Contingencia y extinción: derivas de la filosofía contemporánea
No hay nada más acá o más allá de la manifiesta gratuidad de lo dado,
nada, sino la potencia sin límite y sin ley de su destrucción,
de su emergencia, de su preservación.
Quentin Meillassoux
El desarrollo técnico que se despliega en siglo XXI ha venido a transformar, en muchos sentidos, el paradigma desde el que se lee, piensa, discute y produce filosofía; hoy tenemos muchos más recursos bibliográficos, archivos, materiales y herramientas que las generaciones precedentes, vivimos en un exceso de información, una saturación de contenidos que facilitan el acceso a múltiples referencias de forma instantánea, y no sólo eso, pues además contamos con la facilidad de construir comunidades de discusión y diálogo a través de la redes virtuales, mismas que también nos permiten establecer contacto con interlocutores en distintos lugares geográficos a partir del encuentro común de afinidades. Esta inercia que democratiza la lectura y discusión filosófica, contraviene los tiempos y dinámicas de las formas institucionales y académicas que hasta ahora le han dado cabida de forma casi exclusiva a esta disciplina; en ese sentido, habría que reconocer que la filosofía, con todas las pretensiones de crítica y rigor con que ella misma se presenta, se trata en un sentido formal, de una institución más bien conservadora, regida por un sistema de grados, títulos y reconocimientos bastante codificados y ritualizados, pero que, por otro lado no pueden contener el carácter fluido con que esta circula y es apropiada como discurso fuera de ella.
La filosofía hoy en día está más vigente que nunca, el público que se acerca a sus reflexiones desde lugares ajenos, marginales o periféricos a sus espacios y moldes académicos es cada vez más amplio, sólo que la gran mayoría de los profesores de filosofía parecen no haberse dado cuenta.
Existe toda una generación de jóvenes, quienes conocimos la potencia de la reflexión filosófica a través de plataformas virtuales, medios digitales que en su fugacidad resultaron mucho más instigadoras que las aburridas clases de ética y lógica en el bachillerato. No es de extrañar que cada vez se encuentre más gente inscrita en facultades de filosofía que llegó ahí por algún extravío de discusión y reflexión internauta, algo que por otro lado, sólo puede desconcertar a la vieja guardia de la academia filosófica. Hay nombres, autores, códigos que fluyen mejor bajo toda esta dinámica contemporánea: la teoría crítica alemana y el post-estructualismo francés son dos tradiciones que parecen dialogar muy bien con los nuevos tiempos, a los que ciertamente se suma el tono disruptor del pensamiento feminista o el decolonialismo anti-racista latinoamericano, algo que, por otro lado habría que analizar y valorar críticamente, pero que no se pueden negar como referentes que se actualizan a menudo en los foros y debates contemporáneos, que en el contexto actual de crítica y puesta en cuestión de las violencias y desigualdades históricas, parecen privilegiar el discurso subjetivista del testimonio y la verdad como dimensión de una fenomenología encarnada y no reductiva, inaccesible para quienes no participan de la misma experiencia.
Más que un relativismo, parece verificarse un subjetivismo perspectivista en la discusión contemporánea. Se vuelve así, necesario ampliar la escucha ante una proliferación de voces que se enuncian desde sitios y experiencias bastante disímiles, al grado de que formular cualquier afirmación sobre la objetividad, la verdad o el absoluto resultan de suyo un motivo de sospecha. El pluralismo, más que un posmodernismo, se nos presenta entonces como necesidad ante las diversas posturas que reclaman para sí la universalidad de su propia razón.
Como alguien que vivió su vuelco hacia la disciplina filosófica a través de las pantallas, me entusiasma esta dinámica contemporánea, que vuelve la reflexión y discusión argumentada —en diálogo con las distintas tradiciones del pensamiento―, algo más accesible y abierto para un mayor número de personas. Por otro lado, tampoco habría que idealizar estos medios electrónicos que hoy se nos imponen como necesidad. La saturación de información y contenidos generan ruido en exceso, sin mencionar la cantidad de personas y colectividades ávidas no sólo de expresar su sentir y su pensar, pero también de imponer su sentir y pensar. La facultad de escuchar —o la empatía mínima— que requiere el establecimiento de cualquier diálogo crítico, no es algo que suela proliferar en la red, tampoco en el mundo, más bien se trata de un bien valioso y escaso, pero al que no debemos renunciar. Las redes sociales no se tratan de ningún ágora filosófica donde se cultive el diálogo y la interlocución, son por el contrario, un patio de recreo, con grupos de afinidad y pandillas copartícipes del acoso selectivo.
