Tierra Adentro
Imagen de dominio público.
Imagen de dominio público.

“Una bolsa de basura, de esas negras, llenas hasta el tope de Barbies”, les dije a los ingleses, gesticulando para que entendieran las dimensiones. Eso teníamos: al final, cuando fue momento de sacar las Barbies del cuarto, salió más de una de esas bolsas. “No sólo era yo”: en esa explicación había un intento desesperado de que me entendieran.

Mi mamá tuvo una Barbie; sólo una. Patinaba en hielo, con patines hechos de cuero y cuchillas de metal. De esa Barbie, regalo espléndido que algún amigo de mi abuelo le trajo de Estados Unidos hasta la Argentina, nos quedó la ropa y un cuerpo cuya cabeza se perdió en la marea del tiempo y los juguetes. La Barbie favorita de mi hermana también patinaba: vivía en una caja rosa, en cuyo reverso Michelle Kwan, la consagrada patinadora, la hacía patinar, plásticos sus patines y plástica también la medalla de oro que colgaba de un listón rosa. ¿Cuál fue mi Barbie favorita? Podría ser esa de edición especial navideña, con una enorme caja negra ocupada por su vestido de gala, verde esmeralda, coronada ella con una tiara de plástico adiamantado. Podría ser la de Cenicienta o la de Mulán o la de Esmeralda o la de Jazmín o la de la Bella. ¿Por qué no todas?

“No entienden”, les dije. ¿Cómo explicar las tres hermanas pegaditas de edad, cada una pidiendo Barbies para Navidad, Reyes, cumpleaños? ¿Cómo explicar el TLC, esa lejanía de Dios pero cercanía a Estados Unidos que se tradujo en un raudal de muñecas que salieron de las jugueterías e invadían el supermercado? ¿Cómo explicar padres que recordaban sus infancias de vacas flacas, infancias que redimían con nosotras? ¿Cómo explicar una abuela ávida de hacernos felices?

Lo tuvimos todo. Mientras Bill Clinton y la caída de la Unión Soviética y la apertura comercial de México le enseñaba a los adultos a soñar con abundancias y excesos, a nosotras la tele nos enseñaba a desear el próximo juguete. Mi abuela, que recordaba aquella vez que su propia abuela le mandó ropita por correo para su muñeca, no quería entender que yo necesitaba la otra Barbie de Jazmín porque tenía aretes de un color distinto. Mi madre tampoco quería entender la importancia de ir al tianguis cada semana a comprarles ropa nueva. Mientras Julia Roberts le enseñaba a las mujeres que si te negaban el servicio la mejor venganza era comprar muchísima ropa de lujo, nosotras, lejos entonces de ser grandes, ya habíamos aprendido que en la moda debían radicar nuestros intereses y nuestras formas de ejercer poder.

Mis hermanas y yo lo tuvimos todo: las muñecas que se hacían girar con un dispositivo para que helicópteras volaran, Playmobiles con casas victorianas que incluían plásticos tazones de cristal cortado, hornitos que con electricidad generaban pasteles, peluches de todas las órdenes zoológicas, cartas y juegos de mesa y cocinitas y tacitas, muñecas miniatura que se podían guardar en el bolsillo y llevar a la escuela para que se perdiera alguna de las minúsculas protagonistas. Lo tuvimos todo, pero no había nada más todo que las Barbies.

Jugar implicaba esa palabra que mi papá tanto odiaba: “tiradero”. Sacábamos las muñecas de la repisa donde vivían en desordenadas muchedumbres, sacábamos cajas llenas de su ropa, sacábamos todo lo demás que tuvimos de Barbie: su casa rosa de dos pisos que se plegaba para poderse almacenar, la cocina, un auto normal y otro a control remoto, camionetas y bicicletas y salas y televisiones y hasta computadoras. Ellas tenían caballos, perros, delfines (todos móviles y ruidosos a fuerza de baterías). Tenían cenas de gala puestas espléndidamente, que con el golpe de un botón pasaban de pavos rostizados a ser pasteles. Tenían toda la ropa que se prestaban entre ellas, la que les habíamos ido comprando, y las que heredaron de algún lado. Tenían camas de plástico rosa con una muesca en la almohada y tenían literas artesanales de madera. Tenían un yate que incluso flotaba. Tenían hasta un McDonald’s con todo y autoservicio.

