Tierra Adentro
Libros viejos en una estantería
Libros viejos en una estantería

a los Oberg, familia de traductores

Traducir es hacer un viaje por un país extranjero

George Steiner

De cierta forma el mejor traductor de un libro es un buen árbitro: el éxito de su trabajo depende de su habilidad para hacerse invisible. O en todo caso así lo pregona un conocido adagio. Entre menos se hable del árbitro en el juego, entre menos se hable del traductor en la lectura, mejor para todos. Sin embargo, tal vez el rol que más se ajusta al suyo es el de ventrílocuo, palabra en la que se juntan vientre y hablar —cualquier traductor habrá sentido una especie de voz interna que le sale a uno del vientre al traducir un texto de corrido. Porque a veces parece que algo o alguien acude a la mesa de los traductores, quizás una desconocida musa (la historia tiene a Clyo, la poesía a Erato y la astronomía a Urania, pero la traducción no tiene a nadie) que viene y les susurra al oído la fórmula secreta, el conjuro mágico que se adapta con justicia y belleza a las palabras del autor.

Hay otra obviedad que se menciona poco y es que durante siglos los traductores hemos pasado sin pena ni gloria en la historia de la humanidad. ¿A quién diablos le importa el traductor? En una sociedad del pódium y el espectáculo lo que destaca es el protagonista, el primer lugar, que en este caso es el autor. Los demás se miran con el rabillo del ojo, con una falsa empatía teñida de condescendencia y el fair-play propio de lo políticamente correcto – hecho reflejado en los malos pagos y el desaire hacia la figura del traductor. Sin embargo, no hay que ser un genio para advertir el germen creativo de la traducción, su capacidad de ensuciar lo que era bello (traducir “fucking” por “puñetero”, o “moron” por “gilipollas”) o incluso de otorgarle un nuevo brillo al original: aquél que haya comparado la versión en español latino de una película de Pixar o de un capítulo de Los Simpsons y su modelo estadounidense (o peor aún, con su adaptación de España) sabrá de lo que hablo.

En 1922 el letrado chino Lin Shu hizo la primera traducción al mandarín de Don Quijote de la Mancha en condiciones que hoy nos parecerían absurdas: sin saber ni una palabra de español, sin haber leído el libro y de oídas. ¿Cómo fue eso posible? Su amigo, el aristócrata Schouchang (que por su abolengo y riqueza sí tenía permitido viajar, aprender otros idiomas e ingresar al país con libros foráneos) traía una edición inglesa y le iba relatando las aventuras del ingenioso hidalgo. El resultado de ese intercambio fue la exitosa publicación de La historia del caballero encantado, título que más parece reseña que traducción del de Cervantes. Entre otras inconsistencias, en la versión china destacan varios detalles: 1) Sancho Panza no es el vasallo del Quijote sino su discípulo 2) en vez de curas católicos hay médicos 3) queda fuera cualquier mención a la iglesia o al Dios judeo-cristiano, prohibidos por las camarillas militares que gobernaban China tras el fin del período imperial. Minuciosa síntesis de una famosa máxima de Benedetto Croce; el traductor es un traidor.

Esta quijotesca situación no solo es oportuna con la trama del libro sino que anticipa otra reflexión. No olvidemos que el narrador del Quijote confiesa en el capítulo II que la novela es “en realidad” una traducción del árabe de Cide Hamete Benengeli que él decidió recopilar, transcribir y editar. Este detalle ficticio es un guiño a nuestra propia realidad, abre una ventana a nuestro mundo al mostrar que la cultura universal se teje sobre ambiguas traducciones, malentendidos y equívocos porque su elemento agregado es precisamente el cambio de perspectiva. ¿O qué decir de la Biblia, el Corán, la Torá, u otros libros sagrados como El Capital? ¿Cuántas polémicas no han despertado las erratas que asentaron nuevas corrientes políticas, religiosas e ideológicas?

