Tierra Adentro

Ilustraciones: Mercedes Bellido y Javier Jubera

 

Un mexicano persigue de manera desesperada a un turista finlandés, tan esquivo como borracho, por el barrio madrileño de Chueca. El resultado es una aventura febril, absurda, digna de contarse.

 

Tuomas Böehm, que estará sano
y salvo ya, en algún círculo del
infierno.

 

El señor Parkinnen no dejaba de usar estas palabras entre frase y frase: Marlboro, Nokia, leche, México, cerveza; pero al repetirlas en voz alta, Manuel no lograba encajarlas en un conjunto que le diera pistas sobre su paradero. Se había paseado varias veces por las terrazas llenas de turistas que había entre las calles de Montera y del Carmen, repitiéndolas como un mantra. Qué gilipollas, gritó, finalmente, se me encomienda un borracho peligroso y no soy capaz de encontrarlo. El mendigo que lo observaba sin soltar la tacita de las monedas, sentado a la entrada de una iglesia, parecía decirle: yo sé dónde buscar, pero me valen madre tus ansias.

Alguien tenía que haberlo visto: el violinista que tocaba Vivaldi frente a la FNAC, la señora que ofrecía los décimos de lotería que llevaba colgados del cuello o la estatua humana del Marajá flotante a la que el señor Parkinnen había hecho casi estamparse al suelo de una patada. Todos lo recordaban, pero nadie lo había visto fugarse. Era un extranjero inolvidable al que se había tragado la tierra. Tenía dinero, tenía labia, era guapo, pero no dejaba de beber y, por si fuera poco, era muy probable que conociera la ciudad mejor que el promedio de sus habitantes. Cuando él, Manuel Medina, con pasaporte 0035978GG, llegó a Madrid diez años atrás, no se atrevía a hablar con nadie y no tenía dinero para emborracharse. En ese entonces, el único Madrid que conocía era el de El día de la bestia, una película que siempre recordaba por una escena: aquella en la cual tres personajes excéntricos están colgando de un anuncio luminoso de Schweppes.

Él no buscaba al demonio para exterminarlo, como el cura en la película, pero devolver sano y salvo al hostal a su demonio particular significaba cobrar una comisión como guía de turistas para comprar un billete de ida a su país natal.

Cuando repasó mentalmente la escena de la desaparición, no recordó nada importante. El señor Parkinnen, enamorado como todos los finlandeses de su Nokia, estaba comiendo un burrito en un kebab y a cada bocado bebía medio litro de cerveza. En un momento dado, se le ocurrió que tenía que llamar a su madre y pidió que le compraran una tarjeta de prepago en la tienda de enfrente. Manuel Medina se ofreció a cruzar la calle y comprarla antes de que el marroquí desconocido al que Parkinnen había invitado a la mesa pudiera abrir la boca. Se levantó, cruzó la calle, compró la tarjeta y al volver al kebab ni el finlandés ni el marroquí estaban en la mesa donde los había dejado.

—¿Has visto por dónde se fueron? —le preguntó al cocinero que cortaba en pedacitos el cordero humeante sobre el asador. Pero el cocinero no negociaba información con extraños que no habían pagado ninguna cuenta e hizo como si no entendiera.

Manuel subió por la calle de la Salud, dejó atrás el hostal en que se hospedaba Tomás y continuó hasta Gran Vía. A la izquierda tenía el anuncio de Schweppes, y a la derecha un McDonald’s. Mientras decidía hacia dónde avanzar, volvió a repasar su lista de palabras clave: coger, Marlboro, cerveza, México, leche, ¡leche! La palabra clave era leche.