Las Barbies tenían también nuestra imaginación cautiva: portarse bien en el súper podía suponer una paleta Barbie con forma de corazón y cobertura de chocolate y arroz inflado, o un ejemplar nuevo de su revista. Tuvimos una cámara de fotos rosa que se anunciaba con esa B enorme. Tuvimos un programa de computadora para diseñarle ropa a Barbie, programa que incluía unas simpáticas hojas de tela que se podían imprimir y recortar y que por supuesto en lugar de usar atesoramos, prefiriendo imprimirles faldas y vestidos de papel.

¿Cómo explicarle a alguien que no quiere entender las primas de mi edad, eternas generadoras de envidia? El supermercado de Barbie de una, por ejemplo, que además de que tenía frutas y verduras varias tenía un rollo miniatura de bolsas de plástico para guardarlas, supermercado con el que sólo jugué una vez, pues para mi siguiente visita ya todo se había perdido. ¿Cómo explicarle a alguien la frustración de que tu hermana mayor agarrara la Barbie que tú querías, o le pusiera el atuendo deseado?

¿Cómo explicar, sobre todo, en tu imaginación anclada en la fantasía, la coyuntura afortunada (desafortunada para tus padres) de Disney con Mattel? Estaba la Jazmín con sus diáfanas babuchas verdes, la Mulán que con el jalar de un hilo mágico pasaba a tener un corte de pelo masculino, la Bella con su hermoso vestido dorado, la Esmeralda con un pañuelo con cascabeles, la Megara cuyo vestido cambiaba de largo, la Aurora con falda que podía cambiarse de azul a rosa; estaban también sus novios que pasaban de príncipes a bestias, de ratas callejeras a sultanes de Ágraba. Y, por supuesto, aquella Cenicienta que quizá fue el mejor regalo que jamás me dieron: un blíster enorme casi de mi altura a los cuatro años, con todos los atuendos de la película, con la capacidad de hacer harapos de su bello vestido rosa, con una charola y tacitas y tetera para llevarle el desayuno a la madrastra, con una versión miniatura de su propio librito de oro, ilustrado con escenas de la película.

Jugar a las Barbies era mover la mesa de la sala e invadir con ellas el espacio, hacerlas ir de un lugar a otro, de un evento a otro; cambiarles la ropa mientras se dejaba un escándalo desparramado por el cuarto, ocupándolo tanto que ya no se podía jugar; era hacerlas vivir vidas impuestas, glamourosas: hacerlas encarnar algo que hubiéramos visto en la tele, imponerles tramas plagiadas de otros lados en un ritual que a mí me encantaba hacer sola, hablando bajito, en un trance mágico que según mi abuela me indignaba si se descubría.

Estas enumeraciones dionisiacas, derroches carnavalescos, pueden no parecer más que un desfile de vanidades, la exhibición de excesos de una infancia que poca empatía suscita. Esta es la infancia de la mala de una telenovela, no de la buena. Pero esta infancia no es única. Hubo aquellas que tuvieron muchas menos Barbies que yo, y esas otras que tuvieron muchas más. Hubo aquellos que no tuvieron Barbies sino G. I. Joes o cochecitos o figuritas de acción hechas para tener aventuras. Es una realidad de la que no podemos escapar, esa realidad tan lejana a mis amigos europeos que, aunque crecieron al mismo tiempo que yo, vivieron en otra época: una realidad insaciable pautada por las horas que pasamos pegados a la tele, viendo caricaturas y anuncios, una realidad donde la felicidad se escondía siempre detrás del próximo juguete, una realidad donde sabíamos que nuestro deber era consumir para ser felices.

