La melancolía de las cosas no hechas
“Los vuelos espaciales son un simple escape, una fuga, porque es más fácil ir a Marte o a la Luna que conocerse a uno mismo.”
–Carl Jung
19 de julio de 1972. 23:53.
Mañana se cumplen tres años del alunizaje del Apolo 11 y de la caminata de Buzz Aldrin y Neil Armstrong. Jamás olvidaré las palabras que Buzz dijo al sentir el desierto monocromático: “Magnífica desolación.” La ansiedad de ver mañana a los tripulantes en la tele celebrando el aniversario no me permite dormir. El refrigerador hace un ruido extraño desde hace unas horas, pero no anticipé que sería gran problema. Con la intención de ser más preciso, no es la ansiedad, sino el suspenso.
¿En dónde se presentará Buzz mañana? ¿Usará la misma corbata que el año pasado? ¿Habrá desfile en Houston? Seguramente en Nueva York. Debí revisar la programación. Y también el refrigerador, pero ya es muy tarde para eso.
20 de julio de 1972. 01:15.
Me levanté de la cama para callar al refrigerador. Se escucha un zumbido como si hubiera una abeja atrapada. O una mosca. Sí, es una mosca lo que se escucha desde dentro. Cuando lo abrí, el ruido cesó.
Me quedé unos minutos perplejo, tratando de descifrar la causa, o tratando de hallar la abeja. No, no; me parece más probable la mosca. Lo que fuese. ¿El foco, tal vez? ¿Es esto un augurio? De súbito se me mostró la posibilidad. Así llegan las premoniciones, de golpe, si no, no lo serían, porque lo que crece gradualmente se puede anticipar con el mínimo esfuerzo. La tranquilidad que vivir en un rancho en Texas proporciona es a veces inquietante. Más cuando no se puede dormir. El ruido de una mosca se puede convertir en un martillo. Me hace recordar el poema de Dickinson: “Escuché el zumbido de una mosca –al morir–”.
Escribir me quita un poco el suspenso, pero también me despierta. Ay, Dios, y se me va ocurriendo lo siguiente: espero no pasar el resto de la noche debatiendo entre si dejar de escribir el diario o no. En fin.
20 de julio de 1972. 01:20.
Me pregunto si la precisión es cualitativa o cuantitativa. Escribí hace un poco más de una hora, al reemplazar ansiedad por suspenso, que pretendía ser más preciso. Y de ser el caso, ¿podré llamar diario a esto?
La última entrada fue hace un año, el mismo 20 de julio. La existencia del diario depende de unos pocos días que giran alrededor del aniversario del Apolo 11. Para ser más preciso, desde el 20 de julio de 1969, esto ha sido mi único ejercicio de escritura.
20 de julio de 1972. 01:25.
Me parece un poco excesivo seguir poniendo la fecha completa en cada entrada. Quizá deba omitir el día, a menos que haya cambiado. A veces me gustaría ser eficiente, pero la ansiedad me gana. Aún así, al escribir la fecha completa me sitúa mentalmente en lo que está por escribirse.
Me ha parecido siempre que en este formato se pasa por alto la fecha y la hora mientras se avanza en la trama porque la repetición cansa. No me abstengo de la falta; yo también soy víctima, pero si la esencia del formato es el diario, es decir, la fecha, entonces se pierde algo crucial. Si duermo en este momento, tendré unas buenas horas de descanso. Quizá no se pierda nada, en realidad.
20 de julio de 1972. 02:05.
Supongamos que un francotirador observa su blanco allá a lo lejos. Recostado boca abajo –aquí añadimos la presión de la guerra–, consulta la distancia del enemigo con su spotter. Con telémetro en mano, calcula que son 500 metros. Esto significa que desde el telescopio del francotirador cualquier milímetro de más, o de menos, se verá reflejado con un error de decenas de metros en el blanco. Toma la decisión, dispara y la bala le pasa a un centímetro de la cabeza. Su error ni siquiera es calculable.
