La petulancia de los lectores
Puede ser que a la vez se exagere y se subestime el valor de la lectura. Últimamente a todo el mundo le ha dado por hablar de que nadie lee, o de que todos lo hacen pero lo hacen mal, o de que los libros sólo sirven como decoración o se han puesto a hablar del fracaso de los programas que promocionan la lectura, o de lo fantástico que es el maravilloso mundo de las letras; a todo el mundo le ha dado por hablar de libros y no quiero quedarme atrás. Sin embargo, me parece que debemos tocar un punto un poco desdeñado en estas discusiones.
En los anuncios que promueven el valor positivo de la lectura, en mi opinión, se busca establecer, quizás inconscientemente, la misma relación utilitaria que un católico establece para con Dios. La idea de Dios para el católico resulta tan insuficiente que se le debe adornar de un dramatismo vital tal que podemos llegar a él de rodillas sangrantes, sí, pero con la condición de que valdrá la pena. Así, se le dice a la gente que leer los hará más interesantes, inteligentes e importantes; en fin, leer hace a la gente superior pues, a final de cuentas, es lo que todos queremos, ser más de lo que somos.
Si realmente nos importara promocionar la lectura promoveríamos las bibliotecas antes que las librerías; a las bibliotecas públicas se va con la consigna de que los libros que leamos tendremos que devolverlos. Son lecturas que no podremos ostentar estéticamente: no lucen en nuestra sala ni en nuestras casas, y quizá tampoco se nos noten cuando caminemos entre los miembros del jet set. Se puede dar todavía el caso, afortunadamente, del buen lector que no tiene en su casa ni siquiera una docena de libros.
Cuando se habla de los beneficios de la lectura, de los privilegios del objeto llamado libro, lo que suele difundirse no son las consecuencias morales que hipotéticamente pudieran tener los libros en quien los lee sino el ofrecimiento de una reputación de fácil alcance. Lo que suele promocionarse no son los libros sino lo que se obtiene con ellos. En esta tendencia a sublimar el valor genérico de los libros se esconde la fórmula mágica que ofrece superioridad: es una herramienta de poder (no sé de qué tipo) sobre los otros. Para comprar libros sólo hace falta dinero, pero ¿qué se necesita para leerlos y entenderlos? Y más aún, ¿qué se necesita para que los libros tengan una consecuencia directa en quien los lee? De suyo, leer no hace mejor a nadie.
Las campañas pro lectura, de tener éxito, llenarían al país de pedantes (ya está lleno de prepotentes, ahora, ¡habría que sumar a los pedantes!). Antes de que eso suceda, habría que adelantarnos con una campaña que mitigara la altanería de todos los eruditos a la violeta. Claro que es necesario promover la lectura, pero no porque el país tenga tantas deficiencias educativas habría que dejar de señalar que lo importante no es leer, sino qué leer y cómo.
Hay que decir que los libros también sirven para llenar el espacio, el horror vacui no sólo de la casa sino también de la existencia. Los libros también sirven para entretenerse, como un cubo Rubik o como tejer estambre. También sirven para no aburrirse cuando ya nos aburrimos de otras cosas; y la vida, si es que sirve de algo, también sirve para entretenernos cuando ya nos aburrimos de leer. Y también son consejeros para que tomemos decisiones y paradójicamente son buenos distractores para cuando no queremos tomar una decisión.
Algo que no se dice es que muchos buenos lectores tienen pésimos modales y muchos no parecen representar ningún ejemplo para nadie. Pocas veces un adolescente soñaría, en vez de con ser un escritor-celebridad, con ser un respetable erudito. Un niño sueña con ser el próximo futbolista, no con refutar el liberalismo de Friedrich Hayek ni mucho menos con ser un experto en lenguas semíticas. A muchos lectores me los imagino leyendo con la única intención de aguardar la ocasión de exhibir lo que leyeron, de preferencia borrachos. Lectores sedientos de pendejear al mundo, de llamar ignorante a la persona que no sabe lo que ellos sí saben y que no ha leído el libro que ellos sí leyeron.
Creo que los lectores deberían alentar a otros lectores a seguir leyendo con formas menos vanidosas y petulantes de ser. No sé cuántos lectores busquen humildad en los libros; deben ser pocos, pero ejemplares.