La fábrica de películas
Una cosa que a menudo se olvida: Hollywood es un sistema de producción. Su producto son las películas, y el objetivo final de ese producto —por encima de sensibilidades artísticas, necesidades emocionales o expresivas y cualquier otro rasgo que los románticos le adjudiquen al Arte con mayúscula— es uno solo: vender a través de la narración de una historia —esta última, su preocupación formal básica. Vender boletos de cine, recuperar inversión y volver a echar a andar el motor para preparar otra película y pagar los sueldos de todos los involucrados.
En el camino, artesanos y artistas cinematográficos han encontrado su nicho en ese sistema —o no, y eligen otros rumbos, como las diversas corrientes dentro del cine independiente norteamericano— y han producido obras memorables, significativas (elíjase adjetivo). Para vender una película hay que llevar gente a las salas, y si para llevar gente a las salas hay que elaborar «buenas» películas, pues así será. No obstante, hay que mantener esto en mente: el dinero no corrompe la esencia del cine hollywoodense, al contrario, es su esencia: su motor vital. A diferencia de lo que se piensa a menudo de otras artes, como la literatura, en las que la voracidad del mercado es vista como un problema que achata los elementos más valiosos del lenguaje y su plasticidad, el cine hollywoodense nació como un producto listo para comercializarse.
(Walter Benjamin apuntaba en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica que «En las obras cinematográficas la posibilidad de reproducir técnicamente el producto no es, como por ejemplo en las obras literarias o pictóricas, una condición extrínseca de su difusión masiva. La reproductibilidad técnica de las obras cinematográficas no sólo hace posible del modo más inmediato la difusión masiva de las películas, sino que más bien la impone, sin más». A Benjamin le parecía, hay que recordar, que esa reproductibilidad técnica propiciaba la pérdida del «aura» de las obras de arte. Benjamin, quien murió en 1940, no pudo ver muchas de las cimas del cine hollywoodense —Ciudadano Kane estrenó un año después, en 1941—, pero citas como «El cine es la obra de arte con mayor capacidad de ser mejorada. Y esta capacidad suya de ser mejorada está en conexión con su renuncia radical a perseguir un valor eterno. […] En la época de la obra de arte producida por montaje, la decadencia de la plástica es inevitable» dejan claro que no se habría entusiasmado mucho).
John Ford, Alfred Hitchcock, Charles Chaplin, Buster Keaton y Orson Welles, entre muchos otros maestros del arte cinematográfico hollywoodense, sabían bien esto: hay que vender. (Existe una frase comúnmente atribuida a Hitchcock que podría relacionarse con esto: «La longitud de una película debe estar directamente relacionada a la resistencia de la vejiga humana». Esa filosofía sería impensable en los cineastas de, por ejemplo, el circuito de festivales). No sólo ellos: la memorable Hammer británica, con el gran Terence Fisher como estandarte, funcionaba también como una maquiladora de producción cinematográfica: Fisher llegó a estrenar cuatro o cinco películas al año, todas realizadas con oficio y técnica. En Japón, cineastas como Takashi Miike o Sion Sono combinan taquilla saludable, voz autoral —en algunas producciones: en otras saben prácticamente desaparecer— y una abultada producción: tan solo en 2015, Sono estrenará tres películas y una miniserie, mientras que Miike ha estrenado ya dos películas y se encuentra filmando una tercera. En estos casos, como en el cine hollywoodense, arte y técnica están a la par de la recaudación monetaria.
Y dentro del cine hollywoodense, se sabe, no hay ningún tipo de película más interesada en vender que el blockbuster. Una chick-flick de mediano presupuesto podrá recuperar su inversión y un poco más para salir tablas o tener un pequeño margen de ganancia y todos estarán más o menos satisfechos, pero una cinta de 200 millones de dólares está obligada a vender, digamos, 500 o 600 millones para que los ejecutivos estén contentos y nadie tamborilee los dedos excesivamente en las juntas de los grandes estudios. Las herramientas para vender un blockbuster son muchas y son todas (o casi todas) un volado: desde adaptar un libro exitoso en película protagonizada por una tanda de actores desconocidos —Harry Potter, Los juegos del hambre— hasta filmar la enésima secuela de una franquicia ya zombificada —Terminator, Jurassic World— o, menos visto en estos años, aventarse un llamado high concept original. Esto último suele ser el refugio de las películas con aspiraciones de recaudación pero relativo poco presupuesto: aquí suele entrar el cine de horror, como en Actividad Paranormal, Insidious y Oculus, pero también la ciencia ficción, como Oblivion o Looper, y un terreno más escabroso que todo lo mencionado hasta ahora —al que inevitablemente dedicaré una entrega: el mockbuster.
