¿Ciudad infierno o paraíso terrenal?
Llegué hace 15 años a Cuernavaca, justo cuando empezaba el nuevo milenio. Todavía en esos años la gente visitaba Tepoztlán y compraba postales con ovnis sobrevolando el Tepozteco porque creían que era una zona de avistamientos extraterrestres. Una de las cosas que me aterraba de la ciudad eran los secuestros. Los plagios eran noticia nacional y el estado encabezaba el ranking de crímenes violentos (y no, no estoy hablando de Cuernavaca actual aunque lo parezca), así que sospechaba que todos eran potenciales secuestradores. Mi madre no lograba hacer que yo saliera ni a la tienda. Además debo confesar algo. No vivía en Cuernavaca sino en un municipio aledaño llamado Jiutepec cuya toponimia es «en el cerro de las piedras preciosas», aunque ya no queda nada de eso y ahora es un sitio famoso por ser guarida de sicarios. Para mí siempre ha sido la provincia de los estacionamientos vacíos.
Tardé algunos años en conocer realmente Cuernavaca. Viajaba una hora y media todos los días para ir a beber café en la pequeña librería-café al interior de la Casona Spencer. Luego salía a caminar bajo el sol. Con el tiempo comencé a relacionarme con los artistas que visitaban el mismo café, especialmente con Jorge Garibaldi, pintor que trabaja a partir de fractales (y del cual escribiré pronto). Recuerdo que en esos años el máximo sueño de los artistas jóvenes era irse lo más pronto posible de Cuernavaca para conquistar alguna de las grandes ciudades: DF, Tijuana, Guadalajara. Nunca comprendí la urgencia. Conforme tuve dinero, más edad y menos miedo comencé a viajar al interior del estado, a municipios más lejanos y descubrí que no podría abandonar estas tierras.
Por eso Cuernavaca es mi base de operaciones. Fue una decisión que tomé hace algunos años. Decidí vivir en Cuernavaca y viajar al resto del país (o a otras partes del mundo, pronto, espero), pero siempre regresar. Mi obra se construye desde esta ciudad que parece playa sin arena y sin mar, pero que tiene algo de tropical. Escribo sobre Cuernavaca y —como Lowry— llamo a toda la región Cuauhnáhuac. El vocablo proviene del nahuatl y significa “lugar cerca de los árboles”. Francisco Rebolledo, autor de Rasero (también de Cuernavaca), dice en su magnifico libro, Quauhnáhuac: un bosque de símbolos, que en La Divina Comedia, Virgilio encuentra la entrada al infierno a un costado de los árboles y por lo tanto Cuauhnáhuac podría ser ese lugar, la apertura al inframundo. Lowry mismo, lo vio en carne propia.
No suena tan disparatada la idea de que la ciudad tenga algo de diabólico. Recuerdo que durante la carrera leí El tratado de hechicerías y sortilegios de Fray Andrés de Olmos. En algún pasaje relata las ocasiones en las que se enfrentó al demonio. Una fue, precisamente, a las puertas de Cuauhnáhuac en donde disfrazado de “hombre tecolote”, engañó a la gente de la ciudad para que salieran a recibirlo con loas. Por eso se burló de ellos el Diablo. «Ojalá que despierten ustedes bien, ojalá sean prudentes», advierte el sacerdote a los habitantes de Nueva España,porque para él, el Demonio ya había abandonado Europa para buscar adeptos en el nuevo continente».
Por otro lado, Cuernavaca se conoce con el calificativo de “ciudad de la eterna primavera”, la imagen visual y nostálgica del Casino de la Selva nos revela un paraíso terrenal, un jardín lleno de símbolos. Rebolledo a estudiado a profundidad estos símbolos a partir de la obra y vida de Malcolm Lowry: «La ciudad de tierra caliente, con su exuberante flora, su diáfano cielo y su incomparable luminosidad», le recordó a Granada, la cuna de su amor, (lo que para Lowry no dejaba de ser un espléndido augurio), no obstante, en Cuauhnáhuac se encontró también con el imponente volcán que simbolizaba la salvación. Allí estaba, frente a su vista, el viejo volcán que alguna vez evocó en su primera novela, símbolo acabado de la montaña del Purgatorio de Dante; montaña que hay que ascender, purgando en el camino los pecados capitales, para alcanzar el verdadero Paraíso Terrenal y la puerta de entrada a los cielos. Pero también estaba —y mucho más cerca— en las faldas del volcán, la selva que daba acceso al infierno, «cuya boca terrible no podía ser otra cosa que la siniestra barranca de Amanalco».
Cuernavaca es como una grieta que divide dos extremos. Es una tierra generosa como su vegetación, pero compleja como el terreno salpicado de barrancas y caminos sinuosos que suben y bajan a capricho de la geografía terrestre. Hace muchos años fue una ciudad muy importante a nivel mundial. Ha albergado a personalidades como Maximiliano y Carlota, la princesa Beatrice de Savoia, el embajador Morrow y su familia (incluyendo a su yerno Charles Lindbergh, que aterrizaba en su pequeño aeroplano en las tierras detrás del panteón La Leona para visitar a su novia Anne Morrow), David Alfaro Siqueiros (que construyó un estudio, La Tallera, que hoy es un Museo de Arte Contemporáneo), Rivera y Frida Kahlo, Rufino y Olga Tamayo, Abel Quezada, Tamara de Lempicka, Merle Oberon y Bruno Pagliai; Juan Gelman, políticos que se exiliaron en sus grandes mansiones como Miguel Alemán, Manuel Ávila Camacho, Emilio Portes Gil, Luis Echeverría, el Sha de Irán (que vino como huésped de Robert Brady); Iván Ilich (que nos heredó una escuela de grandes pensadores), Gabriel García Márquez, Barbara Hutton, María Félix, Helen Hayes, Sam Giancana, Malcolm Lowry, José Lemercier, el obispo Méndez Arceo, el padre Watsson, Tennessee Williams, Stefan Zweig, Cantinflas, Erich Frömm, Bettino Craxi, Mathias Goeritz, Ricardo Garibay, Vicente Gandía, Vlady, Alfonso Reyes, Ray Smith, Elena Garro, la condesa Vacca Augusta, Evelyn Lambert, Rafael Coronel, Gonzalo N. Santos, Gutierre Tibón, Mario Oguri, Katy Jurado, Chavela Vargas, Pete Hamill, Ernesto Cardenal, John Spencer y Charles Mingus (el jazzista que vino a morir a Cuernavaca), entre muchos otros.
En la actualidad también viven importantes artistas, poetas, pintores, cineastas, pensadores y activistas, algunos de forma casi clandestina porque huyeron de la Gran Ciudad para encontrar la calma, pero otros tantos participan de forma activa en la vida cultural de Morelos. Muchos han fundado escuelas, talleres y han forjado a generaciones de artistas. Muchos jóvenes que hemos llegado de otras partes y que hemos adoptado Morelos como nuestro hogar, construimos a partir de las ruinas (que nunca suponen el vacío, sino la idea de volver a trazar los planos). ¿Qué son esas ruinas? Son los escombros de una ciudad que se dejó morir poco a poco, que se quedó abandonada, sin brillo y glamour, que ahora está lastimada por la violencia y que parece que tiene poco que ofrecer además de albercas y palmeras inmensas que resguardan las avenidas. Este espacio, Ruina Tropical, que es un café ficticio de una obra aún inédita, buscar reunir a todas esas voces que reconstruyen la ciudad desde el arte.