Tierra Adentro
Fotografía por Pixabay.

La Telenovela, como género dramático (¿de qué otra manera podríamos calificarla?), tiene una influencia innegable en la sociedad mexicana. Todos hemos visto telenovelas, por lo menos de sesgo. Están tan arraigadas en nuestra vida cotidiana que sólo aquellos completamente aislados y con mucha suerte no han tenido ocasión de descubrirlas, y por tanto, no creo que haya alguien que no sepa de qué hablaré en estas líneas. Lo que calificamos como “Telenovela” existe, y deben estar de acuerdo conmigo en que la manera en que representan, digamos, el mundo, tiene una repercusión directa en quien las percibe.

La Telenovela suele ser un tema desdeñado en la conversación del ciudadano educado, como lo es en general el desprecio a la televisión. Yo no tengo televisión, pero eso, como pueden notarlo, no me hace más inteligente. Tampoco me hace más inteligente no ver telenovelas. Pero no deberíamos fingir que no existen, antes bien deberíamos reflexionar sobre su construcción, su discurso y especular sobre las consecuencias que tienen. De nada sirve pretender su inexistencia.

Es esencial hacer una distinción antes de ensayar sobre este producto televisivo. La manera en la que una telenovela puede verse puede parecerse muchísimo a la forma en que se lee un libro. Está el lector que lee, digamos, “quijotescamente” y que tiende a imitar o a identificarse plenamente con lo escrito. Así es como Emma Bovary leyó Paul et Virginie, según nos cuenta Flaubert. De hecho, esta novela de Bernardin de Saint-Pierre se parece en mucho, a su manera, al argumento de una buena cantidad de telenovelas mexicanas. En concreto, Emma Bovary es una lectora “quijotesca” y se empeña en desear lo que desean las heroínas de sus libros e, incluso, quiere amar a la manera de las novelas sentimentales que leyó en su adolescencia. Esto es, las imita. Entonces, hay quien ve las telenovelas haciendo una lectura “quijotesca” de ellas. René Girard habla del “deseo mimético” que se establece entre la obra y el lector. No hay por qué no pensar en que se puede observar así la televisión.

Ahora bien, usando las mismas palabras de Girard, podríamos hablar de ese otro espectador que no es “romántico”, en el sentido que lo entiende el antropólogo francés. Podemos ser el espectador de telenovelas, o lector de libros, que establecen una distancia frente al objeto de percepción. Con ese sólo distanciamiento la postura analítica se da con naturalidad. Los personajes de la telenovela, los argumentos de la historia y la manera en que transcurren se vuelven de inmediato figuras, representaciones y vehículos de un discurso interpretativo de sus creadores. La telenovela o el libro ya no es una manera inequívoca y concluyente de expresarse o de representación, sino una acotada manifestación cultural, que tiene que ver con la sociedad, con exigencias de mercado y con la impresión personal o colectiva de quien la fabrica y la oferta. Esa distancia salvaguarda nuestra salud intelectual. Me parece apropiado decir que “ver desde afuera” vuelve asimilable y enriquecedora cualquier manifestación cultural, cuando, por el contrario, ver estas manifestaciones “quijotescamente”, las puede volver simplemente alienantes.

Perdonamos a las telenovelas porque nos sentimos fuera de ellas, pero quienes las tienen como único referente de valor simbólico deben sentir que el mundo es como allí se representa.

Así enterados, podemos dar algunos puntos de acercamiento (nueve puntos, para no caer en la superstición del sistema decimal) a la telenovela, los cuales pretenden e incluso afectan este segundo tipo de “lectura”. Aquí los puntos:

 

1) La telenovela establece como dilema ético predilecto el respeto a la propiedad.

En telenovelas emblemáticas, como María la del barrio, la o el protagonista, de clase humilde que trabaja con una familia rica, afirma su superioridad moral en distintas ocasiones al ser acusada falsamente de robo. Pudo haber robado joyas, o dinero. En todo caso la acusación es falsa, porque ese personaje sabe respetar la propiedad, aunque la familia con la cual trabaje no respete sus derechos laborales. Entonces, el respeto a la propiedad como fundamento de la moral burguesa se afirma en la lógica telenovelesca: el ascenso de clase social, dentro de una conducta aspiracionista, en una sociedad que aparentemente es lo suficientemente justa como para que exista movilidad entre las clases sociales, se debe dar siempre en condiciones donde las virtudes morales del desposeído brillen por su pulcritud. Resulta curiosa esta “lógica” cuando la movilidad común de clase social en México comienza con un candidato político de clase media o un proletario que se convierte en empresario al final de un sexenio o cuando se convierte en líder sindical.

 

2) La telenovela ofrece una realidad en la que ascender de clase social es el significado del éxito.

La telenovela suele establecer una estructura temporal en in medias res. La estructura es lineal, invariablemente. En un inicio el personaje se encuentra en condiciones desfavorables y se abre camino hasta dar con una realidad de satisfacción. El protagonista se encuentra en un estado precario y no finalizado: se encontrará con obstáculos, dificultades, vicisitudes, vamos, que logrará esquivar hasta que se muestre su verdadero ser y pueda “realizarse”. ¿En qué consiste esa realización? En un ascenso moral, económico y axiológico. Se reconocerá socialmente su valía y tendrá oportunidad de mostrarse como es. Podemos mencionar como ejemplo el caso de los protagonistas que han estado presos de manera injusta y que recuperan su honor; también, el caso de Marimar, que pasa del pueblo, vestigio del México provinciano, a la ciudad.

 

3) La telenovela sólo posee protagonistas y antagonistas.

