Coreografía ahora
¿Cómo hablar, definir y crear una danza moderna intrínsecamente mexicana?
En este ensayo, Juan Francisco Maldonado repasa el baile contemporáneo en nuestro país y menciona a coreógrafos, proyectos y festivales que muestran un gremio más unido y comprometido en la búsqueda de respuestas, no sólo desde la estética, sino desde la realidad social del país.
La coreografía en México ha sido, históricamente, un campo supeditado al pensamiento y a las decisiones que se toman en otros países. En parte porque la danza escénica, como disciplina artística, fue iniciada en Europa, seguimos entendiendo el arte como un concepto occidental. Y también porque la cultura mexicana es, desde su inicio, una ficción mestiza donde la parte imperialista se lleva siempre la mejor mano.
La danza moderna surgió en un momento en el que había que construir una tradición artística específica en el país, por un lado antiquísima, orgullosa y arraigada en la complejidad cultural milenaria de su territorio, y por otro lado que fuera actual, capaz de elevarse a la altura de los discursos modernos de los países ricos; es decir, surgió en un momento en el que México se imaginaba próximo a ser una «potencia mundial» y proyectaba la que llegaría a ser su «identidad de nación». La pregunta entonces, alrededor de los años treinta y cuarenta, de forma similar a la de otras artes, fue ¿cómo debe ser una danza moderna intrínsecamente mexicana? Ahora, décadas después, es evidente que una pregunta como ésa esconde en su propia constitución una contradicción. Es decir, ¿cómo podría una danza moderna ser verdaderamente mexicana, si la idea misma de danza moderna es fundamentalmente occidental? ¿Cómo pretender una autonomía discursiva a través de la modernidad si su misma estructura subyuga a los países «neocolonizados», los mantiene en su estado de subalternos; si la modernidad misma, como dice Enrique Dussel en Europa, modernidad y eurocentrismo, es en gran parte una ficción europea, un mecanismo ideológico para posicionar a Europa en el centro de la «Historia Mundial»?
No sorprende que en aras de crear una danza moderna auténticamente mexicana se hayan importado estilos,técnicas estadounidenses. Tampoco es raro que una de las principales impulsoras del primer movimiento de danza moderna en México proviniera de los Estados Unidos. Waldeen von Falkenstein, originaria de Dallas, Texas, y enamorada nuestro país, se afincó en el Palacio de Bellas Artes para enseñar una técnica de movimiento importada, una concepción extranjera de lo que debía ser el arte y el nacionalismo. Waldeen aplicó esa técnica y esa concepción a la composición de coreografías dramáticas con temas locales: la revolución, la vida rural, las leyendas mexicas, etcétera.
Podemos notar en este fenómeno una separación muy clara entre forma y contenido que llevó a la danza moderna (y después también a la contemporánea en más de un caso) a supeditarse a preceptos muy alejados de sus condiciones intrínsecas, de sus capacidades fundamentales de enunciación. En otras palabras, la danza fue colonizada también por el teatro (no sólo en México ni en el modernismo), llevando a los coreógrafos, en muchas ocasiones, a terminar siendo malos dramaturgos que, con herramientas muy sofisticadas de composición espacial (y algunas muy torpes de mímica), acomodaran la danza a un argumento e intentaran contar, de manera muy poco eficiente, una historia que en una obra de teatro tendría mucho más sentido.
El problema de esta confusión no es meramente formal o práctica. Es un problema político, porque al tomarse el contenido como único componente importante en términos del discurso de una pieza, se ignora el cuerpo, el movimiento, la colonización cultural. Junto a estas ignorancias, se pasa por alto toda una serie de problemas, desde los de índole más discursiva, hasta algunos corporales, «anato-políticos», diría Foucault, como el caso de la discriminación a los bailarines con proporciones distintas a las del ideal europeo donde se prefieren piernas largas y torsos cortos, por poner un ejemplo.
La historia nunca es lineal. A riesgo de ejercitar un reduccionismo rampante, trazo aquí una línea y un salto. Advierto que este texto no pretende ser historiográfico, sino argumentativo sobre un fenómeno actual que me parece de suma importancia.
Salvo excepciones fundamentales para nuestra historia, pienso en gente como Evoé Sotelo, Benito González o Rodrigo Angoitia, hace pocos años una nueva comunidad de artistas interesados no sólo en la práctica, sino también en desarrollar una teoría, en pensar la danza, en politizarla, o más bien en asumir su condición política sine qua non. Con el surgimiento de nuevas condiciones epistémicas, en México se ha comenzado a pensar la danza como un campo autónomo, capaz de producir significación en sus propios términos, fuera del dominio de discursos externos como el teatral. Es decir, desde un lugar más político, y en términos formales, más contemporáneo. La coreografía como un conjunto de herramientas con una aplicación mucho más amplia que la del escenario, incluso más que la de la danza.