Cuando los medios electrónicos se vuelven una plataforma más del conflicto social, apelar al diálogo filosófico dentro de ellos, se plantea como una insistencia por remar a contracorriente en medio de la sordera y la necedad de todos los bandos; la racionalidad, para bien o para mal, es el lastre que todo sujeto que cultiva la filosofía debe cargar, aún quienes insisten en precisar su límites.
La confianza en la racionalidad —una herencia de la modernidad ilustrada― es la desdicha de quien abraza la filosofía como vocación. Implica comprometerse con la reflexión y la crítica incesante, aún la de los propios prejuicios, y de esta manera, no puede conllevar la complicidad con ningún dogma o sistema de creencias establecido, requiere por el contrario, de una flexibilidad inaudita para asimilar cada vez más puntos de vista, sopesando y valorando la multiplicidad de argumentos a través del diálogo y la escucha, pero sin dejar de tomar postura frente al conflicto. La filosofía no se sustrae a la creencia, sino que afirma creencias justificadas, argumentadas y abiertas, poniendo siempre en evidencia las cartas de su propia enunciación, dispuesta además a abandonar su propio juego cuando se demuestra la amplitud de aquella realidad que antes tomaba por cierta. La filosofía, si lo es en verdad, resulta ella misma una práctica deconstructiva, una desestabilización radical de los prejuicios y certezas previas, no sólo un anhelo de trangresión al orden de la racionalidad establecida. Se trata de una búsqueda infatigable por la verdad y la justicia, incluso si para esto resulta necesario cuestionar también lo que estas nociones significan.
Esta búsqueda incesante ha llevado históricamente a muy distintas derivas, incluso las más aberrantes, y aunque es responsabilidad de toda filosofía saldar cuentas con su tradición, con sus referencias y precursores —explicarles más que justificarles―, mi intención aquí será dar cuenta de un par de afluentes del pensamiento contemporáneo, dos conceptos que se nos presentan como tema y problema de la filosofía actual. La «contingencia» y la «extinción», son dos términos que en su radicalidad y pretensión de objetividad y absoluto, han venido a cimbrar todo el paradigma de la filosofía moderna y posmoderna tal como le conocemos, al menos desde Kant, esto es, aquella que se afianzada sobre la certeza del sujeto, ya sea que se le tome en su carácter universal ó se lo piense determinado por su circunstancia histórica.
Esta filosofía ilustrada, que se podría traducir como una epistemología antropológica, es decir, como reflexión crítica sobre nuestras posibilidades de conocer e interpretar el mundo a partir de nuestra determinación sensible y pensante, donde todo conocimiento sobre la objetividad de lo real y el mundo estaría subordinado a la relación que establecemos con él; se trataría pues, de un correlacionismo tal como lo define Quentin Meillassoux en su libro Après la finitude (2006). Texto potente y esclarecedor sobre el dilema en el que nos encontramos desde hace algunos siglos: un antropocentrismo que permea todas nuestras estructuras de pensamiento, incluso cuando pretendemos subvertirlas a través de estrategias no-racionalistas como fueron las de Nietszche, Bergson o Deleuze. Se trata pues, de reconocer el carácter esencial y absoluto que le hemos otorgado a la correlación sujeto-objeto sin siquiera notarno, en el que todo conocimiento sobre la objetividad exterior del mundo queda reducido y determinado por las condiciones subjetivas que le vuelven inteligibles para un ente sensible y pensante: no hay un afuera radical, y si lo hay lo es sólo para confirmar nuestra imposibilidad del acceso.
