientre en el que anidaba un dolor inconmensurable por la tierra, la dignidad y la justicia, que no podía sino dar forma a mis propios sueños y anhelos.

Tres años después, una segunda despedida. Nos fuimos mis padres, mis otras dos hermanas y yo a Madrid, la ciudad en la que he vivido a lo largo de veintiséis años, hasta que en 2011 me mudé con mi marido y mi hijo de tres años para asentarnos en la Casablanca marroquí.

Madrid es donde he vivido la mayor parte de mi vida, es la ciudad que en gran medida ha dado forma a mi ser, a mi sentir y a mi pensar. Es la ciudad que dibuja el marco y las esquinas de cada uno de mis recuerdos a lo largo de esos veintiséis años, a pesar de ella misma y de su voluntad. Porque Madrid ha sido esa ciudad en la que cuando se celebraba la victoria del Real Madrid en algún viejo clásico, inmediatamente me pretendían encarcelar como a un «mora de mierda» en una eterna condición de «extranjería», de «ajena», de «lejana», «extraña», sin derecho a sentimientos de pertenencia o a emociones compartidas de ningún tipo. De mis padres heredé no sólo el dolor por Siria, sino además la resistencia a la «no condición», la «no identidad», el «no ser» de «moras» o, en palabras más fidedignas, de «moras de mierda».

Madrid nunca me ha dejado sentir duda alguna acerca de quién o qué soy: un objeto colonial. Houría Boutheldja diría una «indígena de la república» (en mi caso del «reino español»). Desde los compañeros de clase en el colegio Lorenzo Luzuriaga, que llamaban a mi hermana mayor «jamona» por no comer cerdo o que nos amenazaban con violarnos y agredirnos en el recreo por ser, otra vez, «moras de mierda»; o la profesora que en el comedor pretendía obligarnos a comer todo el plato de lentejas con chorizo, hasta las miradas acosadoras en la calle que entremezclan desprecio y pena y ametrallan nuestros cuerpos de mujeres musulmanas cubiertos por los últimos vestigios de territorio libre donde poder decidir sobre él mismo, allí donde toda nuestra existencia ha sido ocupada y colonizada. O, cómo no, los eternos recordatorios en todas partes, en el supermercado, en el médico o en el polideportivo de «lo bien que hablamos español».

Al llegar a la universidad todo cambió, o eso creía. Comencé a cursar mis estudios iniciales de licenciatura en el Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid, donde pude disfrutar, salvo muy marginales excepciones, de la compañía inolvidable de grandes compañerxs, profesorxs y amigxs, donde pasé, sin lugar a dudas, los mejores años de mi vida, creyendo que el espacio universitario era un oasis de pluralismo y buena convivencia, en el que me sentía absolutamente ¡¿integrada?!… ¡terrible concepto!

Sin embargo, no era más que un espejismo, el de la excepción de estar rodeada de personas más que familiarizadas con el islam y los musulmanes y que, de hecho, dedican su vida al estudio de esas realidades y, en no pocas ocasiones, a la militancia en pro de sus derechos o de causas tan nobles como la palestina, así como la lucha contra la islamofobia, como es el caso de nombres tan destacables, entre otros muchos, como los de Ángeles Ramírez, Ana Planet, Luz Gómez, Gema Martín Muñoz, Bernabé López García, Puerto García, Ignacio Álvarez Osorio, Fernando Bravo López, Laura Mijares, Ignacio Gutiérrez de Terán…

Mi desembarco posterior en el Departamento de Ciencias Políticas para cursar los estudios de doctorado fue el bofetón que me hizo despertar a esta realidad. Gracias al profesor del curso cuyo título merece ser nombrado: Democracia y Derechos Humanos: las libertades fundamentales en una sociedad en transformación, que a la entrada del aula, al verme, me espetó: «Es la primera vez que veo una mora por aquí… espero no tener que ver más». Gracias también al profesor que iría a ser ni más ni menos que mi tutor, en el periodo de docencia, quien preguntó: «¿Por qué y para qué haces una tesis doctoral si llevas hiyab?» o a la compañera que me dijo que «vestía demasiado bien y elegante para ser una mora»

 

2001 – 2004

11 de septiembre de 2001. Fecha maldita. Los «moros de mierda» pasamos a convertirnos en «terroristas», en «amenaza». Pasamos a ser la «excusa perfecta» para la invasión, destrucción y nueva reestructuración de nuestros países de origen.

