Cadáveres en las calles
A principios de siglo, Torreón, la ciudad más importante de La Laguna, fue escenario de uno de los sucesos más vergonzosos del país: la matanza de chinos, un genocidio casi olvidado por la historia nacional y por los mismos laguneros. En este texto, Daniel Herrera indaga por archivos fotográficos, periodísticos y literarios para hablar del contexto social en que se dio esta masacre y sobre los primeros indicios de sinofobia en México. Está versión complementa la publicada en nuestra edición impresa 207.
El escenario es el siguiente. Torreón, 1911, una ciudad que se había desarrollado en menos de veinte años como casi ninguna. Creación y orgullo de Porfirio Díaz, representaba la multiculturalidad y el apogeo económico de la modernidad que el dictador intentaba introducir al país. Sobre lo primero, a pesar de los mitos laguneros, apenas había un 5% de habitantes extranjeros en la ciudad; respecto a lo segundo, a pesar de la afluencia de dinero, la ciudad estaba inmersa en un polvo que parecía talco, tan ligera que se levantaba con apenas el paso de los caballos.
Era una ciudad en crecimiento pero con muchos pobres que observaban a los ricos comerciantes y clasemedieros contonearse por las calles.
En una de ellas, el 15 de mayo, un soldado maderista tomó a un muchacho chino de doce años por las piernas, lo levantó y lo estrelló contra un poste de luz. La cabeza hecha pedazos y el cuerpo lacio. Después fue aventado con los otros muertos.
La historia de Torreón está salpicada de escenas sangrientas. A pesar de que recibió atención durante los últimos años del sexenio de Felipe Calderón, por las masacres en distintos bares y una quinta, no son estos los únicos momentos en que la violencia y muerte han visitado las avenidas de esta joven ciudad industrial.
Además de las cuatro tomas realizadas durante la Revolución, tres de ellas protagonizadas por Francisco Villa y cada una más violenta y sanguinaria que la anterior, en marzo de 1929 Torreón posee el vergonzoso récord de ser la primera ciudad del país bombardeada desde el aire.
También existe otro récord, más vergonzoso que el de 1929: en 1911, de forma sistemática y organizada, la boyante comunidad china que vivía en Torreón fue exterminada. Es quizá, como dice Julián Herbert, autor de La casa del dolor ajeno, libro que aborda ampliamente el acontecimiento, la matanza «más cuantiosa y cruel en la historia de todo el continente americano. Fue, en el sentido cabal de la palabra, un genocidio».
La caída de Torreón es parte fundamental del triunfo de Madero; aun así, el genocidio que sucedió ha sido casi ignorado tanto por la historia nacional como por los laguneros. A excepción de varios esfuerzos que consisten en múltiples textos, la curaduría fotográfica que realizaron Adriana Gallegos y Carlos Castañón en la exposición 303 La matanza de chinos en Torreón, y el libro más completo sobre el tema, Entre el río Perla y el Nazas, de Juan Puig.
Generalmente atribuida a Villa, y sin buscar quitarle al bandolero su gusto por el asesinato y el robo, este pequeño genocidio tiene otros protagonistas y, además, demuestra una característica escondida dentro de la idiosincrasia lagunera que algunos todavía niegan.
Tres días de muerte
Antes de 1911 ya existían expresiones antichinas tanto en La Laguna como en el país. Julián Herbert, por ejemplo, rescata el informe de la Comisión Romero creada por Porfirio Díaz para investigar si la inmigración china afectaba de alguna manera al país. Con un claro ánimo sinófobo, los resultados de la comisión explicaron que esa inmigración no era conveniente para México. Ricardo Flores Magón llegó a la misma conclusión, cuando en 1906, palabras más, palabras menos, se preocupó por la pérdida de empleos mexicanos a manos de los chinos. Durante los festejos de los cien años de la Independencia en Torreón, casi como presagio, algunos negocios chinos fueron apedreados. La xenofobia se respiraba tanto en el aire que el representante de los súbditos del imperio chino en la ciudad, Woo Lam Po, después de reunirse con los dirigentes del área, mandó imprimir un volante en chino donde les advertía a sus compatriotas no sólo de no participar en las acciones militares, sino, incluso, de no oponer resistencia en caso de saqueos.
