Tierra Adentro

 

Las novelas del escritor francés Emmanuel Carrère son inseparables del ensayo y sus crónicas indistinguibles de la autobiografía. Gabriel Bernal Granados analiza en este agudo texto los claroscuros en la obra del más reciente Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances.

 

Pensé que escribir esta historia sólo
podía ser un crimen o una plegaria.
—El adversario

 

El Reino (2014), el libro central de la obra de Emmanuel Carrère, resume la historia de un debate espiritual necesario; la historia de una conversión, no tanto del hombre católico de nacimiento en el hombre católico por convicción, sino la conversión del hombre en el hombre; del hombre en lo que verdaderamente es: uno mismo.

El desencanto que no se abandona; el desencanto como huella dactilar de un estilo. Lo hay en Michon; lo hay en Carrère. Sin embargo, Michon es un artista; Carrère, como escritor, dista de serlo. Hay en él un impulso narrativo genuino, y una malicia que se abona, aunque el autor lo deteste, al decadentismo de una prosa que no puede dejar de estar consciente, en todo momento, de sí misma.

Hay una inteligencia y una idiosincrasia; pero sobre todo hay un ansia —el ansia del libro absoluto o de la obra maestra que pueda conducir al reconocimiento del público. Nuevamente, lo que hay en Carrère es el ansia de una conversión, que iría del escritor principiante al escritor que dialoga en el orden de lo absoluto entendido como libro.

De los libros de Carrère, de los libros suyos que he leído hasta ahora, está desterrada la fragmentación; en sus novelas y en esos engendros bestiales que son sus ensayos novelados —o sus crónicas autobiográficas— no hay escisiones. Habría, en todo caso, fisuras espirituales que para nada tienen que ver con las costuras o el entramado de sus libros.

Sin embargo, ahora que lo pienso, no sería necesaria la conversión del hombre en el hombre si no hubiera una escisión fundamental, si el hombre no estuviera carcomido por la duda. Creer o no creer, pero creer o no creer ¿en qué? La disyuntiva se entiende de una mejor manera si se piensa en opuestos tan desvencijados o radicales como la vida mundana y la vida contemplativa, la acción y la reflexión, la postergación y el riesgo que entraña, en definitiva, el hecho incontestable de vivir, a cambio de una suma infinita de errores. «El fantasma y la revelación divina», dice Carrère en algún lugar de su libro.

La vida del escritor Emmanuel Carrère —el otro al que permanentemente se refirió Borges en numerosos escritos— está constelada de personalidades dobles, que suplantan por periodos y alternativamente la vida del señor Emmanuel Carrère. Philip K. Dick, en la biografía que Carrère escribió sobre el autor de ciencia ficción al que considera «el Dostoievski de nuestra época» (Yo estoy vivo y ustedes están muertos); Jean-Claude Romand en El adversario; Mary Shelley en Bravura; y los emblemas del psicoanalista y el converso en El Reino. Esta sumatoria de alter egos es una constatación del apego irrenunciable que se encuentra en la narrativa de Carrère con respecto a la realidad. Sus novelas son inseparables del ensayo y sus crónicas son indistinguibles de una autobiografía que recibe, de su autor, una mezcla apenas necesaria de veladuras.

El Reino, la suma de todos estos libros, el que los comprende y los apostrofa a todos, es en el fondo la trabajosa articulación de una confesión honesta… Es tan posible creer como no creer del todo… El hombre de fe no es, en esencia, muy distinto del ateo. Ambos se aferran a la realidad del mundo, apretando ya sea una u otra asa de un solo cuenco. «La noche sucede al día, los buenos ciclos a los malos y los malos a los buenos. Esto es verdad, lisa y llanamente, no una verdad embadurnada de moral, como diría Nietzsche. Afirma que cuando estás bien es prudente esperar la desdicha y viceversa, no que esté mal ser feliz y bien ser desdichado». Y al final de la confesión de las propias flaquezas se encuentra siempre la sabiduría.

Líneas arriba dije que había una ansia en Carrère. Esto es verdad si uno se atiene a criterios morales a la hora de juzgar su obra; sin embargo y sobre todo, también debe reconocerse que en su obra hay una idea de la prosa, una prosa que se moldea a sí misma, de la misma forma en que la corriente de un río dibuja el lecho sobre el cual transcurre, de manera incansable y vertiginosa. Carrère, por momentos, se vuelve prolijo, se regodea en los poderes de una prosa que parece fluir con la misma facilidad del río. Abre la llave del grifo y las palabras no dejan de manar durante periodos enteros registrados por la norma de lo anodino o lo insulso; no obstante, también por momentos, Carrère se convierte en artesano de joyas encubiertas en el pajar de su prosa. He aquí un ejemplo (las cursivas son mías): «Incluso sin deseo, sin beneficio. Incluso si al instante le arrastra la corriente de los pensamientos parasitarios, centrífugos —pequeños monos que no cesan de saltar de rama en rama, dicen los budistas—, cada segundo orando, cada esfuerzo por orar justifica el día. Un relámpago en el túnel, un minúsculo refugio de eternidad arrebatado a la nada».

