Cuarto capítulo de Los primeros hombres en la Luna de H. G. Wells
Capítulo cuatro
Dentro de la esfera
—Prosiga —dijo Cavor, mientras yo permanecía en la orilla de la entrada del agujero, mirando al oscuro interior de la esfera. Estábamos solos él y yo. Era ya de tarde, el sol se había puesto y la quietud del crepúsculo se cernía sobre nosotros.
Metí mi otra pierna y me deslicé por la lisa superficie de vidrio hasta llegar al fondo del interior de la esfera, entonces me voltee para tomar las latas de comida y el resto del equipaje que Cavor me extendía. El interior de la esfera era tibio, el termómetro marcaba 26° grados centígrados, y como en teoría no perderíamos casi nada de esta temperatura por la radiación, íbamos vestidos con zapatos y camisas delgadas. Habíamos incluido en nuestro equipaje, sin embargo, un bulto de ropa de lana gruesa y varias cobijas abrigadoras para calentarnos en caso de cualquier contratiempo.
Dirigido por Cavor, coloqué los paquetes, cilindros de oxígeno y otras necesidades sin demasiada prisa y pronto todo estuvo dentro. Él caminó por el cobertizo inspeccionando que no hubiésemos olvidado nada y se metió dentro de la esfera junto a mí. Me percaté de que llevaba algo en su mano.
—¿Qué trae ahí? —pregunté.
—¿No ha traído nada para leer?
—¡Dios, no!
—Olvidé decírselo. Hay algunos puntos de incertidumbre. Mi último viaje… ¡Podría llevarnos semanas!
—Pero…
—Estaremos flotando en esta esfera con absolutamente ninguna ocupación.
—Me habría gustado saberlo…
Miró por el agujero de la entrada.
—¡Mire! —dijo— ¡Hay algo allá!
—¿Hay tiempo?
—Debe de quedarnos menos de una hora.
Observé entonces el cobertizo. Había una edición vieja de Tit-Bits que uno de los hombres de la construcción seguramente había traído consigo. En una esquina más lejana vi un Lloyd’s News roto. Regresé corriendo a la esfera después de recogerlos.
—¿Qué trajo usted? —le pregunté.
Tomé el libro que llevaba en la mano y leí el título: Obras completas de William Shakespeare.
Se sonrojó un poco.
—Mi educación ha sido puramente científica —dijo avergonzado.
—¿Nunca lo ha leído?
—Nunca.
— Shakespeare tiene una forma poco común de ver el mundo.
—Eso es precisamente lo que me han dicho.
Lo ayudé a atornillar la cubierta de vidrio de la entrada y él presionó un botón para cerrar la persiana correspondiente en la capa exterior de la esfera. La poca luz crepuscular que llegaba a la esfera desapareció. Nos encontrábamos rodeados de una oscuridad absoluta. Permanecimos en silencio durante un rato. Aunque la esfera no evitaba la entrada del sonido, no se escuchaba nada. Me di cuenta en ese momento de que no había nada de donde agarrarme cuando la sacudida del despegue viniese y pensé en que seguramente me sentiría incómodo sin una silla.
—¿Por qué no metimos sillas?— pregunté.
—Ya está resuelto —dijo Cavor— no las necesitaremos.
—¿Por qué no?
—Ya verá —dijo con el tono de alguien que se rehúsa a seguir hablando.
Me callé. Repentinamente llegó a mí la certeza de la gran estupidez que resultaba estar dentro de la esfera. Incluso me pregunté si no sería demasiado tarde para retirarme de la exploración. El mundo afuera de la esfera, el mundo real, sería demasiado frío e inhóspito para mí sin la ayuda de Cavor, pues había estado dependiendo por semanas de su generosidad, pero ¿sería tan inhóspito y tan frío como el cero absoluto del espacio exterior? De no ser por la cobardía que sentí ante la idea de abandonar el viaje en la esfera, estoy seguro de que lo habría obligado a dejarme salir. Pero dudé y dudé y me llené de temor e irritación y el tiempo siguió pasando.