Cuando los revolucionarios maderistas, por llamarles de alguna manera, se encontraban a las puertas de la ciudad, los chinos se habían encerrado a cal y canto con la esperanza de que la revolución pasara sin tocarlos.
El 9 de mayo, Gómez Palacio y Lerdo, dos de las tres ciudades más importantes de La Laguna, estaban tomadas por los maderistas. La batalla por Torreón era irreversible y ambos bandos, federales y revolucionarios, se prepararon para librarla hasta la derrota.
Las acciones comenzaron la mañana del sábado 13 de mayo. Grupos de soldados mal organizados, la mayoría pobres sin nada que perder, se apostaron alrededor de la ciudad. Entre los dirigentes se puede nombrar a Benjamín Argumedo, un campesino de Matamoros, Coahuila, quien atacaría por el oriente, por El Pajonal; Sixto Ugalde y Orestes Pereyra, también laguneros, uno herrero y el otro peluquero, entrarían por el suroeste, específicamente por el río Nazas; Juan Ramírez atacaría por San Joaquín; finalmente, José Agustín Castro, héroe de Gómez Palacio, herrero de profesión, ingresaría por el panteón que se encontraba a las afueras de la ciudad. Este último era el jefe militar de la región junto a Emilio Madero, hermano de Francisco I. Madero y quien tenía la mayor responsabilidad sobre las tropas que atacarían la ciudad y su relación con los residentes.
Dentro de la ciudad, el general Emiliano Lojero organizaba a sus soldados para defender la plaza. Zanjas, trincheras, análisis de la zona, apostamiento de vigilantes y soldados en áreas estratégicas fueron las órdenes del veterano general. En todos los textos que se pueden encontrar sobre esta matanza se hace referencia a un grupo de soldados federales llamados Los Amarillos, cuyo nombre oficial era los Voluntarios de Nuevo León. El apodo proviene del color caqui de su uniforme y, por su desempeño durante la batalla, se podría afirmar que estaban bien entrenados. Estos hombres se desperdigaron por el oriente de la ciudad, a lo largo del ferrocarril Coahuila-Pacífico y también sobre el techo de la huerta Do Sing Yuen, propiedad de un rico inversionista chino llamado Woon Foon-chuck. Cuando se retiraron de la zona esa misma noche, dejaron indefensos a los hortelanos chinos y éstos sufrieron la rabia sembrada en los rebeldes por las dificultades para tomar El Pajonal.
Éste no fue el único lugar donde los francotiradores federales se apostaron; Herbert indica que también lo hicieron sobre los edificios más altos de la ciudad: «el Casino de la Laguna, el Banco Chino, la Sociedad Reformista, los almacenes Lack y Buchenau y La Prueba, la Lavandería de Vapor Oriental».
Desde el ras de suelo o edificios bajos, los soldados federales recibieron fuego de parte de los simpatizantes maderistas que vivían en la ciudad. El ejército del gobierno la tenía complicada, apenas setecientos hombres contra una masa semiordenada de más de dos mil personas.
El ataque inició a las diez de la mañana. Los primeros en caer, al parecer, fueron civiles. Después los muertos comenzaron a contarse por decenas en ambos bandos, pero mucho más nutrido del lado rebelde.
Los federales, aunque estaban bien instalados, sufrieron varios descalabros. Su mayor problema era la escasez de parque, y esto terminaría obligándolos a retirarse de la ciudad.
La batalla fue encarnizada y durante ese día pueden contarse los primeros muertos del imperio oriental. Herbert afirma que tal vez algunos murieron intentando escapar del nutrido fuego al desplazarse de las hortalizas rumbo a la ciudad. De lo que se tiene mayor seguridad es de que los aterrados campesinos cantoneses se refugiaron en sus, probablemente, pobres casas. Dice Herbert que fueron asaltados tres veces: «llegaba una cuadrilla revolucionaria de Lerdo y les quitaba legumbres y herramientas, luego otra de Gómez Palacio y los despojaba de ropas y centavos, y al final venía una tercera columna procedente de Matamoros o Viesca o Mapimí y los encueraba, azotaba o apuñalaba porque ya no tenían nada que dar». Es factible que la reacción de estas primeras víctimas fuera por completo pasiva, y entregaran todo sin defenderse. Quizá los primeros muertos decidieron resistir los asaltos. Los sobrevivientes fueron encerrados en establos y caballerizas, sin agua ni alimento.
