Tierra Adentro
Fotografía de Charles Simic por Claudia Sandoval.

Charles Simic visitó México a propósito de los festejos por el centenario del nacimiento de Octavio Paz. El poeta, autor de El mundo no se acaba, recibió al equipo de Tierra Adentro en el cuarto de un hotel del centro del Distrito Federal. Sobre el escritorio yacía un ejemplar de Desarmando el silencio, libro con el que Xitlalitl Rodríguez Mendoza conoció la obra de Simic.

 

Charles Simic nació en Belgrado en 1938 y emigró a Estados Unidos en 1954. Tras algunos años en Chicago, comenzó a escribir poesía en inglés. Cincuenta años después, Simic es uno de los poetas estadounidenses más reconocidos. En México se han traducido El sueño del alquimista, Una boda en el infierno, Desarmando el silencio, El flautista en el pozo y Alquimia de Tendajón.

Su poesía se caracteriza por una aparente simplicidad, una brevedad con la que nos hace montar en sus textos y luego nos derriba como un poni que repara.

Con la edad he adquirido una destreza: al leer una obra me hago idea de ciertos modos del autor. Con Simic me equivoqué. Temí que fuera un poquito cascarrabias. Después de todo pasó su infancia entre cráteres de bombas, calles destruidas y cascos de soldados alemanes llenos de piojos. Fui la más feliz al descubrir lo equivocada que estaba. Charles Simic es amable, brillante, paciente y escandalosamente divertido. Debería ser presidente del mundo.

 

He leído pasajes muy difíciles de su niñez durante la guerra. Si tuviera la oportunidad de elegir entre haber tenido una infancia más tranquila y sin tanto sufrimiento para su familia, a cambio de no haber escrito poesía, ¿la tomaría?

Me siento perfectamente bien con mi infancia. No se la recomendaría a nadie más, pero fui muy feliz durante la guerra. El mundo se estaba yendo al infierno, los aliados estaban invadiendo a los alemanes y había una guerra civil en curso, pero para un niño en una gran ciudad cuyos padres estaban siempre ocupados —como ocurre en una guerra, los padres se van lejos y las madres tienen que trabajar—, yo tenía mucho tiempo para jugar con los otros niños del vecindario. Nadie me vigilaba. Era maravilloso. Cuando la guerra terminó (yo no recuerdo, me lo contaron) yo estaba jugando en la calle. Vivíamos en el centro de la ciudad, en un cuarto piso, y el único momento en que subía a casa era para tomar agua; corría por las escaleras y los pasillos hasta la cocina, bebía agua y volvía de inmediato a la calle. Así que en aquella ocasión subí a tomar agua y cuando iba a regresar a jugar (insisto, yo no me acuerdo, pero es lo que me han contado) me dijeron: “¡Espera, espera! No te vayas. Terminó la guerra… ¡Terminó la guerra!”, y me cuentan que me quedé estático y al cabo de un rato dije: “Bueno, parece que ya se acabó la diversión”. Me tomó bastante tiempo entender por qué dije eso y no lo hice por mí mismo. Una vez, en una fiesta, conversaba con una mujer de mi misma edad que había estado en Varsovia durante la guerra, en situaciones mucho más terribles que en Belgrado. Mientras le hablaba de estas cosas, ella me dijo: “Es perfectamente normal que te sientas así: no tenías que ir a la escuela. De hecho yo tuve mucha suerte porque mi escuela había quedado destruida”. Así entendí por qué tuve esa sensación de tristeza por el fin de la guerra.

 

Desde Dismantling the Silence, donde escribe “Viajar dentro de una piedra / ése sería mi camino”, hasta New and Selected Poems (1962-2012), donde aparece el poema “Las cosas me necesitan”, se ha interesado en escribir sobre pequeños objetos, que a primera vista podrían carecer de importancia poética. ¿Cómo elige cuáles son los objetos indicados para escribir? ¿Por qué elige una piedra y no otra cosa?