El correlacionismo que denuncia Meillassoux —en lo que podríamos leer también como un diagnóstico certero sobre la filosofía contemporánea―, se encuentra hipostasiado, es decir, extendido y difuminado aún en aquellas metafísicas que pretenden superar el antropocentrismo. Al final, lo que permanece es siempre la determinación absoluta de una relación esencial, una experiencia de la donación, un ser del mundo dado para algo o alguien, llámese el espíritu, la vida o lo que se quiera. La propuesta de Meillassoux cae como un balde de agua fría, pues desde una propuesta especulativa muy cercana a los planteamientos de Roy Bashkar en filosofía de la ciencia, se trata de reconocer la primacía de la realidad por sobre el pensamiento, un universo que preexiste a la aparición del hombre, y al que, en cierto modo, le es indiferente nuestra subsistencia. El universo no necesita de ninguna especie o entidad pensante que le explique o le otorgue sentido, y el hecho de que pretendamos serlo, es una contingencia de la propia materia, un golpe de suerte en medio de una realidad aleatoria.
El punto de partida sobre el que Meillassoux despliega su crítica al correlacionismo, desde el cual habrá de afirmar de manera especulativa el carácter absoluto de la contingencia, es lo que él denomina archi-fósil o tiempo ancestral: aquellas evidencias sobre la existencia del universo anterior al surgimiento de la especie humana. Se trata de registros que ponen en cuestión el sentido fenomenológico de la donación, del aparecer de lo real para algún testigo. Se trata de una paradoja que el solipsismo de nuestra especie no puede pensar, sólo haciendo implosionar el círculo correlacional en el que estamos inmersos es posible dar sentido a afirmaciones como el origen del Universo hace 13,5 miles de millones de años o el surgimiento del planeta Tierra hace 4,45 miles de millones de años. Se trata de advertir que la única posibilidad de que la correlación sujeto-objeto desde la que nos posicionamos pueda dar cuenta de este tipo de realidades sin testigo, es reconociendo su propio no-ser o ser potencialmente de otra manera, pero además, la contingencia misma como condición absoluta de su propia posibilidad.
La provocación realista del Meillassoux nos invita a revalorar la posibilidad de afirmar juicios con pretensión de verdad o absoluto, aunque en este caso se trata de un absoluto irónico o contra-absoluto, pues la certeza que él demuestra y toma luego por axioma, es la necesidad de la contingencia, es decir, que todo es finito y nada es necesario, ni siquiera el fin o la muerte misma. La contingencia como punto de partida abre la posibilidad de un porvenir inaudito, incluso en el que las leyes de la naturaleza podrían ser distintas a como las conocemos ahora, y engendrar realidades tan insólitas como la posibilidad de una justicia universal. Si bien, esta última parte, que compromete la filosofía de Meillassoux con una especulación divino lógica sobre lo que Dios podría llegar a ser algún día, tiene la gran ventaja de facilitarnos una ética racionalista cuyo fundamento sería la posibilidad lógica y no la creencia dogmática; lo cierto es que, siendo fieles al principio de contingencia, habría que reconocer que la justicia y la redención, si bien lógicamente factibles, también se tratan de posibilidades virtuales que bien podrían no manifestarse nunca. Un mundo sin justicia ni redención alguna es igualmente posible al advenimiento de un orden divino, justo y bondadoso; aunque el horror y la catástrofe que se nos presentan ahora como evidencia parecieran orientar más el cálculo hacia el primer escenario.
Hasta aquí podemos estar de acuerdo con Meillassoux en que «En efecto, no podemos pretender saber si nuestro mundo, aunque contingente, colapsará un día efectivamente. […] Afirmar por el contrario que todo debe necesariamente perecer sería una proposición todavía metafísica» (2015:104). Sin embargo, no deja de resultarnos provocadora, la interpretación que, desde un realismo menos especulativo y más bien determinista nos presenta Ray Brassier, filósofo contemporáneo que al igual que Meillassoux, nos incita a pensar una realidad sin donatario ni testigo, un mundo sin nosotros, sólo que en este caso la estrategia sigue un camino distinto. Más que un crítico de la modernidad ilustrada, Brassier es un heredero radical que reivindica la empresa racionalista, cuya convicción científica conlleva un fuerte carácter desmitificador, una potencia corrosiva sobre los dogmas que todavía permean la experiencia antropocéntrica de lo humano.