Lo primero que había hecho Tomás la noche anterior cuando llegaron al hostal fue pedirle una cerveza. Él lo llevó al kebab por primera vez, le pidió una jarra de Heineken y después de dos tragos, Tomás le preguntó con sorna: «Manolito, ¿te gusta la leche?». En ese momento, Manuel pensó que lo estaba vacilando, pero ahora era obvio que esa sonrisa velada de «¿te gusta la leche?» significaba un borbotón de semen. Así llegó a la conclusión de que el único sitio donde podías encontrar a alguien que te preguntaba si te gustaban los borbotones de semen, era la zona a la que siempre se había negado a ir con sus amigos putos: Chueca.

Manuel volvió al hostal antes de ir en pos de su presa. Quería asegurarse de que, si por algún error Tomás volvía antes que él, no se movería de allí. Entró en la recepción y le pidió al recepcionista:

—Si viene por aquí el Sr. Parkinnen, dígale que lo ando buscando y que deje dicho dónde va a estar.

—Si quiere pase a su habitación. Allí está el señor Abdel. Manuel hizo como si supiera de lo que le estaban hablando y caminó de frente hasta la habitación 403. Al otro lado se oía la TV. Tocó un par de veces. La respuesta no fue la que esperaba: ¡Abran! ¡Abran! Joel, el recepcionista, fue corriendo a ver qué pasaba. Los gritos aumentaron: ¡Abran! Joel sacó un manojo de llaves. Cuando abrió la puerta, apareció el marroquí recién conocido del kebab en calzones, estirando la mano como un cuenco, igual que el mendigo de la iglesia, y ya más calmado y con la voz tranquila, explicó: Me dijo señor Parking de ir al cajero para venirme a pagar y de venir pronto, pero no viene.

Durante una semana, Manuel Medina había estudiado a conciencia el mapa de la ciudad, las plazas, los monumentos, las galerías, la historia de los reyes. Había paseado por cada milímetro de las zonas más conocidas de Madrid a pesar de la advertencia: «Tomás ha paseado muchas veces por Madrid, así que no te preocupes y déjate llevar por él, no le lleves la contraria», le había dicho el amigo que ambos tenían en común y que los había puesto en contacto dos días después de que Medina le suplicara: «Tengo que volver a México, tienes que ayudarme, puedo trabajar de lo que sea». Y de lo que sea se acabó convirtiendo en la caza de finlandeses errantes que encerraban a extraños en habitaciones de hotel.

Le dio los últimos diez euros que traía en la cartera al «señor Abdel». Luego le prometió a Joel que volvería tan pronto pudiera recoger el equipaje de Tomás. No te preocupes, le respondió Joel, tu amigo no tiene equipaje, todo lo trae cargando en la mochila.

Pasó por segunda vez frente al anuncio de Schweppes. Quizá llegaría el momento en que él mismo estaría colgado del cartel. Estaba dispuesto a todo por largarse. Pero ni los reyes, ni el callejero en miniatura que llevaba en el bolsillo lo podían ayudar en su misión. Se lamentó de que en todos esos años jamás hubiera aceptado una invitación de sus «amigos putos» para pasear por Chueca. Él era Manuel Medina, doctorando de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid y no tenía tiempo para hacer esa clase de turismo. El conocimiento te permite un profundo acercamiento a la realidad, a costa de no explorar la profundidad de la superficie urbana, solía decir a los tres pendejos que todavía lo escuchaban. Ya habrá tiempo, decía. Y sus amigos putos, madrileños todos, nada contentos, mucho más penetrantes, le decían: ¿Te has vuelto gilipollas o qué? Si vienes del tercer mundo. Y él, divertido, les contestaba: yo vine acá a estudiar, muchachos, no a chupar verga.

Y ahora, en el ahorita de ese momento en que el azul, el rojo y el verde de Schweppes ya borboteaban en una mansa oscuridad desde la azotea de un céntrico hotel en la Gran Vía de Madrid, Manuel Medina estaba a punto de chupar toda la verga que no había chupado en los últimos diez años.

