Tierra Adentro

La gente siempre se siente hechizada por la niña de la cara de espe­jo. ¿Y por qué no?, piensan, conscientes de la ironía que encierra. Por supuesto que hay que cuidarse mucho de la luz del sol. Pero con sólo imaginarse abandonado en una isla desierta, ¿quién resistiría el canto de sirena de la niña de la cara de espejo? ¡El rescate llegaría sin demora!

Una mañana, un incauto la ve sentada en lo alto de la ciudad a la luz del alba. Su rostro, un mapa más bello que el más ensalzado de cualquier cartógrafo. En su rostro resulta clarísimo que la ciudad pro­porciona, provee, ofrece. Las agujas de sus iglesias se clavan en el cielo. Las calvicies parecen folículos; las panzas, esbeltez. La ciudad encarga un retrato de la niña de la cara de espejo, y luego manda destruir todas las imágenes anteriores. Después de ver el retrato, hasta los concejales más tacaños votan por comenzar la construcción de una línea del me­tro inspirada en el sistema circulatorio del cuerpo humano. Políticas como ésta incursionarían a velocidades sorprendentes.

La niña se alegra de que la gente la quiera, feliz de tener algo que reflejar, pues había sentido una íntima angustia, atenuada, sin embar­go, en cuanto a los matices de la nada. ¿Alguna vez te has mirado al espejo con otro espejo? La nada reflejo de la nada. Un infinito de nada.

Aunque, si por ella fuera, la niña de la cara de espejo renunciaría a toda notoriedad a cambio, antes que nada, de una boca. Se refleja en todas las bocas hechas para devorar: aguijón de abeja, boca de palomi­lla, todo tipo de bocas de distintas palomillas, picos de pajaritos recién nacidos, la boca asesina de la estrella de mar, el tenso hoyo redondo y eléctrico de la lamprea. Pero la mayor belleza la encuentra en los hombres. Observar a los hombres comer algo difícil, algo con huesos, es observar a un animal ponerse a prueba con astillas, grietas y que­braduras. Hay quien come por poder, quien come por belleza. A veces la comida no es en absoluto comida, sino piedras o palabras o furiosas abejas disfrazadas de miel. La niña de la cara de espejo desearía tener su propia boca, para estar menos vacía. La niña de la cara de espejo querría sentirse llena: de cacahuates caseros, aceitunas con hueso, tinta de pulpo y filetes de pescado con espinas blancas y muy finas.

Cuando le da mucha hambre, cuando no hay a quién reflejar, se consuela con este hecho: el número cero se inventó como punto de partida en cálculos para indicar el grado de pérdida o ganancia. Así que no sólo estoy vacía, piensa la niña: también contengo multitudes.