Esa noche cayó una tormenta. Aunque la zona es desértica, a veces llueve como si las nubes de todo el país llegaran a descargarse sobre la ciudad. Los chinos que corrieron buscando salvar su vida quedaron ahí, entre las acequias, desangrándose en el lodo. Varias decenas fueron asesinados y así comenzó la matanza.
El domingo 14 de mayo recomenzó la batalla temprano por la mañana, aunque atenuada por la inmensa cantidad de muertos en ambos bandos. También la noticia de los chinos asesinados corrió por la tropa. Herbert afirma que es poco creíble suponer que los líderes, Jesús Agustín Castro y Sixto Ugalde, no hubieran escuchado sobre los asesinatos que ocurrían en El Pajonal, al oriente de la ciudad.
Justo ese lugar fue el que vivió más intensamente el segundo día. Los Amarillos intentaron retomar sus posiciones pero de nuevo retrocedieron a la Alameda. La batalla duró hasta la tarde. Por la noche, más soldados que llegaron de Gómez Palacio decidieron divertirse con los campesinos chinos que habían sobrevivido encerrados desde la noche anterior. Los juntaron en un descampado y, entre carcajadas, comenzaron a dispararles. Algunos cayeron heridos, pero ninguno quedaría vivo. No sólo les dispararon en el pecho o en la cabeza, también, ya muertos, los desmembraron. No sé si es posible partir a un hombre a la mitad amarrándolo a dos caballos que caminan en direcciones contrarias. Pero los testimonios recogidos por investigadores de la época y por distintos historiadores contemporáneos indican que los rebeldes lo hicieron. Lo que sabemos es que esos hombres tuvieron a su disposición otros seres humanos y los torturaron hasta la muerte. Porque sí, porque los chinos eran pobres y eran extraños y serios y alejados de la virgen y de dios y de la iglesia, porque era fácil y estaban aburridos. Incluso mataron a un ranchero llamado Francisco Almaraz, quien les reclamó por la brutalidad y ellos decidieron que acompañaría a los chinos en su destino. Su cuerpo inerte fue aventado con el de las víctimas que intentó proteger. Herbert, en entrevista, menciona que fueron apenas cinco los mexicanos asesinados por intentar defender a los chinos, incluido el ranchero Almaraz.
Los historiadores y sus fuentes indican que ahí hubo ochenta y cuatro campesinos asesinados. Probablemente fueron enterrados en una fosa común cercana al panteón. De ellos no hay nombres, pero de los muchos otros chinos muertos al día siguiente sí los hay. Aun así, tal vez por la lejanía dialéctica, no nos dicen nada. De la misma forma en que a aquellos hombres no les significaba nada descargar su furia y resentimiento contra los individuos más débiles de la ciudad.
A las tres de la mañana del 15, los soldados federales ya habían dejado Torreón. Comenzaron a retirarse a partir de la medianoche; la falta de armamento y la cantidad abrumadora de rebeldes maderistas que se encontraban en toda la ciudad hacían imposible la defensa. La salida fue sigilosa al principio, pero en algún momento, a las afueras, tuvieron que abrirse camino frente a las fuerzas rebeldes. Habría que imaginar la tierra lodosa, irregular, el enemigo disparando y, en medio de la oscuridad, correr al mismo tiempo que se rechaza el fuego contrario. Pues bien, eso fue nada frente al infierno que estaban a punto de vivir trescientos tres chinos.
Al día siguiente, los primeros en enterarse de la retirada federal fueron el expresidente municipal, Francisco A. Villanueva, quien en ese momento era recaudador de renta, y el cónsul estadounidense George C. Carothers. En lugar de negociar con los maderistas, los dos decidieron encerrarse, algo comprensible para ellos, quienes temían que los primeros rebeldes llegaran a la ciudad. Eran las cuatro de la mañana.