¿Nos atreveremos a concluir que por un disparo a 500 metros de distancia errado por un centímetro, el francotirador fue impreciso? Limitémonos a lo siguiente: el disparo fue impreciso. Pero, supongamos ahora que cojo el mismo rifle y hago el intento a 500 metros de distancia sin preparación militar previa y, como era de esperarse, mi bala esquiva al enemigo por una distancia francamente ridícula. No cabe duda que tanto yo, como el disparo, hemos sido imprecisos, pero, ¿soy más impreciso que el francotirador mencionado?
Esta discusión la llevé a cabo con Buzz en varias ocasiones, pero nunca mostró interés por desarrollarla. Y es que, más importante que la angustia de los problemas prácticos, me preocupa el peso que podría tener –si es que no lo tiene ya– en la poesía. No es que algunos versos puedan llegar a ser más precisos; de eso no hay duda; sino, que cualquier verso pueda ser más preciso. O, peor aún, que nunca sean lo suficientemente precisos.
No es lo mismo que el balazo dé en el pecho del enemigo a que dé en el rostro. O que dé en la frente, o en el cerebro. O que dé justamente en esa región del cerebro en donde la sinapsis le hizo recordar al enemigo algo sobre sus hijos o su madre, instantes antes del balazo. La mosca regresó a zumbar dentro del maldito refrigerador.
20 de julio de 1972. 02:45.
Yo era el escritor perfecto para Buzz. Hay dos características primarias que se toman en cuenta cuando se busca a un escritor fantasma. Número uno: buen escritor. Dos: underachiever. Mi reputación venía respaldada por mis colegas.
La NASA formó un comité para decidir quiénes iban a ser los escritores fantasmas, tanto de Buzz, como de Neil. De Michael ni se tomaron la molestia. “Hay que ser eficientes”, le dijeron, y con una mueca, añadieron “realistas”. El comité no solo asumió el cargo para los dos primeros escritores, sino también para los escritores de los posteriores astronautas que pisaron –y siguen pisando– la Luna, cuyos nombres he olvidado.
El espíritu de la lista de candidatos se podría resumir en una sola frase: la melancolía de las cosas no hechas. El premio: tener la oportunidad de escribir el verso, frase, oración, aforismo, etcétera, para su astronauta designado. El comité decidió crear la Liga de los Poetas Fantasmas de la Luna.
A mí, francamente, me incomodaba la designación de poeta, pues no lo soy. Pero siendo Apolo el dios de la poesía —cosa de un significado transformado—, al comité le pareció sensato. Y lo era. Además, la batalla habría sido una tremenda ridiculez debido al carácter confidencial de la empresa.
En los rumores durante el concurso se hablaba de un primer lugar y un segundo, aunque el comité jamás lo reconoció, alegando que ambos seleccionados eran del mismo prestigio. Pero los candidatos asumimos que el victorioso se iba con Buzz, y el segundo con Neil. La razón era sencilla: Buzz iba a ser el primer ser humano en pisar la Luna. ¡Ja!
20 de julio de 1972. 03:50.
Arranqué las hojas con las últimas dos entradas por considerarlas superfluas elucubraciones sobre el francotirador y el francotirado. Se me contagió una idea que el Abate Prevost advierte en un prólogo: “Por más lejos que esté de aspirar al rango de escritor exacto, no ignoro que una narración debe ser descargada de las circunstancias que la volverían pesada e incómoda.” Sin embargo, decidí mantener la fecha completa para custodiar la formalidad del género.
Si se pierden las formalidades, bien podría, entonces, cometer la bufonada de continuar el diario desde la tercera persona de mí mismo. Ha de decirse enseguida lo que debe ser dicho enseguida: el soldado enemigo no recordó a sus hijos, ni a su madre, sino que escuchó el zumbido de una mosca cuando murió.

Retrato oficial de la tripulación del Apolo 11. De izquierda a derecha se encuentran: Neil A. Armstrong, comandante; Michael Collins, piloto del modulo; Edwin E. “Buzz” Aldrin, piloto del modulo lunar.
20 de julio de 1972. 09:47.
D. Parry abrió el refrigerador por última vez. Se había levantado del sillón por algo de beber. En la televisión apareció, al fin, el segundo ser humano en pisar la Luna. No estaban con él Neil Armstrong, ni Michael Collins. No había un desfile en Houston, Nueva York, o Chicago, ni centenares de civiles aclamando la hazaña de tres años atrás. La euforia de aquellos días estaba extinguida.
