De mi personaje
Uno de los aspectos más curiosos de la pintura holandesa es que en su mayoría parece no estar interesada en los acontecimientos bélicos que dieron origen a su patria. Si los artistas holandeses pintaban la guerra, era la de luz contra la oscuridad. Escribió Zbigniew Herbert. No hay batallas, no hay guerreros, las luchas contra España, Inglaterra o Francia no aparecen reflejadas bajo ninguna paleta de colores. La Holanda épica, si existe, está lejos de los lienzos. Es casi como si los holandeses hubiesen rechazado mostrar ese perfil de su historia. El fenómeno es comprensible si tomamos en cuenta que Holanda llegó a tener un mercado de arte tan grande y dinámico como puede ser un mercado de flores o ropa. Los precios de las obras eran relativamente bajos; lo mismo zapateros que nobles podían adquirir una pieza, en general un retrato o un paisaje, para tenerla en casa.
La apariencia de una nación es demarcada en gran medida por el perfil que desea mostrar al mundo. Con las personas sucede lo mismo. Apegados a la etimología de la palabra, el perfil no es más que un simple dobladillo, pero visto bajo un espectro más amplio puede definirse como la vista de costado de un objeto o persona. Perspectiva que por incompleta tiende a la falsificación, al pastiche o la mentira. Desconozco cuándo fue que las páginas en internet destinadas a sintetizar las características de una persona —su fotografía, su nombre, su edad, sus gustos, etcétera— adquirieron el nombre de perfil, pero la nomenclatura me parece de lo más atinada. La vista de una persona, es decir, la pintura incompleta, el costado elegante carente de profundidad, la simplificación y reducción de una entidad a un par de trazos.
Plano superficial o autorretrato de una personalidad regulada por la voluntad del individuo, el perfil contiene, en su límite, fuera de las líneas de su trazo, un panorama más amplio. No sólo la perspectiva desde la cual se construye una persona, sino también todos los puntos ciegos, la multiplicación de lo que es obviado, el efecto de buscar en un mapa lo que el mapa ha dejado fuera. Quizá lo más interesante de los perfiles es que pueden contener todo lo que una persona está dispuesta a mostrar, pero al mismo tiempo evocan las minucias que jamás entran en el trazado. Es como mirar al interior de una casa sólo desde la ventana e imaginar las cosas que suceden a puerta cerrada. Actitud psicótica, desde luego, pero coherente con la frenética paranoia de nuestros tiempos.
Obviando Google + —ya que jamás dediqué tiempo a crearme dentro de esa plataforma— visito Twitter a la espera de encontrarme con alguien similar a mí. No lo hallo. En cambio, hay alguien a quien sin duda conozco, un tipo que podría llegar a ser agradable de no resultar tan aburrido. Ahora que lo pienso, me parece un invitado extraño. Alguien de quien no se espera nada, al que se le mira pararse varias veces para ir al baño, dar un sorbo a su bebida y fumar junto a la ventana sin entablar la mínima conversación. No se sabe su nombre o su edad, de hecho, no se sabe quién lo invitó en primer lugar. Aún así tiene algunos rasgos que lo podrían caracterizar: habla de literatura como si realmente supiera algo al respecto, suele compartir música que, pienso, le gusta, y tiene dos o tres interacciones con otros perfiles que, al igual que el suyo, parecen regulados por una siempre impostada individualidad.
Al tratarse de la transcripción y borradura de un personaje, crear un perfil puede entenderse como un ejercicio de escritura. En él hay más que una férrea idiosincracia, más que una pretensión insostenible. Hay un personaje borrado y tachado, un relato revisado continuamente por su autor, quien, si tiene suerte, podrá estar contento con el resultado, pero en general seguirá construyéndolo. Quizá todo perfil deba asumirse bajo esa percepción: reconocer que nuestra persona no revela nada, por lo tanto ha de seguirse contando.
Del mío sobra decir que no tiene mérito alguno. De los otros, los amigos, los ajenos, los extraños, puede decirse que al igual que la pintura holandesa no son dignos de ninguna épica, y su historia está llena de omisiones y hechos cotidianos; nada sorprendente, nada que pueda hacer las veces del recuerdo. Sin embargo, estos hechos se cuentan, más todavía, estos hechos han sido escritos. Me recuerdan siempre a ese magnífico cuento de Julio Ramón Ribeyro protagonizado por un tal Roberto. Nunca ocurrió vida más insípida y mediocre que la suya. «La vida gris», es el título del relato.