Vino entonces un pequeño tirón junto con un sonido, como de una botella de champaña siendo descorchada en otra habitación, leve y silbante. Por solo un instante tuve la sensación de ser tensado enormemente, una convicción trascendental de que mis pies estaban siendo presionados hacia abajo con la fuerza de incontables toneladas. Esa sensación duró tan solo un momento infinitesimal, pero bastó para romper con la cobardía que me había detenido antes.
—¡Cavor! —dije en la oscuridad—, mis nervios están destruidos. No creo poder…
Me detuve antes de completar la oración. Él no respondió.
—¡Olvídalo! —grité— ¡Soy un imbécil! ¿Qué tengo que estar haciendo aquí? No lo haré, Cavor, no iré. Es demasiado arriesgado. Me voy a salir.
—No puede —dijo.
—¿Que no puedo? ¡Ya lo veremos!
No respondió por al menos diez segundos.
—Es demasiado tarde para pelear ahora, Bedford —dijo—, ese tirón fue el comienzo. Estamos volando ya tan rápidamente como una bala hacia el abismo del espacio.
—Yo…
Intenté decir algo y entonces no pareció importar lo que fuera a suceder. Por un momento permanecí aturdido; sin nada que decir. Era como si jamás hubiese escuchado ni tenido la idea de dejar el planeta. Entonces percibí un cambio inexplicable en mis sensaciones corporales. Era una sensación de ligereza, de irrealidad junto con una sensación extraña en la cabeza, casi apoléctica y un golpeteo de presión en los oídos, como si las venas que les llevaban sangre se hubieran vuelto audibles. Ninguna de esas sensaciones disminuyó conforme el tiempo fue avanzando, sino que me acostumbré a ellas hasta que dejaron de ser inconvenientes.
Escuché un clic y el brillo de una lámpara apareció.
Vi la cara de Cavor, tan blanca como supuse que estaba la mía. Nos vimos en silencio, la oscuridad transparente del vidrio detrás de él hacía que pareciera que flotaba en el vacío.
—Bueno, lo hicimos —dije, rompiendo el silencio.
—Sí —dijo—, lo hicimos.
—No se mueva —me dijo cuando iba a hacer un movimiento—; deje que sus músculos permanezcan relajados, como si estuviera en cama. Estamos en un pequeño universo personal. ¡Mire esas cosas!
Señaló a las cajas y manojos sueltos que habían estado sobre las cobijas en el fondo de la esfera. Me sorprendió ver que flotaban casi a un pie de distancia de la pared de la esfera. Entonces vi, gracias a su sombra, que Cavor ya no estaba recargado en el cristal. Entonces extendí mi mano hacia mi espalda y descubrí que yo también flotaba lejos del vidrio.
No grité ni gesticulé, sino que me inundó el miedo. Era como estar siendo sostenido y levantado por algo desconocido. El más leve toque de mi mano contra el cristal me impulsaba con rapidez. Entendía lo que pasaba, pero mi conocimiento no prevenía mi terror. Estábamos excluidos de toda gravedad exterior, tan solo surtía efecto la atracción a los objetos que se encontraban dentro de la esfera. Por ello todo lo que no estaba fijo al vidrio se movía, lentamente por la ligereza de nuestras masas, hacia el centro gravitacional de nuestro pequeño mundo que parecía estar por la mitad de la esfera, más cercano a mí que a Cavor, pues yo pesaba más que él.
—Volteémonos —dijo Cavor— y flotemos espalda con espalda, con las cosas entre nosotros.
Era la más extraña sensación jamás concebida: flotar libremente en el espacio. Primero, era algo horriblemente desconcertante y una vez que el horror pasaba, no era algo enteramente desagradable, sino, de hecho, completamente relajante. La única sensación terrenal comparable es la de estar recostado en una cama suave de plumas. Sin embargo, ¡jamás había sentido algo tan totalmente liberador ni me había sentido tan lleno de independencia! Nunca había experimentado algo así. Había esperado un tirón violento al inicio, una sensación de velocidad vomitiva. En su lugar, me sentí como si hubiera abandonado mi cuerpo. No era el inicio de un viaje; era el inicio de un sueño.