Las miradas furtivas de desprecio y compasión pasaron a convertirse en miradas de desconfianza, odio y temor. Mientras iba subida en alguno de los vagones del metro pensaba a menudo que prefería mil veces más las antiguas miradas de desprecio a las desarmantes miradas de miedo. A la sexagenaria señora que, bajo los efectos de los «desinformativos» que machaconamente se empeñan en sembrar la desconfianza, el miedo y el choque, al verme entrar con mi mochila se encogió aterrorizada y se santiguó rezando un padrenuestro, hubiera deseado poder abrazarla con fuerza y decirle que la estaban engañando y manipulando para romper el mundo.

14 de marzo de 2004, atentado en la estación madrileña de Atocha. Por suerte, ese día no cogí el metro para ir a la universidad. Fui a pie hasta Plaza Castilla para coger el autobús. El móvil sonó desesperado, al fondo la voz rota de mi madre: «¿Estás bien? Vuelve a casa inmediatamente». No podía ser cierto lo que estaba sucediendo.

Son días que recuerdo como un vendaval furioso que golpeó a todas las comunidades musulmanas en España. Difícil echar la vista atrás y no sentir, cuando menos, náuseas… rabia profunda. Todos los dedos acusadores se dirigían hacia nosotros. ¡Pero nosotros fuimos y seguimos siendo las principales víctimas! Comenzó, como ya nos hemos acostumbrado a presenciar hoy cada vez que un atentado azota alguna de las ciudades del «mundo civilizado», el carnaval mediático de la extrema derecha, la orgía de la islamofobia, del odio y la tergiversación… La frágil convivencia se vio más en peligro que nunca. Y comenzaron los odiosos «no somos terroristas» de las comunidades musulmanas, que como decía un compañero por las redes sociales, se parecen al «no pienses en un elefante azul».

Queremos la paz,2 así titulamos la obra que como Asociación de Jóvenes Musulmanes de Madrid presentamos, recogiendo setecientas tarjetas verdes, a través de las cuales niños musulmanes madrileños de entre cinco y diecisiete años dibujaron los mapas de sus sentimientos encontrados, de su vulnerabilidad, inocencia, dolor e impotencia ante tanta barbarie. Casa Árabe la publicó en un libro posteriormente en 2009. Un grito desde el naufragio.

 

FINALES DE 2010 Y PRINCIPIOS DE 2011

El pueblo quiere que caiga el régimen. Hemos logrado echar a Ben Ali y a Mubarak. O eso es lo que pensábamos hasta que la contrarrevolución dio la vuelta a todo.

Marzo de 2011. Recibo un whatsapp: «Sirin, mira las noticias».

¡¿Manifestaciones en Siria?! ¡¿Daraa?!

Tan lejos, pero tan cerca. Siria siempre ha estado ardiendo y escociendo en lo más profundo de mi ser. Era nuestra oportunidad. No podía ir a Siria a participar en las movilizaciones pero había mucho trabajo que hacer desde el lugar en el que estábamos en Madrid: apoyar a nuestros familiares y amigos y a los comités de coordinación de la revolución siria. Llamé a un par de amigos, solicitamos el permiso y convocamos para el 17 de marzo de 2011 una manifestación en la plaza Platerías Martínez, frente a la embajada del régimen sirio. Temía que, aún aterrorizada la gente de nuestra comunidad siria en Madrid, muy pocos fueran a acudir. Algunas madres de amigas, al ver lo que iba publicando y compartiendo por las redes en apoyo a la revolución en Siria y al ver que había convocado la manifestación, llamaron escandalizadas a mis padres para que me «controlaran».

Llegó el día y la respuesta era mucho mayor de lo que había podido imaginar, pero muchos iban con las caras cubiertas para no ser identificados por los objetivos de las cámaras de quienes nos fotografiaban tras las ventanas de la embajada para ponernos en listas negras y luego enviarnos amenazas de todo tipo.

Subí a un banco que había en la plaza a leer un comunicado: nuestra condena a la dictadura, nuestra exigencia de justicia y libertad. Sentí vértigo, como si estuviera al borde de un precipicio. Basel, un compañero egipcio que vino a apoyarnos, reía diciendo que desafinaba cuando cantaba las consignas… Apenas comenzábamos a aprender cómo cantar nuestras ansias de libertad, a pesar de la garganta que, literalmente, el régimen genocida de los Asad arrancó a nuestro Ibrahim Qashush3.