Me horroriza recordar esta infancia, llena a reventar de cosas. Me horroriza pensar que con todos esos gastos jugethormiga quizá podríamos haber comprado un pony. Me horroriza el plástico que corrió en cada muñeca, en sus zapatos que felices masticábamos, en sus cepillos que más de una vez nos enredaron el pelo, en sus empaques. Me horroriza los recursos que se usaron para traerlas desde China y las condiciones de las personas que las produjeron. Me horroriza, sobre todo, lo rápido que descartábamos la muñeca por una nueva. Me horroriza pensar lo frágil que es nuestra imaginación, lo fáciles que somos: esos gritos berrinchudos arrancados por no tener la Barbie adecuada podrán haber sido ridículos, pero no por ello dolieron menos; gritos diseñados por un señor en las oficinas de Mattel que nunca me conoció pero que me hizo a su antojo, que me enseñó que vivir era cambiarse de ropa y que había que ser alta y esbelta y bella para poder ser feliz; un señor que decidió que lo que yo tenía que hacer era soñar a ser Barbie de grande.

Esos ejecutivos de Mattel son los mismos que diseñaron la película Barbie (2023), que ha sido un fenómeno en taquilla, que se anuncia como bastión del feminismo, y a la que todas (y algunos) hemos ido con algo rosa en un carnavalesco que celebra nuestro haber sido niñas. La película presume a su directora y sus productoras y sus diseñadoras, todo pintado del rosa de una nueva revolución. Película que, como mi infancia, ha estado diseñada por señores ejecutivos de Mattel: los que prohibieron ciertas escenas, los que marcaron las pautas, los que señalaron que la película no podía criticar a Barbie, los que, dadivosos, permitieron que se les caricaturizara, los que a cuentagotas autorizaron unas pocas críticas de Barbie para que una sienta que ver la película es un acto radical de resistencia.

Las Barbies salieron de mi vida en bolsas, sin orden ni ropa ni dignidad, por la sencilla razón que un día me dejaron de gustar. ¿Fui yo, me pregunto, la que dejó de querer jugar con las Barbies? ¿O acaso eso también estuvo diseñado por un alto ejecutivo, ya no de Mattel sino de la Cosmopolitan, que sabía que yo habría de querer dejar de ser niña? Porque no hay nada peor que una niña: somos débiles y cursis y quejumbrosas y, sobre todo, tontas. Somos las compañeritas que juegan con Stacy Malibú sin darnos cuenta cómo nuestros propios juegos infantiles nos oprimen. Deberíamos más bien ser Lisa Simpson, y crecer implica condenar a nuestras Barbies de la misma manera que ella condenó enérgicamente a su muñeca.

Ser mujer es difícil: esto ya lo dijo Gloria, la mujer que viaja al mundo de Barbie en la película, que nos dice “es imposible ser mujer. Eres tan hermosa y tan lista y crees que siempre estás mal. Tienes que ser flaca, pero no muy flaca. Y nunca puedes decir que quieres ser flaca”. En este mundo me tocó vivir, un mundo de contradicciones donde crecer significó aprender que para que me tomen en serio tengo que no ser femenina pero sí un poco femenina, no puedo decir que me gusta el maquillaje pero siempre me tengo que ver bien. Y lo más importante es repudiar todo aquello que cuando éramos chiquitas se nos enseñó que nos gustaba.

Ser hombre —y esto lo he aprendido a fuerza de estudiar a Shakespeare— significa ser todo lo que no es ser mujer: el hombre es fuerte porque la mujer es débil, el hombre es líder porque la mujer es sumisa, el hombre no llora porque la mujer sí. ¿Pero qué es ser mujer? O, más bien, ¿cómo hay que ser mujer? Ser absolutamente “femenina”, como Elle Woods al principio de Legalmente rubia (2001) o la “Barbie esterotípica” en Barbie implica un interés por la moda y un cuidado de lo superficial y un amor por lo cursi que se traduce en ser infantil. Para ser mujer, entonces, ¿tenemos que repudiar todo lo femenino? ¿Para que nos tomen en serio hay que ser Ladies Macbeth e invocar espíritus que nos vengan a quitar la leche y la ternura?