Porque también prosa es una forma de pautar el propio pensamiento.

Como sucede con todos, cuando frecuentamos el vicio impune de la lectura, los hilos invisibles de lo que uno lee se anudan a los hilos invisibles de lo que uno vive. A partir de ahí se genera la trama engañosa del propio pensamiento. Engañosa porque el pensamiento dista de ser propio. Está hecho de vivencias ajenas y vivencias propias, lecturas y contralecturas, hechos y ficciones que dejan de aplazarse en el momento de la escritura, y encuentran entonces una forma definitiva —engañosamente definitiva, porque lo que uno escribe es susceptible, en el mejor de los casos, de destejerse y de mezclarse a los pensamientos de otro para conformar una nueva trama; una obra o una lucubración íntima.

La Biblia es el subtexto que se encuentra en las páginas de El Reino. De hecho, el libro de Carrère puede —y debe— ser leído como un comentario minucioso del Nuevo Testamento, el segmento bíblico que anticipa y reseña el surgimiento del cristianismo. Pero en realidad lo que hace Carrère cuando interpreta o comenta de manera erudita algún pasaje de la historia contenida en el Nuevo Testamento es narrar: visualiza y desarrolla (a la manera de un guión cinematográfico) lo que nadie había visto hasta entonces. Imagina, a su modo, y describe la escena como si se tratara de una derivación. En lugar de una glosa, lo que el lector encuentra es una historia —un organismo viviente o el boceto, para siempre inconcluso, de una novela que no deja de pertenecer a un ensayo en su proyección original; esto es, un proyecto que se interrumpe de manera constante para dar pie a otro, un proyecto que en su simiente comporta la dispersión.

Carrère proyecta todo el tiempo lo que piensa sobre una sábana blanca, como esas películas de súper ocho que nuestros abuelos proyectaban sobre la pared de una recámara sumida en penumbras. «Para que un pensamiento me afecte necesito que lo transmita una voz, que emane de un hombre, que yo sepa el camino que ha abierto en él. Pienso además que los únicos argumentos de peso en una conversación son los argumentos ad hominem. Pablo era de esos hombres que no se hacen del rogar para decir lo que piensan, es decir, para hablar de sí mismos». En el párrafo anterior, Carrère aporta dos claves, la primera para comprender su proyecto literario en general, y la segunda para comprender su intención. Carrère es un escritor que no avanza sin cautela: piensa a partir de imágenes, y todo lo que escribe obedece a esta forma de discurso tan similar al guión cinematográfico: lo que no se puede ver de antemano no es susceptible de transcribirse a la pantalla de una computadora bajo la forma de un texto. Lo que no se puede ver no se puede escribir, ni mucho menos entender. Sólo aquellas ideas susceptibles de ser narradas son dignas de ser trasladadas a la sábana manchada de negro que frente a nuestros ojos aparece en la pantalla de la computadora a medida que vamos escribiendo. (Por otro lado, no son infrecuentes en la obra de Carrère los símiles, las referencias y los desarrollos netamente cinematográficos: a lo largo de su vida adulta, es decir, a lo largo de su vida de escritor, ha dedicado tiempo considerable a hacer guiones para cine y televisión; de él, podríamos argumentar sin temor a equivocarnos que es un «hombre de cine», y un escritor que reconoce sin ambigüedades una plataforma intelectual cinéfila tan relevante en su formación y en el desarrollo de sus obras como la libresca).

El segundo miembro de la ecuación parece más determinante que el primero para comprender la tentativa de la obra impresa de Carrère. «Pablo era de esos hombres que no se hacen del rogar para decir lo que piensan, es decir, para hablar de sí mismos…». Aun en el caso de sus novelas sin ficción —la trilogía conformada por El adversario, Una novela rusa y De vidas ajenas—, Carrère está escribiendo lo que piensa, esto es, está hablando de sí mismo. En su caso, no podría ser de otra manera. Él mismo lo ha dicho: «cuando comienzo a leer una historia, me gusta saber quién me la cuenta»; y quién mejor para contar una historia que uno mismo. En otro pasaje, escondido por ahí en el rincón de los trebejos de nuestra cultura que podría ser El Reino, también lo apunta: «yo hablo de lo que sé». De ahí que los soportes literarios o librescos que podrían fundamentar la erudición necesaria a algunos de sus proyectos más ambiciosos se diluyan frente a la magnitud o la importancia que llega a tener el cine en la historia de una sensibilidad como la suya (que no es otra, en realidad, que la historia de una sensibilidad como la nuestra).