Políglota consagrado, Montaigne solía repetir en medio de agudas controversias que la palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha. Dicho de otro modo y echando mano de otro largo proverbio, entre lo que alguien dice, lo que cree que dice, lo que quiso decir, y lo que el otro escucha, quiere escuchar y cree escuchar, hay una brecha infinita de posibilidades hacia el malentendido y la incomunicación.

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En mi caso personal, dos fenómenos impulsaron mi destino como traductor literario: el amor a la literatura y las penurias económicas que me empujaron a traducir para gacetas, fanzines y diarios universitarios en Francia; y más tarde libros de filosofía, artículos de divulgación y novelas en México. Desde entonces me ocupé de lo que suele conocerse como “trabajo de carpintería” y aún hoy me sigue maravillando: distinguir los matices del uso que hacen los escritores de tal o cual palabra, aguzar el oído ante los buenos oradores en la universidad y en la calle, comparar diccionarios y traductores en línea para encontrar el mejor contenido, hablar con la gente sobre las ambivalencias de ciertas palabras, dichos y expresiones locales, regionales o nacionales.

De todas las cosas bellas del oficio hay una que resalta por el misterio que desata. En 1937, durante una conferencia radial acerca de la artesanía, Virginia Woolf apuntaba de la magia que se conjura al leer “las palabras justas en el justo orden” [the rights words in the right orded]. Probablemente ahí esté el corazón del fenómeno literario, en la impresión de que un grupo de palabras encajan de esa única forma y por ende toda traducción está de antemano condenada al fracaso. No obstante hay traductores que, como diestros cirujanos, mantienen vivo ese corazón a través de un delicado trasplante y resucitan las palabras para que puedan leerse en otra lengua.

Algunos, como Gadamer, equiparan la traducción a una nueva lectura; y otros, como Sergio Pitol, le quitan el matiz pasivo y se refieren a ella como una re-creación. A mi modo de ver quien da en el clavo es Nabokov; si bien el placer de traducir un buen texto tiene algo de un trance hipnótico que comprende esos dos atributos, se equipara sobre todo a la respiración, traducir es habitar el texto y darle un nuevo aliento (el del traductor). Esa impronta mágica llevada a buen puerto es la que nos da el permiso, el salvoconducto para decir “he leído tal libro”, aunque en el fondo sepamos que su lectura en la lengua original le otorga un valor agregado, una sutil plusvalía —como lo señala Kate Briggs en Este pequeño arte, un fabuloso ensayo a este propósito.

En este punto debo aclarar un par de cosas. Pese a todo lo anterior, me reconozco ignorante en materia de traductología y soy prácticamente analfabeto en el acervo intelectual que sostiene la teoría de la traducción, de cuyo contacto he salido casi ileso y muchas veces medio dormido. Por eso mismo concuerdo nuevamente con Sergio Pitol y Nabokov –dos traductores profanos pero con oficio–, en que las correrías de la vida y las largas horas pasadas en cafés, bibliotecas o librerías no desmerecen a la academia. “Ni el aprendizaje ni la diligencia pueden sustituir a la imaginación y al estilo”, declara el ruso en El arte de la traducción. Aunque comprendo la importancia de las asociaciones 1 y los semilleros de nuevos (y cada vez mejor preparados) traductores, debo admitir que la sofisticada amalgama de formaciones universitarias me provoca una desconfianza visceral, una agorafobia especial, la impresión de estar en un vasto (super)mercado académico –hasta el más testarudo profesor sabrá aceptar que la educación sufre un proceso de mercantilización y precarización sin precedentes.