Primero habría que considerar cómo empezó todo esto, porque no fui el primero. Los poetas modernistas franceses lo hicieron mucho antes. Al principio esto ocurrió como algo “antipoético”; escribir sobre algo que no parece poético. William Carlos Williams tiene un poema muy famoso, “La carretilla roja”, que también es un ejemplo. Mi poema “La piedra” fue el primero que escribí de este tipo. Siempre me han gustado las rocas. Las piedras pequeñas estimulaban mi imaginación. Si encontraba en la playa una piedra que me gustara, me la llevaba a casa y la ponía al lado de mi cama. Después, cuando comencé a escribir sobre el tenedor, el cuchillo, la cuchara, etcétera, ocurrió sin planearlo. Una noche en que estaba en mi casa, vivía solo y no encontraba nada que hacer, me puse a observar mis cubiertos. Los tenedores y la cuchara que tenía eran muy diferentes porque los había tomado de restaurantes; no combinaban. En eso tomé la cuchara y me pareció un objeto maravilloso, y pensé que nadie había escrito un poema acerca de una cuchara. Luego escribí acerca del tenedor, un cuchillo y otros objetos.

Con respecto a la otra parte de tu pregunta, por qué elegir un objeto y no otro, un amigo me dijo, después de que había publicado en algunas revistas una serie de poemas sobre objetos, que debía escribir un libro de poemas de este estilo. Me pareció una excelente idea y seguí escribiendo sobre objetos pequeños; entonces decidí escribir un poema sobre un palillo, porque me encantan los palillos, pero me di cuenta, sorpresivamente, de que no tenía nada interesante que decir sobre ellos. Tenía toda una constelación de cosas que decir sobre otros objetos, pero no sobre los palillos. Tienes que encontrar aquellos objetos que provocan una reacción en ti.

 

Pienso en su poema “Mis zapatos”. Se trata de un objeto muy humilde, como pueden ser los zapatos de un niño en una guerra.

Ese poema tiene una bonita historia. Mucha gente creía que lo había escrito a partir del famoso cuadro de Van Gogh, Un par de botas (hay dos o tres versiones de ese cuadro), pero no es así, es uno de mis primeros poemas y trata acerca de mis zapatos. Una mañana en Nueva York, cuando era joven, en que no me podía levantar —cada noche me acostaba a las dos o tres de la mañana y me tenía que levantar a las ocho porque entraba a trabajar a las nueve— se me ocurrió este poema. Estaba sentado en el borde de la cama, mirando el suelo, aún tratando de despertar, y de pronto observé mis zapatos, el único par que tenía. Recordé a mi madre cuando me decía: “Ponte los zapatos inmediatamente”. Los vi y de pronto surgió esta imagen hasta cierto punto religiosa. Esta es la historia de ese poema.

 

¿Piensa que es necesario escribir poesía?

No creo que sea necesario. Hace mucho tiempo me di cuenta de que la poesía era una obsesión por hacer algo que nunca lograba hacer bien. Decidí que no iba a rendirme. Cuando era joven solía jugar ajedrez. Cualquier buen jugador te dirá que hay juegos que te persiguen durante mucho tiempo y no necesariamente porque hayas cometido un error, sino porque en la profundidad de esos juegos hay un comentario acerca de tu propio carácter, ya sea sobre algo psicológico, sobre tu propia impaciencia o esa necesidad de mostrar bravuconadas de vez en cuando. Del mismo modo, ningún poema que haya escrito me satisface del todo y por eso sigo trabajando y corrigiendo. Siento que no tengo otra opción.

 

¿Cuál es su definición de poema?

Un poema es algo que lees y que vuelves a leer inmediatamente. Hace mucho solía trabajar en librerías. En una ocasión vi a una persona que estaba esperando a alguien, parecía molesto por la espera; tomaba un libro, lo hojeaba, lo dejaba en su lugar. Hizo lo mismo con unos siete u ocho hasta que de pronto leyó algo que lo cautivó instantáneamente y ya no pudo soltar el libro. Un poema es una especie de vía que cada lector recorre y desgasta, pero también es algo accesible. Entre todas las cosas que un poema puede ser, hay algo en él que lo hace gratificante de inmediato. De hecho puedes ver a una persona que tiene un libro entre las manos y te das cuenta si es poesía por la manera en que lo lee. En un poema tienes una recepción a corto plazo y de inmediato puedes hacer algunas conjeturas sobre la forma, estar muy seguro de lo que va a ocurrir, y al final, lo que esté en el poema, saldrá por completo. Aunque también debe haber cierto misterio, algo que te das cuenta de que al leerlo de nuevo habrá de abrirse. No está muy claro, pero se trata de una confusión de carácter expresivo, algo que te invita a pasar más tiempo en su ambigüedad. Si tiene todos estos elementos, el poema es bueno.