Una hora después, algunos hombres a caballo entraban a toda velocidad, disparando al aire y dando gritos, recorrían deprisa un par de cuadras y salían lo más rápido posible. Esperaban una emboscada. Todavía no sabían que la plaza estaba indefensa.
Cuando descubrieron que lo único que recibían eran vivas de los maderistas dentro de la ciudad, el grueso de los hombres que estuvieron combatiendo los dos días anteriores se internó rumbo a la plaza principal. Nadie los recibió a balazos, no había ya enemigos. Entre ellos seguro estaba Benjamín Argumedo.
Lo primero que hicieron los vencedores fue incendiar el Palacio Municipal, liberar a los presos y emborracharse con vino adulterado que estaba almacenado en el edificio gubernamental y que esperaba una resolución: tirarlo o devolverlo a quien lo había enviado a la ciudad. Después, los soldados y los pobres se internaron en todas las cantinas o bares que estaban a su disposición. Apenas salía el sol y la turba ya estaba borracha. Los primeros que bebieron el vino adulterado cayeron enfermos en la misma calle. Las acusaciones brotaron: los chinos habían envenenado el vino, el agua y la comida.
Algunos locales también ayudaron con la rabia antichina. El único personaje que fue arrestado ese mismo día por incitar a la matanza, el yerbero y comerciante José María Grajeda, fue visto con una bandera mexicana en la mano izquierda, montado en su caballo y gritando «¡A matar chinos, muchachos!».
A las seis de la mañana se festejaba la victoria en la plaza principal con el saqueo. Los maderistas habían prometido todas las riquezas de la clase alta de Torreón a los rebeldes.
Herbert afirma que los primeros negocios en ser saqueados fueron La Prueba, de Tomás Zertuche Treviño, y La Suiza, de Guillermo Peters. Pero pronto los olvidaron para volcarse contra la comunidad china: «no fueron asaltados “algunos de sus negocios”, sino todos. Y no solamente sufrieron pérdidas materiales: la turba y los maderistas asesinaron a sangre fría a todos y cada uno de los cantoneses que encontraron».
Benjamín Argumedo se acercó a los pobres que estaban saqueando los negocios y les preguntó desde cuáles azoteas habían estado disparando los federales. Todos los edificios a los que apuntaron eran dirigidos o propiedad de chinos. Así, frente al Banco Chino, Argumedo ordenó a sus hombres matar a todos los cantoneses que encontraran.
Es claro que los chinos no dispararon, pero el rumor se esparció rápidamente.
La turba arrasó con todo edificio que tuviera alguna característica oriental: la Compañía Shanghai, ubicada en el primer piso del banco, trece chinos asesinados con cuchillos y hachas en la calle; tercer piso, muerte a balazos de todos los empleados, a dos los cortaron en pedazos; Club Reformista Chino, todos los residentes del club, quince o dieciséis, asesinados; otros negocios pasaron por lo mismo, Herbert y Puig enumeran: las tiendas de Yee Hop, la de Wing Hing Lung, la de Quong Shin, la de King Chaw, El 2 de Abril, La Ciudad de Pekín, la Zaragoza, El Nuevo 5 de Mayo, El Vencedor, El Quince Letras Chinas, el restaurante Park Jan Long, El Puerto de Ho Nam, El Pabellón Mexicano, la lavandería El Vapor Oriental y otros negocios ubicados en el mercado local El Parián.
De casi todos ellos sacaron cadáveres u hombres vivos para lincharlos en la calle. Morían con balazos en el corazón o en la sien, con machetazos o sablazos en medio de la cabeza. Esto demuestra la falsedad de las acusaciones maderistas, ninguno de ellos murió de forma distinta. La posición de las heridas señala que estaban de pie y a poca distancia de sus verdugos. Si acaso alguno de ellos disparó un tiro fue en defensa propia.