En un punto de El Reino, Carrère se sorprende de que San Lucas, en la relación que hace de la vida de San Pablo en los Hechos de los Apóstoles, pase de pronto de la tercera a la primera persona. Más que un comentario erudito, esta observación se convierte en motivo de una revelación literaria: en el momento en el que San Lucas se inmiscuye en el relato de la vida y milagros de San Pablo, en ese momento nos es más sencillo imaginar su historia. Ver equivale entonces a entender. De otro modo, si no vemos lo que leemos, el relato se vuelve opaco y demasiado abstracto, carente por completo de interés narrativo, personal, mundano. La reconstrucción arqueológica y el comentario ecuménico, el catolicismo verdadero de este escritor que es Carrère, se resume en esta capacidad de ver y entender. Si estas dos premisas no se cumplen al pie de la letra, el acto compartido de la lectura y la escritura, perpetrado de manera simultánea, no se realiza. El Reino al que hace alusión el autor en el libro más ecuménico de los que ha publicado hasta ahora, se vuelve una quimera inalcanzable y desprovista por completo de sentido.

De ahí que la primera persona siempre irrumpa, o esté latente, incluso en las páginas más eruditas de los libros de Carrère. Si no se manifiesta como tal, ésta aparece sugerida en su estilo, por momentos desfachatado o carente de decoro. Hablando de Plinio el Joven, autor de una carta enviada al emperador Trajano para comentar la aparición de una secta religiosa que está, de manera casi imperceptible en ese momento, vulnerando los cimientos de la religión cívica romana, Carrère introduce palabras y tropos todos ellos tomados del habla del barrio. Esto, desde luego, tiene la finalidad de quebrantar una solemnidad literaria de la cual Carrère, como escritor, quiere alejarse. Todo escritor, para ser leído, parece decirnos, tiene que aproximarse a sus escuchas, y la única forma que un escritor tiene de aproximarse a quien lo escucha es hablando de la manera más llana posible, sin importar que los temas que se aborden sean asaz escabrosos o eruditos. El vigor de una prosa, no su acartonamiento, es lo que garantiza un mínimo éxito de lectores. Así pues, la sombra de la conversión de Carrère continúa haciendo acto de presencia en sus libros: nunca, de hecho, ha podido desterrar de sí al fantasma que deambula por su estudio en el momento en el que escribe, previo a la aparición de un dios que no es dable entender en otros términos que no sean los de un desapego a los afectos materiales que nos proporciona nuestra pertenencia al mundo.

Con Pierre Michon (1945) y Pascal Quignard (1948), Carrère (1957) es uno de los escritores de lengua francesa que más proyección internacional ha tenido en las décadas recientes. Sin embargo, lo que tendría en común con sus predecesores inmediatos no es tanto el reconocimiento, que en el caso de los tres ha llegado algo tardíamente a sus vidas, sino la excentricidad de sus proyectos particulares de escritura. Lo mejor de la prosa de Michon se encuentra en la intensidad y el valor de lo minúsculo: sus personajes, prácticamente todos, se parecen a él —habitantes de la periferia, donde la única tabla de salvación frente a los demonios de la disolución absoluta se encuentra en el ejercicio de las palabras—. Quignard es un disidente que ha descubierto su identidad en el nomadismo manifiesto de sus libros. Sin embargo, a diferencia de ambos predecesores, Carrère descree de la miniatura. Su signo discurre por un cauce contrario: el de la profusión y el rompimiento de aquello que considera la tradición. Si de repente, en el transcurso de su prosa, siente que está incurriendo en la poesía, se interrumpe, modula la voz de una manera distinta, más ronca o más burda, y se acerca con cautela a lo que podría ser considerado como una revelación. La divinidad sólo se manifiesta si no la buscas, o incluso si lo que pretendes es huir de ella siguiendo el camino contrario, como sucedió con Jonás y como sucedió, precisamente, con Pablo.

Las revelaciones sólo pueden llegar a través de las pequeñas cosas, y en esto, no obstante su carácter, Carrère parece estar de acuerdo con sus contemporáneos.

Carrère, como Jules Renard, escribe de religión sobre el entendido de que ha dejado de creer a pie juntillas en lo que mandan los credos. El Reino cuenta la historia de un converso, Saúl se convierte en Pablo y Emmanuel Carrère se convierte en… Emmanuele Carrère. En ese sentido, su libro, suma de todos sus libros anteriores, da cuenta de un trayecto necesario en la vida de un autor que se busca a sí mismo, y se localiza finalmente en la dispersión de sus semillas.

Antes que una obra maestra, un libro es muchos libros, y esto no depende de su número de lectores sino de los momentos que un libro contiene en su interior, múltiple y cambiante. Así, al final del primer capítulo de El Reino, Carrère deja que se asome lo que podría ser el sentido último de su «conversión».

Veinte años más tarde, Hervé1 y yo seguimos caminando juntos por los mismos senderos y nuestras conversaciones siguen girando en torno a los mismos temas. Llamamos meditación a lo que llamábamos oración, pero siempre encaminamos nuestros pasos hacia la misma montaña que siempre parece igual de lejana.

Y el sentido último de un libro podría encontrarse, en el mejor de los casos, en la amistad o la conversación.

1 Para los curiosos que no han leído El Reino, Hervé es el nombre del mejor amigo de Carrère, quien, como él, buscaba en la religión el sentido último de la vida, sin desde luego encontrarlo ahí.