En la televisión apareció pilotando un tractor Dynamark en un comercial, con una voz en el fondo que decía: ‘Dynamark Lawn Tractor. Astronaut Buzz Aldrin drives it around. It’s out of this world!’ D. Parry escuchó un zumbido en el refrigerador.
20 de julio de 1972. 04:28.
El comité nos seleccionó por medio de un concurso. Cada uno llevó una muestra. Algunos leyeron poesía, y otros, aforismos. Yo llevé un ensayo que estaba escribiendo sobre Kafka. Bueno, no el ensayo en sí, sino los apuntes. Al igual que el resto: no un poema, sino algunos versos y la idea general.
En cualquier otro concurso esto hubiera sido una razón para la descalificación inmediata, sin embargo la NASA sabía con quién trataba y no esperaba menos de nosotros, los underachievers, quienes vivíamos en la imaginación, en nuestras fantasías: la crema y nata en el mundo anónimo de la literatura.
Hay distintas razones para la procrastinación, o la mera abstinencia de la escritura. Está, por ejemplo, la falta de fecha de entregas, la introspección, la comodidad, alguna adicción, entre otras cosas. Los más desdichados padecemos de todas. Pero por primera vez nos vimos de frente con aires favorables.
En realidad mis apuntes de Kafka hablaban más de mí que de la empresa de la Luna. Pero pocos entregaron algo y, como dije, el respeto de mis colegas me respaldaba.
Meses después, en un bar, otro candidato me llegó a confesar que sí, en efecto mis apuntes eran mejores que la lluvia de ideas que presentó sobre su soneto, que el alcance de su proyección no era superior a mis divagaciones. Frente al comité cité el diario Kafka, así como unos acercamientos propios al respecto. Quizá por eso me até al formato después.
Estas fechas son el cúmulo de lo que queda de mi escritura; remanentes causales y con aire a premonición. Comencé diciendo: “¿Habrá existido una mente tan enrevesada que ha se ha revelado en la expresión escrita?” Desde el inicio capté su atención. Eso buscaban, ese acercamiento. Cité a Kafka después: “Hoy miré un mapa de Viena. Por un momento, no pude comprender por qué construyeron esta gran ciudad si lo único que se necesita es un cuarto.” Los perdí un poco. Pero concluí con un hilo de apuntes decisivo. Les dije, “La verdadera realidad es poco realista, para comprender más allá de la comprensión debemos, también, estar en el humor de la aceptación. En el reino de la aceptación total, no hay accidentes. Sólo hay una verdad, pero está viva, por lo tanto, tiene un rostro vivo que se transforma.”
20 de julio de 1972. 09:47.
D. Parry se imaginó saliendo del rancho, comprando un tractor Dynamark, llamando a Buzz por teléfono, con la esperanza de que en la fantasía sus llamadas sí serían contestadas. Y así fue.
Se imaginó comprando un traje de astronauta. En el momento en que escuchó el zumbido de la mosca, se imaginó a 500 metros de distancia de sí mismo. Se imaginó reclamándole a su antiguo amigo por teléfono: ¿por qué no usaste mis palabras, Buzz? ¿Por qué te dejaste llevar por aquel impulso que terminó por condenarnos? ¿Por qué cantaste aquella premonición? ¿Por qué no vienes al rancho?

El astronauta Edwin E. Aldrin Jr., piloto del módulo lunar, camina en la superficie de la luna cerca de una de las patas del modulo lunar durante la actividad extravehicular de la misión Apollo 11. Foto de la NASA.
20 de julio de 1972. 06:50.
Existía un rumor entre la Liga que cuando K. –escritor de Armstrong– entregó al comité la frase definitiva, a éstos les gustó tanto que cambiaron los planes de la actividad extravehicular, o caminata espacial. Sería Neil Armstrong el primero en pisar la Luna. Veinte minutos antes que Buzz.