 

Pienso en su poema “Tía lechuga, quiero mirar bajo tu falda”. ¿Qué función tiene el humor en su trabajo?

Más que una función en la poesía, una visión humorística ocupa una parte en el mundo tanto como una visión trágica. Siempre le digo a las personas que durante la guerra, a pesar de los bombardeos y demás, la gente no se la pasa llorando. También hay bromas y la gente se ríe. Algunos me preguntan de qué nos reíamos en la guerra, y yo respondo que es parte de nuestra condición: uno ríe. Podría decir que casi siempre mi primera reacción ante algo es de carácter cómico. De ahí el querer ver debajo de la falda de la tía lechuga. Como se ven las lechugas en el mercado (hace la mímica de estar deshojando una, se ríe); es como para preguntar: “¡¿Por qué está vendiendo pornografía?!”

 

La memoria es parte esencial en su trabajo, pero ahora, en New and Selected, está “El futuro”, donde afirma: “sé que la mayoría le tenemos miedo”. ¿Qué es a lo que más le teme ahora Charles Simic?

Cuando llegas a mi edad —tengo setenta y seis años— la mitad de tus amigos están muertos. No tengo miedo a la muerte, pero este mundo que tenemos… Han pasado años desde la última vez que conocí a alguien optimista. Tengo un gran miedo por el futuro en cada aspecto de nuestra sociedad. Hay que ver lo que ha pasado con los libros, con el aprendizaje.

 

¿Cuáles son sus hábitos de escritura?

No tengo hábitos para escribir. Trato de escribir a diario. Es algo que cambia con los años. Antes escribía por las noches, antes de ir a acostarme, y ahora escribo por las mañanas, y aun así cambia mucho cada día.

 

Como profesor del programa de escritura creativa de la Universidad de Nueva York, ¿cuál es la lección más difícil para los jóvenes empeñados en ser poetas?

Ahora recuerdo que entre mis alumnos tuve a dos mexicanos —uno murió— que tenían una gran influencia de Octavio Paz. Yo les decía: “Por qué de todos los poetas mexicanos que los podían haber influenciado…”, pero bueno, lo que debes hacer como maestro es ayudarlos a que encuentren su propia voz y eso al principio sólo se hace imitando a otros. Yo solía imitar a Neruda cuando era joven, luego me di cuenta de que sonaba como a un mal Neruda y dejé de hacerlo.

Ahora bien, hay personas que desde el principio muestran un talento. Sin embargo, me parece que alguien que aspira a ser poeta debe tener una relación particular con el lenguaje; un buen oído y un gusto por el lenguaje, por usar las palabras de cierta manera. Debe ser capaz de escuchar varios tipos de dicciones y combinarlas. Ese es el trabajo más interesante y difícil con la mayoría de los estudiantes. Hay otros estudiantes, más raros, que no tienen esta relación con el lenguaje, pero tienen una gran imaginación. Lo extraño es que ocho de cada diez de los más talentosos casi nunca se vuelven poetas. Con frecuencia, los que se hacen poetas son aquellos que parecen no poder evitarlo. De alguna manera todas estas cosas que he mencionado se manifiestan en su trabajo. No es algo inmediato; esto no es nada nuevo. En todas las tradiciones —la mexicana incluida— cuando lees las obras completas de cualquier poeta —clásico o no— sus primeras obras son malísimas. La gente más talentosa no sabe lo que tiene, no lo entiende. Y los otros estudiantes, cuando leen algo de los talentosos, exclaman cosas como: “Michael, eso es maravilloso”, y si uno sugiere que quite la segunda estrofa, porque la segunda y tercera estrofas son lo mismo, Michael quita la estrofa buena. La gente talentosa no entiende lo que hace.

 

Traducción de la entrevista por Gerardo Piña.