El feminismo con el que me tocó crecer se deshacía de las cadenas de los estereotipos impuestos y nos decía que no teníamos por qué ser amas de casa o usar vestidos o maquillarnos. El feminismo de ahora nos dice que una puede elegir ser ama de casa y usar vestidos y maquillarse y de todos modos ser feminista. Me ha tocado pasar del repudio de todo lo femenino a una aceptación plena y performática: celebramos ahora, las mujeres del mundo unidas, una película donde Barbie es de carne y hueso pero su casa es de plástico ensueño, una película llena de rosas y pasteles y vestidos y tacones que nos recuerda que tenemos derecho a ser todo lo que queramos ser, una película que muchos hombres han decidido es un ataque a lo masculino. ¿Qué es esta película? ¿Subversión feminista u oda al sistema capitalista, consumista, y patriarcal?

“¿Cuál crees que sea la versión más subversiva de Los tres mosqueteros que vayas a estudiar para tu doctorado?” me preguntó mi directora, también en Inglaterra aunque sin mis cuentos de infancia de por medio. Y resultó que, de entre las más de 131 versiones en pantalla de la novela de Alexandre Dumas, la más subversiva fue la de Barbie (Barbie y las tres mosqueteras, 2009). De entre todas las adaptaciones tan absolutamente parecidas de una novela del XIX tan absolutamente machista, resultó que la única versión con personajes femeninos interesantes es la de Barbie. Hay, por supuesto, una versión de donde no es un mosquetero sino una mosquetera. En La mujer mosquetera (2004), la hija de Dartañán quiere hacerse soldado, y para hacerlo nos muestra (en esa caricatura de mujer empoderada, la girlboss) cómo no usa faldas ni ordena su cuarto ni deja de eructar en la mesa: Valentine nos revela que para ser cualquier cosa que valga la pena tiene que dejar de ser niña.

La película animada, hecha para vender cuatro muñecas con sus atuendos que pasan de ser vestidos de gala a ser ropas atléticas, y diseñada por esos ejecutivos de Mattel, termina siendo mucho más feminista que esta otra, con el mismo mensaje que la nueva película de Barbie: aquí vemos mujeres que nunca sacrifican su lado femenino para poder hacer sus cosas. Así como Margot Robbie nunca deja de usar sus faldas con olanes, las mosqueteras son talentosas espadachinas sin dejar de lado el gusto por la moda y las flores. Estas mosqueteras no son traidoras a su género, y no se critican sus colores pastel ni sus sueños de hacer repostería. ¿Quién subvierte más al patriarcado, la Lady Macbeth que se tiene que deshacer de su condición de mujer o las que, al celebrarla, triunfan?

Barbie, película que ha roto todos los records de taquilla, película hecha por mujeres y para mujeres, es ahora la nueva cara del feminismo. Pero ese feminismo es un falso amigo, uno que para hacer un chiste sobre lo ridícula que fue una de las muñecas termina corriendo del cuadro a una mujer embarazada. Un feminismo que nos recuerda que lo mejor de ser mujeres es poder salir a comprar ropa que a gritos rosas diga “Barbie” con la tipografía oficial. Un feminismo donde Gloria nos explica lo difícil que es ser mujer pero que triunfa sólo cuando un señor ejecutivo de Mattel le da permiso de hacer su muñeca porque se da cuenta que podrá generar mucho dinero. Es un feminismo que está hecho para vender juguetes y que se defiende diciendo que fueron estos juguetes los que nos enseñaron que de grandes podíamos ser cualquier cosa. Un feminismo que hace que, de grandes, nos emocione meternos en las cajas gigantes que instalaron en cines y supermercados para promocionar la película: donde de chicas jugábamos a que nuestras muñecas éramos nosotras, ahora resulta que queremos ser nosotras las muñecas. Un feminismo que a pesar de todo, como en la película de las mosqueteras, no deja de existir; un feminismo que nos recuerda que tenemos derecho a haber sido niñas de chiquitas; un feminismo que, sin embargo, está diseñado por señores ejecutivos de Mattel.