En medio de la matanza, unos niños patearon las cabezas de dos cadáveres. A algunos cadáveres los amarraban a los caballos y eran arrastrados por las calles. Cuando se descubrió que algunas de las víctimas llevaban sus ahorros en los calcetines, cada vez que algún cadáver era arrojado a la calle, la turba se amontonaba desnudándolos en busca de la riqueza. El éxtasis asesino llegó cuando, de pronto, desde una ventana del edificio Wah Yick un hombre, probablemente un lagunero, aventó a la calle la cabeza de un chino.
La matanza fue amainando porque ya no quedaban chinos por matar ni negocios orientales por desvalijar. Los jefes maderistas, Emilio Madero, Orestes Pereyra, Sixto Ugalde y Jesús Agustín Castro seguían sin aparecer. Es muy probable que alguno de ellos estuviera enterado de la matanza. No fue hasta las diez de la mañana, más o menos, cuando Emilio Madero, junto a Orestes Pereyra y Jesús Agustín Castro, entraron a la ciudad y prohibieron la matanza. Pero, como escribe, Puig: «Los últimos soldados revolucionarios que entraron en la ciudad […] empezaron entonces a tratar de contener la matanza y el saqueo. […] No empleaban otro método que el de la persuasión, el cual por muy enérgica que la quisieran hacer, tardaba mucho en surtir efecto entre sus interlocutores».
La matanza no terminó hasta las cuatro de la tarde, ya con ejecuciones aisladas. El saqueo consistió en cincuenta y nueve casas y trescientos tres muertos. Se sospecha que el más chico de ellos tenía doce años. Ninguno participó en la batalla.
Quedaron doscientos setenta y ocho sobrevivientes, quienes tuvieron que sufrir distintas vejaciones al ser llevados a la maderería Arce en Gómez Palacio, en donde fueron tratados como presos en campo de concentración. Después de la matanza, la comunidad china prácticamente desapareció de Torreón, la mayoría huyó a Chihuahua o a Estados Unidos.
Todos contra todos
Converso a la distancia con Julián Herbert. Él vive en Saltillo. Investigó múltiples fuentes, platicó con distintos historiadores, se zambulló en la historia local para escribir un libro sobre este genocidio. Afirma que puede entender la idiosincrasia lagunera de forma crítica pero no alcanza a observar todas sus orillas.
Su libro tiene una perspectiva clara: demostrar que la clase dirigente de la ciudad intenta manipular la historia de Torreón. Ellos, explica, son los primeros en sostener «la historia de bronce», esa donde se dice que los asesinos no eran de aquí, sino un grupo de salvajes que seguían a la tropa. Un fragmento de sus pruebas es una entrevista que hizo a Silvia Castro, directora del Museo de la Revolución de Torreón.
Tampoco deja atrás al resto de la población. Ellos también crearon un mito: «La cultura popular se ha lavado las manos de otra manera, concretamente, culpando a Francisco Villa, quien, como sabes, no tuvo ninguna vela en ese entierro».
El asunto, desde mi perspectiva, se pierde por otros prejuicios. Por un lado, si a la clase alta lagunera le interesa esconder cadáveres en el clóset, dudo que sean de chinos. Algunos historiadores locales, como la directora del museo, tal vez expliquen la matanza como una acción aislada perpetrada por una «troupe de pícaros», como dice Silvia Castro a Herbert. Pero he visto que la versión más aceptada es que los asesinos fueron laguneros pobres y algunos clasemedieros, mezclados con personas de otros lugares. Es improbable pensar que la matanza y el saqueo, por sus dimensiones y minuciosidad, provenga de personas ajenas a la región.
Por otro lado, la versión popular apenas circula. Para la mayoría de los laguneros, al igual que para el resto del país, este genocidio jamás existió. Tal vez esta ignorancia viene de cierto racismo velado.
Esta perspectiva también la comparte Herbert. Queda claro que el pueblo mató a los cantoneses, pero no fue espontáneo, «sino tras la construcción de un imaginario xenófobo que llevaba décadas de existir y cuya primera articulación documentada proviene del gobierno de Porfirio Díaz y de los prejuicios raciales de la burguesía mexicana en general y particularmente de la lagunera».