La Ilustración como empresa científica y filosófica que busca la verdad y desmonta los prejuicios, en sus últimas consecuencias, implica un desencanto radical del mundo, su función explicativa y esclarecedora sobre la realidad, le muestran al ser humano su absoluta precariedad, su finitud y la falta de cualquier sentido trascendental en la existencia. La especie humana no guarda ningún privilegio ontológico sobre los demás entes que pueblan el universo, y como estos, también es finito, perecedero, destinado a extinguirse como parte de la entropía cósmica, el enfriamiento radical de todo, ese apagamiento absoluto del universo en donde no quedará huella de que alguna vez hubo una especie pensante a la búsqueda de la verdad, la justicia y el sentido. En los ensayos que componen Nihil Unbound: Enlightenment and Extinction (2007), Brassier explora las consecuencias de una metafísica naturalista, un cientificismo exacerbado hasta la desilusión, en donde, siendo fieles a la investigación astrofísica, podemos datar la muerte del Sol dentro de 5000 millones de años, la de la Vía Láctea en 4 mil millones de años —cuando se suceda su colisión con la galaxia de Andrómeda―, y finalmente la extinción misma del Universo según el modelo del enfriamiento o muerte, considerado éste como el escenario más probable por la comunidad científica dentro de 16,700 millones de años.
Si para Meillassoux se trata de pensar la huella ancestral que nos remite a un origen del Universo, los indicios de una existencia previa a la aparición de nuestra especie sobre la Tierra, evidencias del carácter contingente de cualquier testigo o donatario en el devenir cósmico, para Brassier se trata de pensar desde la certeza de un futuro inquietante y certero, una escatología científica sobre el fin de los tiempos, en donde somos capaces de reconocer la extinción de la especie, el planeta, el sistema solar, las galaxias y el universo entero como una de las máximas certezas a las que ha llegado el conocimiento científico. La ciencia —y no sólo la filosofía― nos revelaría, como una especie sensible y pensante, capaz de cometer más terribles injusticias, pero también la más profunda de las compasiones, pero indiferente a un universo que, en sí mismo, en su creación y devenir, lleva la huella de su propia finitud. El humanismo no sería entonces el solipsismo de una especie buscando universalizar sus aspiraciones desde su pequeña particularidad finita y contingente.
Si desde la finitud de nuestro pensamiento, podemos asumir el principio de contingencia como axioma, un punto de partida que abre un infinito horizonte de posibilidades virtuales, la filosofía no puede limitarse a construir especulaciones —aunque lógicas― acerca de lo posible, debe prestar atención también a lo que se muestra como evidencia empírica por parte de aquellas ciencias particulares, que, como la prospectiva, sugieren un cálculo estadístico acerca de los escenarios factibles hacia el porvenir. Más que un mero cálculo del futuro, la prospectiva puede pensarse como una disciplina estadística que modela escenarios de lo posible en función de las tendencias actuales. Se trata pues, de extrapolar las tendencias de crecimiento y desarrollo, de uso y abuso de los recursos, para esbozar así modelos realistas del futuro posibles, es decir, proyecciones factibles desde las premisas que hoy se nos presentan como evidencia.
Un referente básico en la investigación prospectiva a nivel mundial, es el estudio sobre Los límites del crecimiento encabezado por la doctora en biofísica Dana Meadows en 1972, donde se concluía que si crecimiento demográfico a nivel mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de recursos naturales, mantenían la inercia de desarrollo vigente, el planeta Tierra alcanzaría sus límites absolutos para hacer habitable nuestra subsistencia durante los próximos cien años. Y sin embargo, el diagnóstico resultaba optimista, pues se planteaba todavía la posibilidad de revertir las tendencias del desarrollo industrial, reduciendo así la huella ecológica sobre el planeta y asegurando de esta manera su habitabilidad durante algunos siglos más. Con el transcurrir de los años, este diagnóstico es cada vez menos alentador, el astrofísico Stephen Hawking antes de morir presagiaba el comienzo de la sexta extinción masiva en el planeta.
Cuando hemos visto arder las selvas en África y el Amazonas, cuando las mineras derraman cientos de metales pesados sobre los ríos de México, cuando los cascos polares del planeta comienzan a derretirse, y además reflexionamos todos estas cosas en medio de una pandemia mundial que nos recuerda nuestra propia vulnerabilidad, no es necesario aventurarse a la especulación filosófica y los postulados de la astrofísica para advertir ya la vigencia de la contingencia y la extinción como dos realidades que se vislumbran a flor de piel.