Allí donde acababa la calle de la Salud empezaba la Gran Vía, y al cruzarla, podías caminar unos cien metros hacia abajo y pasar delante de una antigua zona de putas reconvertida en barrio cool, luego entrar por Hortaleza y seguir un par de calles hacia adentro y nada más oler el aire perfumado ya estar rodeado de gente hetero, bi, homo, y de toda la gama LGTB que uno se pueda imaginar comprando en tiendas, hasta que la oscuridad más iluminada expulsa a los que compran y atrae a los que cenan, cogen y beben toda la leche que haga falta.

Manolito Medina bajó despacio por Augusto Figueroa rumbo a la célebre plaza de Chueca. A cada paso se bajaba de la banqueta para evitar roces ambiguos con gente «leather», con «osos» desafiantes, con «musculocas» ofendibles. Tan miedoso se había vuelto Medina que ya no sabía en qué ciudad había vivido o estaba viviendo. Las tardes de cinco años entrando y saliendo de Madrid en autobuses interurbanos para dar clases a niños malcriados porque había decidido dejar el doctorado que le financiaba el gobierno mexicano. Desde entonces, al volver a Madrid desde la periferia, había compartido asiento con nigerianos y ecuatorianas con quienes no temía rozarse. Se había cogido a un par de sirvientas peruanas. Le habían invitado cerveza los fornidos fontaneros polacos. Y cuando llegaba a la central de autobuses de Plaza de Castilla, en el norte de la ciudad, estaba tan hastiado que no tenía ganas de ir a defender su ideología de doctorando de izquierdas a la Puerta del Sol, ni a codearse con manifestantes radicales y alguno que otro japonés temerario al pie de El oso y el madroño.

Por eso le jodió tanto cuando el finlandés, la noche que llegó, le dijo tras el enésimo trago de chela:

—¡Qué bien estar contigo en la madre patria!

—No diga eso, Parkinnen, que suena rancio.

—¿Rancio? ¿Ahora hablas como español? ¿Podrías mejor decir viejo, pasado de moda y no rancio?

—Lo siento, pero es lo que me sale de dentro.

—Pero tú sigues siendo muy mexicano. Fíjate en tu piel, en tu cara chichimeca. No dices rancio si eres mexicano y menos en la madre patria.

—Pues sí, será, pero «madre patria» sólo dicen los políticos, o los turistas babosos que vienen a pasearse por Europa y a comprar souvenirs.

—Yo en Helsinki tengo una terracita con platos de Puebla, un calendario azteca y un cenicero de barro. Y he llevado a mi terraza al embajador de México en Finlandia, al escultor mexicano Sebastián, al dueño de Nokia, y a mucha gente con doctorado. Llevo a México en la sangre y tengo una comadre. ¿A ti te da vergüenza ser mexicano?

—No, claro que no, pero la identidad es otra cosa, no unos platitos de barro.

—Uy, mi mexicano ¡Qué profundo!

Llegó a la plaza de Chueca. Dio santo y seña de Parkinnen y nada. Una pareja de «osos» le invitaron un vermú y cuando salió de nuevo a la plaza y vio todas las mesas al aire libre ocupadas, supo que al señor Parkinnen iba a estar bien difícil encontrarlo. Pasó por el Mercado de San Antón, dio la vuelta en San Marcos y volvió a la plaza por Gravina. De pronto, no supo si por cansancio o por el vermú que se iba tomando en cada bar para despistar a la clientela, le pareció ver a uno de sus amigos putos. Para esquivarlo se metió a un antro, y como aún no eran ni las diez de la noche y no había nadie, el mesero le sirvió su quinto vermú de mala gana. Se le ocurrió que, si dejaba de buscar, quizás Tomás aparecería detenido en los separos de la policía, asaltado o muerto en la cama de un hostal de mala muerte y él recibiría una llamada fatídica. Aunque luego lo pensó mejor: un final así era imposible en un lugar tan aséptico, seguro y pudiente como Chueca.

Como siempre que se agotaba y se le ocurría alguna idea, una última pista le cruzó por la cabeza, como una lucecilla azul en la frente: en el diccionario del finlandés (coger, Marlboro, leche, cerveza, México) había otra palabra muy obvia: Nokia.