Y aunque los pobres podían tener sus razones, como seguir las tesis magonistas citadas arriba, para Herbert esta visión no está peleada con la ideología dominante, «tratarlas como si fuesen dos entidades sin posibilidad alguna de mutua contaminación es, por decir lo menos, una ilusión. Y, por decir lo más, una manipulación de la historia».
Pero quizá lo más inquietante es que esta violencia de laguneros contra laguneros, que viene a romper con el feliz mito de que somos amables e incluyentes, tiene su punto más álgido y terrible en eventos recientes. La Laguna vivió uno de sus peores momentos por varios años gracias a la lucha del narco impulsada por Calderón. Las balaceras, ejecuciones y persecuciones eran comunes de día y de noche. Durante el 2010 vimos con horror distintas masacres. Los muertos oficiales eran pocos, pero los testigos siempre contaban más de los que aparecían en los periódicos.
Meses después nos enteramos de que los sicarios eran presos del Cereso de Gómez Palacio, quienes eran liberados por la noche para perpetrar las matanzas y regresaban a la prisión al amanecer. Eran hombres de la región, como los sicarios del otro bando, quienes vivían en los cerros del poniente, mudos testigos de las distintas batallas que ha vivido Torreón. Aquí es donde, me parece, Herbert no descubre ningún hilo negro. Ya sabíamos que somos autodestructivos, que entre nosotros nos hemos asesinado desde hace tiempo. El autor logró leer de cerca a los laguneros, pero no terminó de medirnos por completo.
Como epílogo a este genocidio existe una disculpa que tampoco terminó bien. Lo cuenta Herbert . En el 2011 el doctor Sergio Corona Páez, cronista oficial de Torreón, impulsó a través del ayuntamiento un acto de desagravio: redactó una disculpa histórica que entregó públicamente a una misión diplomática china invitada a la ciudad. En el mismo acto, una placa luctuosa fue colocada en un muro del edificio conocido como Banco Chino y la efigie en bronce de un hortelano cantonés fue instalada en el bosque Venustiano Carranza.
Al parecer el encargado de la misión diplomática no sabía nada sobre la matanza, pero recibió la disculpa de todas maneras. En otoño del mismo año, la placa desapareció del edificio y la escultura fue removida de su base. La explicación más clara es que durante esa época, mientras las balaceras y ejecuciones arreciaron en la región, los ladrones de placas, monumentos y tapas de coladeras lograron robarse casi todo para venderlo «al kilo». Casi todas las esculturas, bustos y placas eran de bronce, y pocas salieron indemnes. Una consecuencia más de enfrentar al narco.
Tal vez la escultura del campesino cantonés fue demasiado pesada para sacarla del bosque; las puertas giratorias complicaron el hurto. Al parecer fue regalada por el alcalde de entonces, Eduardo Olmos, al representante de la comunidad china local, Manuel Lee Soriano.
Mientras la ciudad parecía derrumbarse y poco después, tambaleante, comenzó a resurgir de donde se había escondido, los locales de comida china cuyos dueños son inmigrantes de aquel país comienzan a multiplicarse, uno tras otro, lenta y silenciosamente.
Bibliografía.
Corona Páez, Sergio Antonio, 99 años del genocidio, junio 2010, http://cronicadetorreon.blogspot.mx/2010/06/99-anos-del-genocidio.html
De Mora, Juan Miguel, Gatuperio. Omisiones, mitos y mentiras de la historia oficial, México, Siglo Veintiuno Editores, 1993.
Herbert, Julián, La casa del dolor ajeno. Crónica de un pequeño genocidio en La Laguna, México, Random House, 2015.
Pérez Jiménez, Marco Antonio, El relato de la matanza de chinos en Torreón, Coahuila (mayo de 1911) y el antichinismo en el México revolucionario; tesis de maestría en Historia de México, UNAM.
Puig, Juan, Entre el río Perla y el Nazas. La china decimonónica y sus braceros emigrantes, la colonia china en Torreón y la matanza de 1911, México, CONACULTA, 2012.
Puig, Juan; Tsai Yüan, Coahuila, Letras Libres, Octubre, 2002, http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/tsai-yuean-coahuila