Si la filosofía tiene todavía algo por decir, si tiene alguna verdad por esclarecer o alguna justicia por nombrar, estas no se pueden disociar del contexto histórico-material en que se inscriben, ni de los efectos que sus discursos buscan provocar. En este sentido, considero que hay en la provocación realista de Meillassoux y Brassier una potencia que debemos aprovechar, pues desde aquellas posturas cercanas aunque disímiles —una de carácter especulativo, volcada hacia esperanza de una justicia insólita, y la otra comprometida con un materialismo naturalista, fiel al diálogo con las ciencias―, se trata de descentralizar al sujeto antropológico como referente y punto de partida de nuestra comprensión de la existencia en el universo. Se trata de reconocer que no podemos evadirnos de la incertidumbre, pues esta es constitutiva de nuestra existencia, y donde quizá las únicas certezas son las que podemos extraer de nuestra propia finitud; una finitud que, por otro lado, podría quizá terminar un día, cuando la muerte muera por fin y se suceda la eternidad, pero ese es un momento virtual sobre el que no podemos fiarnos aún, y menos hoy cuando vemos a la civilización humana colapsar con nosotros y nuestras comunidades incluidas.
Tengo la impresión de que cuando Meillassoux plantea una justicia venidera —o un Dios virtual como él le llama― como una posibilidad lógica dentro de las múltiples configuraciones de este universo híper-caótico regido por la contingencia, lo hace para mantener la posibilidad racional de una ética, un regulador moral a la manera de Kant. Pero en los hechos esta posibilidad virtual, aunque lógica, resulta inoperante para una praxis ético-política, justo porque reinscribe el espectro de una teología —incluso si no lo pretende―, hipostasiando una trascendencia sobre una inmanencia material pero prospectiva y virtual. Por el contrario, la escatología desencantada de Brassier resulta más acorde con el realismo científico que sin fetichizar los postulados de la investigación empírica, los considera datos ineludibles, contingentes en la medida que pueden ser refutados por otros posibles postulados que vendrían después a desplazarse, pero sobre los cuales nos es posible al menos, formular juicios sustentables sobre el cálculo de lo posible. Las variables podrían cambiar en el futuro, pero hay que considerar aquellas que tenemos hoy y partir de las cuales nos es viable especular sobre el porvenir.
La falta radical de sentido que se revela con la verdad de la extinción, no sólo antropológica sino también cosmológica, no debería desalentarnos en la afirmación de una ética, por el contrario, cada vez tenemos mayor indicio de sus coordenadas, del intervalo espacio-temporal en que se inscribe nuestro hábitat, así como la vida —humana y no-humana― que consideramos digna de ser vivida dentro de este. Quizá no haya justicia ulterior, pero eso no nos exime de responsabilidad, por el contrario, nuestra finitud no nos exculpa, sino que nos vuelve co-partícipes de los destinos venideros de aquí a que se suceda la extinción.
Uno no puede evadirse de estas cosas al momento de pensar, de escribir, o de suscribir una filosofía, ya sea en un medio académico o en una plataforma virtual, la filosofía tiene que hacerse cargo no sólo de lo pensable, sino también de lo impensable, tanto de lo posible como de lo imposible, incluso de lo ominoso, porque de lo contrario, estaría evadiendo la realidad ahí donde tendría que esmerarse en revelar. Y no se trata de evadir los conflictos actuales, las diferencias y pluralidades que hoy se enfrentan —no sólo en el discurso y la política, sino también en la guerra―, pero estas no pueden desligarse del devenir más amplio que les contiene y hace posibles, esta Tierra finita y contingente como escenario de todos nuestros conflictos y afectos, un planeta que se extinguirá cuando el Sol consuma todo su combustible e implosione, pero que, aceleradamente agota también sus posibilidades de albergar vida debido la ceguera radical de nuestra especie, ese antropocentrismo individualista como eufemismo de nuestra propia estupidez. Estamos montados ya sobre una máquina de producción suicida que no parecemos muy interesados en revertir, y los pocos intentos por desmontarle son aún bastante tibios, es como si la gran mayoría nos hubiéramos resignado a lo inevitable de la catástrofe.
¿Puede ser hoy la filosofía otra cosa que una prédica de la redención —sin salvación― en el final de los tiempos? Me gustaría soñar que sí.