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Aparte de los libros canónicos de la espiritualidad humana, los autores más traducidos en literatura son Agatha Christie, Julio Verne y William Shakespeare. Con más de 7236 traducciones, la vigencia de la escritora inglesa sorprende. Muchos se preguntarán a qué se debe, ¿acaso hay algo en su prosa clara, detectivesca y por momentos ingenua que la perfila mejor que cualquier otro autor para una traducción? La respuesta es no, o más bien, no particularmente, pero quizás los giros de sus frases cortas, llanas, carentes de barroquismos y su sintaxis clásica (artículo-sujeto-verbo-predicado, y así ad infinitum) logran una incidencia neurológica que favorece las sinapsis, esas conexiones neuronales del cerebro que tienen lugar durante el proceso de lectura. Así pues, bajo la impresión de un lenguaje sobrio, Agatha Christie ofrece un panorama especialmente abierto a diversos públicos, legible a la mayoría de ojos, y más fácil de traducir a otras lenguas que tantos otros.

Aunque la idea de una lengua “estándar” suele revelarse fraudulenta –no hay tal, cada idioma y cada modo de emplearlo expresa un punto de vista, un lugar desde el cual se habla– buena parte de la literatura en español, y seguramente en más idiomas, se traduce a base de frases breves, lacónicas y (tramposamente) “neutrales” como recomendaban Mark Twain y Ernest Hemingway a sus aprendices. Esta práctica lleva a cabo varias de las más memorables falacias en materia de traducción: 1) cortar oraciones para “depurar” el texto de un supuesto exceso de longitud 2) uniformar la prosa y forzar un lenguaje “moderado”, y 3) creer que un grupo de frases o versos son intercambiables, tienen un resultado y pueden transformarse como las ecuaciones matemáticas. 2

Sin duda en este oficio hay niveles de dificultad para todos los gustos; una cosa es enfrentarse a la prosa del mundialmente querido y odiado Murakami, que fraguó su registro literario escribiendo no en su natal japonés sino en un inglés limitado y rudo que luego traducía a su lengua en frases sucintas, de léxico elemental y estructuras simples (usando la traducción como el motor de su estilo3); y otra cosa muy distinta es tratar con obras pantagruélicas como el Ulises de Joyce, que echa mano de infinidad de retruécanos, rimas en inglés refinado y arcaicos regionalismos irlandeses; o incluso con textos intraducibles como el glíglico de Julio Cortázar (“Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…”). Pero lo más frecuente suelen ser obras de dificultad media, semejantes, por ejemplo, a The importance of being Earnest, la pieza teatral de Oscar Wilde que desde su título presenta un problema: la palabra “Earnest” en inglés no solo se refiere al nombre sino que además es sinónimo de “serio” o “sincero” y tiene mucho sentido porque el protagonista es un pérfido y encantador mentiroso, razón por la cual nos engaña un poco lo de “La importancia de llamarse Ernesto”, su traducción más popular en español, y le convendría más, en mi humilde opinión, algo como “La importancia de llamarse Franco”. De cualquier forma, algo es seguro; el riesgo ineludible para el traductor siempre será saltar del anonimato al ridículo en un par de frases. Creer en la posibilidad de una traducción perfecta es tan ingenuo como pensar que una existencia humana puede coquetear con la hermosura sin cometer ningún pecado.

 

 

  1. En ese contexto considero ejemplar la labor de AMETLI (Asociación Mexicana de Traductores Literarios) y exhorto a cualquier traductor o traductora a formar parte de ella no solo para dar un paso en la profesionalización de su carrera, sino para asesorarse sobre los derechos contractuales y, por supuesto, actualizarse en las diversas ramas del oficio: https://www.ametli.org/
  2. Guillermo Martínez realiza un excelente compendio de problemas en materia de traducción literaria que puede leerse en: http://guillermomartinezweb.blogspot.com/2020/08/siete-problemas-de-la-traduccion.html
  3. Así lo reconoce en De lo que hablo cuando hablo de correr: “Aunque digo traducción, no lo era en un sentido estricto, sino, más bien, algo parecido a un trasplante. Inevitablemente de allí brotó un nuevo estilo en japonés. Un estilo mío”.