Todas esas películas suelen apegarse al modelo narrativo del cine hollywoodense, que incluye como algunas de sus normas el «realismo» en la trama, entendido como «un desarrollo minucioso y lógico de las leyes de causa y efecto», según un manual de Frances Patterson de los años 20 para aspirantes a guionistas, el desarrollo en tres (o cuatro) actos, la ausencia de coincidencias hacia el final de las tramas (rasgo entre otros que, según David Bordwell, denota la influencia de la piece bien faite, género dramático del teatro francés decimonónico) y «la apelación a las nociones aristotélicas de verosimilitud y probabilidad» (Bordwell, de nuevo, en El cine clásico de Hollywood). La forma de narrar del cine de Hollywood es la del perfeccionamiento y puesta en práctica de fórmulas ya probadas. Cuando alguien dice que una película «es predecible» respecto a una cinta hollywoodense, en realidad está intuyendo ya la existencia de un clasicismo hollywoodense, de una tradición.
Aquí entra otra cuestión: el cine hollywoodense quiere ser entendido. Esto puede sonar a priori como una obviedad, pero no sobra recalcarlo: no todas las películas ni todos los cineastas quieren ser entendidos. Directores como Joss Whedon y Steven Spielberg buscan la claridad y la inteligibilidad, mientras que gente como David Lynch o Alejandro Jodorowsky persiguen una codificación más compleja, a veces inaccesible; más allá de ese espectro, Andy Warhol o Micheal Snow (y casi todo el videoarte) sirven como un buen ejemplo de cineastas a los que no les interesa ser entendidos. Las reglas de guion y dirección (establecidas por cineastas clásicos sin educación formal en el cine, es decir, artesanos, y después sistematizada por los manuales de guion y las escuelas de cine que formarían a las siguientes generaciones de cineastas) buscan maximizar la comprensión de la historia, atenuando la ambigüedad al tiempo que se narra de la forma más fluida posible. «Este mismo amo ha estado pidiendo la misma película durante cincuenta años», dicen en Vent d’ Est, de Jean Luc-Godard, al referirse al trabajo cinematográfico de estudios.
Hay entre las películas una categoría que nace a finales del siglo XIX y principios del XX, con los hermanos Lumière y George Méliès en cada uno de los lados: realismo y expresionismo. El realismo busca, según Louis Gianetti en Understanding Movies, «capturar el flujo y la espontaneidad de los eventos tal y como eran vistos en la vida real», refiriéndose a lo que hicieron los Lumière en películas como La llegada de un tren. El expresionismo, por su lado, «es la mezcla típica de narrativa caprichosa y fotografía truqueada», «filmes fantásticos que enfatizaban eventos puramente imaginarios», describiendo así el cine de George Méliès. Si imaginamos al realismo y el expresionismo como los extremos de una línea recta, el cine clásico hollywoodense se encontraría en la franja media de esa recta, tomando elementos prestados de ambas tendencias, manteniéndose siempre en una tensión entre esas dos direcciones. Esto ha derivado en la existencia de un realismo hollywoodense, entendido como el seguimiento de las reglas lógicas arriba mencionadas con ocasionales desplantes técnicos o argumentales cercanos al expresionismo. Un ejemplo reciente de esto último está en Paddington, una película a todas luces «realista hollywoodense». Paddington el oso llega a casa y ve cómo una pintura cobra vida en la pared frente a sus ojos. Es un momento lleno de calma belleza, muy inusual en el cine comercial.
Entonces, ¿cómo es posible que en el cine hollywoodense —más aún: en el blockbuster, que por sus condiciones quizá debería ser el más árido de todos los terrenos de Hollywood— se encuentren voces personales, capaces de sacar adelante proyectos inusuales, innovadores y de altos presupuestos? ¿De qué forma Hollywood, entendido como el sistema de producción que busca maximizar ganancias y audiencias, permite que la innovación y la búsqueda estilística se filtre incluso en producciones tan costosas como la recientemente estrenada Ant-Man? Dejemos la respuesta como un cliffhanger, en un necio afán por capturar lectores para la siguiente entrega.
Notas:
1) Walter Benjamin, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica; uso la edición de Pre-Textos de Sobre la fotografía, pero acá hay un .pdf con el ensayo completo por separado.
2) David Bordwell, Jane Staiger, Kristin Thompson, El cine clásico de Hollywood. Un libro esencial en el entendimiento de los procesos económicos e institucionales y su injerencia en la creatividad de las películas hollywoodenses. Hay una copia completa de la edición en español de Paidós en Scribd.
3) Louis Gianetti, Understanding Movies. Quizá el más práctico libro de texto para acercarse a la comprensión del cine y sus procesos (técnicos, históricos, artísticos). Hay más de doce reediciones, todas corregidas y aumentadas; la mía es la tercera, de 1982, editada por Prentice Hall. No hay copia en internet, hasta donde sé.
4) El manual de guion que menciono es Cinema Craftmanship. A book for photoplaywrights, de Frances Taylor Patterson —una de las primeras académicas norteamericanas en especializarse en cine. Aquí, el perfil de Frances en Women Film Pioneers Project, y acá, el libro completo, escaneado.