Los personajes de la telenovela suelen ir en contra de las máximas de la tragedia según Aristóteles. Para que pueda existir el sentimiento trágico, ateniéndose al manual clásico, tiene que haber conmiseración, y para que haya conmiseración, es necesario que éstos no sean ni demasiado buenos, ni demasiado malos. Si ocurre una desgracia en alguien que actúo con alevosía, pensaremos que se merece esa desgracia. Si le ocurre una desgracia a alguien demasiado bueno, creeremos que fue una injusticia y sentiremos lástima, no conmiseración, por él. En la telenovela los personajes son esencialmente patéticos: o muy malos o muy buenos. Despiertan un pathos directo, y no hay sentimiento trágico en el sentido estricto. Precisamente la vida no es así, quiero creer. En la vida, como concepto, el asesino sin motivo tiene un carácter que podría enternecernos, y la santidad puede ser mezquina. Cuando no hay matices, cuando no hay mediadores entre el protagonistas y el antagonista, cuando no hay cualidades intermedias, la telenovela, en su carácter dramático, se convierte en una obra cínicamente didáctica.

 

4) La telenovela encumbra el motivo del matrimonio. 

Otro aspecto de la “realización” del protagonista, además de su ascenso social, se centra en el matrimonio. Lo que es peor, suele ser un matrimonio exclusivamente religioso, heterosexual y sospechosamente culminante. De hecho, así suelen terminar. Curiosamente, en Marimar, la conclusión es un matrimonio civil, porque el religiosos ya había sido realizado con otra pareja. De cualquier modo, no cambia en mucho el punto central. Los personajes tienen un eje conductor, en la acción dramática, que se dirige hacia consagrar las relaciones entre ellos con esa institución ya muy desprestigiada.

 

5) Los personajes son antagónicos en cuanto mienten e impiden el matrimonio del protagonista o su ascenso social.

Así como el respeto a la propiedad representa uno de los valores éticos centrales, la maldad, la tendencia al mal del antagonistas viene de su deseo visceral por arruinar u obstaculizar el ascenso del protagonista. En esta misma dinámica, impedirá a toda costa que exista un matrimonio consensual, amoroso y legítimo entre aquellos que “realmente” están destinados el uno para el otro.

 

6) La telenovela siempre ofrece una trama donde la mentira es desmentida y la verdad se impone.

No hay telenovelas de la derrota, del fracaso y de la desilusión. Existe un carácter preeminentemente optimista en la realidad representada por la telenovela. No vemos a aquellas personas que tienen talento y que nadie las reconoce, al honesto que jamás fue valorado, al joven genio que no consigue trabajo, al suicida, al desdeñado depresivo, a los destinos segados por la violencia, el narco o la corrupción. Los malos reciben su castigo; los buenos, su lugar en el mundo. La realidad se ofrece como un lugar donde el esfuerzo, la dedicación y la persistencia siempre son reconocidas. Si no lo son, no son auténticas. ¿Dónde está la frustración de ganar el salario mínimo en una maquiladora? ¿Dónde está la marginación? ¿Dónde está el fracaso rotundo en la frente de todos nosotros?

 

7) Estética del ocultamiento.

¿Cuándo han visto en una telenovela una familia protestante, que no tiene Vírgenes de Guadalupe, en su casa y que se encomienda a la gracia luterana? ¿Cuándo los protagonistas son místicos, de origen judío, o respetables ateos? A menudo los escenarios telenovelescos mudan a provincia. Entonces, aparece el cliché. La sociedad norteña tiene un tono golpeado; el acento indígena es el esteriotipo del racismo, que imita, de manera despectiva, a los hablantes del náhutl cuando éstos aprenden español como segunda lengua (no puede ser que todos los indígenas tengan el mismo acento en español); las haciendas, último resquicio de la “aristocracia” campesina, son lugares donde la producción agrícola, milagrosamente, no sufre los estragos del TLC. La telenovela no reflexiona sobre la sociedad mexicana; antes bien la oculta, al maquillar personajes, escenarios y condiciones. La estética telenovelesca es esperpéntica, sobre adornada y sexualmente comercial. Los actores no tienen por qué parecerse a sus personajes: las facciones prefiguradas de un atleta de los espectaculares, representan a un ganadero o a un empresario de cafetales; todas las mujeres están maquilladas como si fueran a un antro, aunque en la telenovela sean domadoras de caballos.

 

8) La telenovela es un conductor ideológico impositivo de valores de la clase dominante en México.

Para no polemizar, porque sin duda ustedes saben más que yo de sociología, sólo quiero citar un fragmento de la proposición número 105, en mi traducción, de La Societé du spectacle de Guy Debord: “En este momento, la ideología no es un arma, sino un fin. […] La ideología que vemos materializarse no ha transformado económicamente el mundo, como el capitalismo que ha llegado a un estado pretendido de abundancia; sólo ha transformado policialmente la percepción.” La telenovela puede leerse como una constatación de las carencias que precisamente quiere negar: retrata una sociedad injusta, frustrada, racista en tanto que clasista y sin legitimidad política.

 

9) La telenovela es formularia, irreflexiva y propagandística. Atención: no sólo la telenovela se merece esos adjetivos.

Las telenovelas también pueden escribirse, o pueden basarse en argumentos ya escritos. También son cine, ópera, teatro y radionovelas. También son Corín Tellado y Hallmarck; también las hay en otras partes del mundo, y quizás también el género nos venga desde el siglo XIX. Quizás también algunas de nuestras visiones, digamos que por contagio, tengan algo de telenovelesco.