Si volvía al hotel quizá tuvieran registrado el número de ese teléfono de última generación del que el señor Parkinnen se sentía tan orgulloso. Quizá aún estaba a tiempo de que todo saliera bien. Pagó su vermú y volvió al hostal siguiendo más o menos por la misma ruta por la que había caminado hasta allí. Cuando se acercaba a Gran Vía los efectos todavía modestos del vermú volvieron a inflamarlo de esperanza. El señor Parkinnen era puto, borracho y nacionalista, pero hasta donde había visto con sus propios ojos, también era un tipo generoso, lleno de vida y de viajes, y eso era más, mucho más que un mexicano medio sobrio, hetero y apátrida que se había perdido todas las movilizaciones sociales y las juergas importantes de la ciudad en la que había vivido en la última década. Todavía estaba a tiempo de irse de juerga con el finlandés, de beber cerveza y fumar Marlboro.

Al llegar al hostal, Joel le dio el número del Nokia. Manuel se gastó todo el saldo que le quedaba en su móvil para hacer la llamada. El tono sonó tres veces antes de que Parkinnen contestara:

—¡Manolito!, estamos con unos amigos en un antro de Chueca y vamos todos a tomar leeeche. Pero a ti no te gusta la leche. Pinche mexicano pendejo —y le colgó.

Hubiera sido inútil volver a llamarlo. Así que dio las gracias a Joel y se fue. Por tercera vez subió por la calle de la Salud hasta Gran Vía y se echó a correr. A sus espaldas el luminoso de Schweppes lo vigilaba en parpadeos tricolores.

Estaba dispuesto a traer a Tomás al hotel. Atravesó la avenida esquivando parejas, familias que iban pacíficas a casa. Hacía años que no corría y la fatiga empezó a pesarle en los pies. En las películas que transcurren en las ciudades la gente nunca corre a no ser que huya de algo, o persiga algo inalcanzable, pensó. Fuera de las películas la gente camina extraviada sin reconocerse en otros. Las ciudades han dejado de ser ciudades excepto cuando se encienden luces de determinados colores y sabemos que se ha producido una catástrofe, que la policía emprende una persecución para encontrar al culpable, cuando un actor famoso llega a la alfombra roja o una plaza se llena de velas para conmemorar una victoria transitoria o un duelo. Eso lo tenía escrito Manuel Medina en alguna nota de página de su extinta tesis doctoral sobre la ciudad y la nota roja en la España contemporánea. En la realidad él se encontraba ya en Augusto Figueroa otra vez, trotando, sudando, tropezando. Cuando al fin llegó, la plaza estaba a reventar pero no encontró a Parkinnen por ninguna parte.

Al día siguiente revisó que el depósito por su trabajo como guía apareciera en su cuenta y, pensando que dejaría de chupar verga, compró su boleto de avión.

Ya en México, empezó a fumar Marlboro, a coger más seguido, a retomar la versión local del doctorado que había dejado inconcluso en Madrid. Y así, como en los cuentos donde vemos que el tiempo pasa porque aparece el sol tropical, la lluvia o la nieve, pasaron los meses, hasta que un día, mientras se tomaba una chela con unos compañeros maestros, le sonó el celular:

—¡Manolito! —era Mr. Parkinnen. Instintivamente, en lugar de hacerle las preguntas habituales de cómo estás, qué has hecho, cuándo vienes, le hizo la pregunta que jamás le había podido hacer, la única pregunta cuya respuesta le llegó a importar esa noche de Chueca.

—¿Dónde estás?

Primero oyó el barullo de la gente, y luego, la risita tosca y sonora de Parkinnen, que pareció tomar aire para contestar:

—Pues si te llamo a ti, ¿dónde voy a estar? En la madre patria.

Y al oír eso, fue él, Manolito Medina, el que se llenó de rabia y colgó.

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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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