No como un medio ni como una disciplina, sino como un campo, y por lo tanto como un lugar en el que se articulan preguntas relacionadas a la pertinencia, el contexto, el momento, la historia, el futuro, las relaciones internas al trabajo, el ejercicio político del cuerpo del performer, las relaciones de poder establecidas entre el espectador y la escena, entre otras. Por supuesto que una reflexión de esta naturaleza parte de una discusión iniciada en el arte contemporáneo y la filosofía posestructuralista (o sea un pensamiento occidental), pero que desde su inicio hasta el presente hay mucho trecho caminado. Cada vez más artistas mexicanos voltean a ver diversas fuentes de reflexión: filósofos cameruneses o persas, antropólogos brasileños, teoría decolonial, realismo especulativo, xenofeminismo, cosmogonías amerindias, etcétera. Cada vez establecen más diálogos horizontales con artistas de países ubicados al sur del ecuador político, que están en la misma búsqueda de discusiones que ya no son mediadas por Europa o Nueva York. La contemporaneidad es también periférica.
Es importante mencionar los nombres de algunos proyectos: La Mecedora es un espacio para la presentación de obras en proceso, las cuales, debido a su formato, ponen en duda la idea de «obra terminada», disminuyendo la distancia entre el escenario y el espectador; Colectivo AM y sus revisiones arqueológicas de la coreografía; el colectivo Viso de Hermosillo, así como su festival creado recientemente, cuya organización es horizontal, sin directores, programadores ni subalternos, que ha tenido una recepción increíble y que, auguro, tendrá repercusiones enormes al interior del gremio de la danza en Sonora; la comunidad de Cuatro X Cuatro (tanto el festival como la compañía), que más que una plataforma de exposición es un territorio de encuentro, un espacio para la convivencia, para investigar otras formas de hacer política desde el arte, para la discusión, la crítica implacable, el trabajo, la amistad, la ayuda y, en pocas palabras, la búsqueda de un mundo más cariñoso en medio de un panorama poco alentador como el que se extiende en nuestro país; Galia Eibenschutz y su investigación, una delgada línea entre la danza y el dibujo; Rodrigo Valero y Anaïs Bouts y lo ambivalente de su búsqueda: coreografiar lo fotográfico o «fotografizar» lo coreográfico; Mariana Arteaga y su obsesión por lo comunitario, por regresarle a la danza su condición originaria de experiencia colectiva más allá de lo escénico; Olga Gutiérrez, EINCE y su gestión imparable; La Máquina de Turing, Amanda Piña y el Ministerio de Asuntos del Movimiento, sus esfuerzos decoloniales desde el centro de Europa y desde el centro de Yucatán. Sólo por poner algunos ejemplos.
Lo que quiero decir con esta lista breve es que de un gremio autoidentificado como dividido, ha surgido una comunidad solidaria y autocrítica. De un campo al que se conoce como conservador ha surgido una generación fresca, que se cuestiona y que es capaz de articular discursos sólidos. De una disciplina en cuyas escuelas individualistas se enseña a desconfiar y a competir, ha surgido una generación cariñosa que sabe que mejorar las condiciones sólo para unos pocos implica una verdadera mejoría; que el arte nunca está desligado de lo político, que si la danza ha sido segregada es por su condición de subalterna colonizada y eso hay que cambiarlo. De un mundo de metáforas oscuras cuyo código sólo conoce el coreógrafo ha surgido otro, que se dirige al espectador, que analiza las condiciones de enunciación propias de lo coreográfico.
Este movimiento, de coreografía efectivamente contemporánea, se replantea la pregunta sobre la verdadera danza mexicana, pero ya no es una pregunta estética, sino política. No se trata de mostrarle al mundo que «podemos estar a la altura», sino de utilizar las herramientas que tenemos (muchas europeas, pero claramente ya no son las únicas) para reorganizar el plano de lo sensible. La coreografía contemporánea se pregunta por su contexto, no para saber cómo convertirlo en un souvenir, en una bolsa de Frida Kahlo, sino para responder directamente a él. La pregunta, reformulada, ahora tiene más que ver con la función de lo coreográfico en relación con la sociedad en la que se inserta, con su capacidad específica y puntual de intervenir en lo afectivo. ¿Cuál es el papel de un campo de conocimiento principalmente corporal y experiencial en un lugar y un momento en el que el cuerpo está en riesgo constante? ¿Qué estrategias coreográficas aplicar a problemas concretos, biopolíticos, desde emocionales hasta urbanos? Al pensar en estos términos, el producto artístico se desplaza del centro de la reflexión. La coreografía desborda al arte. Una discusión surgida de este tipo de preguntas lleva inevitablemente a esas otras discusiones sobre comunidad, condiciones de trabajo, dislocación de la jerarquía del autor, modos de producción, modos de legitimación del discurso, incluso sobre la amistad, el cariño y el cuidado. Todas estas son cuestiones centrales a la coreografía contemporánea mexicana, que ya ha despertado y que no va a parar, que está en un momento importante y hay que seguir de cerca.