La versión oficial de la NASA fue la siguiente: aunque es cierto que en las actividades extravehiculares el primero en descender es el oficial subalterno, es decir, Buzz Aldrin, la puerta del módulo lunar (Eagle) estaba del lado izquierdo, mismo lado en el que se encontraba Neil Armstrong. Intercambiar lugares dentro del Eagle con aquellos trajes presurizados, cascos y mochilas con material de supervivencia sensible, resultaba innecesariamente riesgoso.
20 de julio de 1972. 09:47.
D. Parry se imaginó recibiendo a Buzz en su hogar. Él con aquella corbata patrótica, ridícula, y las insignias militares junto con los pines de la NASA, que obligaban a recordar de golpe que él, Buzz Aldrin, pisó la Luna.
Entraba por la puerta principal con los brazos extendidos, y D. Parry le colocaba el traje sin vacilación. Le cerraba la cremallera de la espalda, y, con unos pequeños saltos, Buzz terminaba por acomodarse el traje; los disfraces no están hechos a la medida del astronauta. Le entregaba, por último, uno de los dos radios.
20 de julio de 1972. 07:28
Me reclamaba Buzz por haberle costado el prestigio. Me repetía la frase del equipo K./Armstrong en voz alta: “One small step for a man; one giant leap for mankind.” “¡Pero esa frase jamás podría existir desde la Luna!”, yo me defendía. La Liga de los Poetas Fantasmas de la Luna fue un recurso publicitario. Esto lo entendió K. perfectamente, así como Neil y Buzz. Yo no sé si no lo entendí o no quise aceptarlo.
Hay una razón más para la melancolía de las cosas no hechas: yo no iba a pisar la Luna. A lo mucho podía imaginarlo, como lo han hecho otros escritores a 500 metros. En este caso, 384,400 kilómetros de distancia. Y es verdad que la literatura no es una precisión, sino un acercamiento. O quizá que la precisión de la literatura funciona sólo cuando estamos en el humor de aceptarla, el entendimiento más allá del entendimiento. Pero la verosimilitud no era suficiente en esta ocasión.
Dos seres humanos pisarían la Luna, y se nos exigían unas palabras que pudieran condensar la magnitud de tal acontecimiento. Era evidente que ambos astronautas, militares hasta la médula, carecían de la sensibilidad artística. Entonces, recaía en nosotros esa función.
Buzz me gritaba, “¡Ve a un puto desierto solo, piensa qué es lo que sientes y me lo traes escrito!” A los pocos días le entregué a Buzz, y al comité, mi elección: “No hay palabras para describirlo. ¡Poesía! ¡Debieron enviar a un poeta!” Buzz tachó la palabra enviar, y la intercambió por traer.
20 de julio de 1972. 09:47.
Se imaginó dándole un resumen a Buzz sobre la recreación del alunizaje del Apolo 11. Él debía de pilotar el tractor Dynamark, con el nombre designado de “Troubled Odyssey”. Debía de pilotar el tractor por el terreno vasto del rancho de Texas, vacío y monocromático. Debía pilotar a “Troubled Odyssey” hacia el centro del terreno y ejecutar el descenso, tal como lo hizo con el Eagle en la Luna. Y al descender, decir las palabras que D. Parry había le había asignado, las que se perdieron el olvido por esa otra frase: desolación magnífica. “Memorízalas bien”, se imaginaba pidiéndole a Buzz. “Líbrame de esta melancolía.” Se imaginaba el rastro de polvo levantado que el tractor iba dejando mientras avanzaba. Se imaginaba las manos y el cuerpo de Buzz vibrando debido al terreno. El tractor se iba haciendo cada vez más pequeño. D. Parry lo veía desde la casa, con el otro radio en la mano. Y esperaba. A los lejos, a 500 metros para ser precisos, el tractor se detenía. Y ya no era Buzz quien descendía con el traje puesto y el radio en la mano, sino el propio D. Parry, porque en las fantasías siempre es uno mismo quien las protagoniza. Al descender, D. Parry pisó mal y resbaló, pero no cayó. Se quedó unos minutos parado en medio del terreno desolado. Se buscó a sí mismo en la casa, a lo lejos, pero ya no se encontraba él ahí. Probó con el radio, pero no hubo respuesta. D. Parry escuchó el magnífico zumbido de una mosca.