Semana a semana, como en Siria, las manifestaciones en Madrid iban creciendo. Desde la Asociación de Apoyo al Pueblo Sirio, logramos hacer un importante trabajo de concienciación y movilización. Lo que en principio eran decenas de manifestantes, se convirtieron en centenares. Después de mucho esfuerzo, reuniones con partidos políticos diversos y con el gobierno, después de mucha sangre derramada, logramos que cerrasen la embajada.

Casi seis años después, el hedor insoportable de los cadáveres de más de medio millón de personas asesinadas por los Asad, Hezbolá, Irán y Rusia (especialmente, pero también del DAESH que introdujeron en el tercer año de nuestra revolución y de la Coalición Internacional encabezada por Estados Unidos) ha cubierto cada recoveco de la humanidad y el ensordecedor eco del silencio y la complicidad internacionales ha desdibujado de nuevo nuestras voces. La esperanza se tiñe de sangre y del más rocambolesco escenario jamás imaginado.

Siria vuelve a ser Madrid y todas las esquinas del mundo. Vuelve a ser las calles de Casablanca por donde paseo y encuentro familias enteras de refugiados con sus bebés, tirados en las calles, suplicando cobijo.

 

DE NINGÚN LUGAR… O DE TODOS

Dicen algunos que la revolución terminó. Que todo está perdido. Que guardar esperanza alguna es de locos. Yo digo que los que así hablan no han entendido nada. No han logrado comprender nada de historia, geografía, política, ni mucho menos de filosofía.

La esperanza hoy, sin duda, es revolucionaria. Es el terreno que difícilmente los genocidas que desde el primer día nos lanzaron la promesa cumplida de «o El Asad o quemamos Siria», no pueden ni arrebatarnos ni quemar. Es lo último que nos queda y a lo que nos aferramos con uñas y dientes.

La revolución no es algo puntual, es una postura existencial, es una forma de vida. Al sistema que se ha levantado a lo largo de quinientos años no vamos a destruirlo en cinco ni en diez años. A los imperialistas y a los colonizadores de Occidente y de Oriente que tanto han sudado para robarnos nuestras tierras y recursos, redibujar los mapas de nuestra existencia y también de nuestros deseos, no vamos a quitárnoslos de encima con «tan sólo» medio millón de mártires o «tan sólo» cinco millones y medio de refugiados.

El pueblo sirio o los pueblos de la región árabe en particular y todos los pueblos colonizados en general necesitamos una apertura de conciencia renovada glocal, una conciencia decolonial, antirracista, antisexista, anticlasista, antiecologicida… que nos permita identificar las raíces profundas de los conflictos que sufrimos hoy y que, por lo tanto, nos permita diseñar estrategias efectivas de lucha y liberación que no nos reinserten sistemática y estructuralmente en las cárceles del sistema mundo moderno-colonial.

Hoy más que nunca, como hija de exiliados políticos sirios, como opositora siria, como musulmana y como árabe, como mujer, como alguien que siente que hace malabarismos constantemente sobre las cuerdas flojas de las eternas fronteras, de las identidades múltiples enredadas, negadas, invisibilizadas, deshumanizadas, quiero reafirmarme en esta lucha, resistencia, existencia viviente y vibrante, que durará por siempre, que ni la pueden agotar ni quemar ni bombardear ni degollar ni desangrar ni violar, que es la lucha de mi pueblo y de todos los pueblos colonizados. Reivindiquemos conjuntamente el derecho a luchar y a dibujar cartografías renovadas. El derecho a existir, a ser.

Porque, precisamente, los que «no somos», «les damnés de la terre», somos lo único que es. El verdadero rostro del sistema, la realidad más elemental de la existencia hoy. De ningún lugar… o de todos.

 

1 http://www.elmundo.es/cronica/2015/11/29/565967d746163f6a768b45db. html

2 https://www.webislam.com/articulos/38366-ajmm_asociacion_de_jovenes_musulmanes_de_madrid_en_memoria_de_las_victimas_no_os.html

3 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=142567


Autores
(Granada, 1982) es doctora en Estudios Internacionales Mediterráneos por la Universidad Autónoma de Madrid y pensadora musulmana decolonial. Autora de La cárcel del feminismo. Hacia un pensamiento islámico decolonial.
Similar articles
Fotografía cortesía de la autora
0 284