El sueño de los muertos
Dormían cada vez más. En más de una ocasión se despertaron estirados en la carretera como víctimas de un accidente de tráfico. El sueño de los muertos.
La carretera, Cormac McCarthy
A partir de 1949 las dos potencias del orbe contaron con la capacidad de producir armas nucleares, desde ese momento surgió el temor de un enfrentamiento en el que esas armas se utilizaran y con ello no solo se aniquilaran entre ellas sino la vida como la conocemos. Ese temor marcó el resto del siglo XX, ni siquiera el fin de la URSS pudo conjurarlo, si acaso, lo atenuó. La posibilidad de un invierno nuclear —que fue planteado en los 1980 por John Birks y Paul J. Crutzen, en el ámbito occidental, y por Vladímir Aleksándrov y Gueorgui Stenchikov, en el lado soviético— llenó la imaginación de muchos.
La escritura no ocurre en un ámbito ajeno al mundo en el que se desenvuelven quienes la hacen. Un temor que desde muy pronto dejó huellas en la literatura, sin ir más lejos, ahí están las Crónicas marcianas de Ray Bradbury publicada en 1950.
Desde entonces, muchos autores abordaron las consecuencias de una guerra con armas nucleares. Aunque, al iniciar el milenio, ya no era un tema que se explorara en la ciencia ficción. Así, en 2006, cuando apareció La carretera de Cormac McCarthy, sorprendió porque se trataba de una novela postapocalíptica y, por lo consiguiente, se alejaba de la línea de escritura del autor conocido por su Trilogía de la frontera —Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) y Ciudades de la planicie— o Meridiano de Sangre (1985) todas se desarrollaban en el suroeste estadounidense y el norte mexicano, se ambientaban en el pasado y podían suscribirse en el género del western.
La novela describe las peripecias de un padre y su hijo en un mundo inmerso en un invierno nuclear, en vez de moverse por la geografía que le es familiar a sus lectores, una geografía con nombres y distancias precisos, lo hacen por espacios casi fantasmales, que pueden ser cerca de la costa este de los Estados Unidos. Mantiene su estilo en el que los signos de puntuación están reducidos al mínimo —prescinde de las comas siempre que le es posible, tanto que algunos críticos consideran que la palabra más importante de su repertorio léxico es and, muy raramente utiliza dos puntos y tiene proscrito, porque lo considera innecesario, el punto y coma—, aunque, a diferencia de sus otros libros la prosa no está salpicada de términos en español. En apariencia difería de sus novelas previas, pero, no deja de ser obra del mismo autor, también son muchos los puntos de semejanza. La relación entre un hombre mayor, que hace las veces de mentor, con un joven o niño, está presente tanto en la Trilogía de la frontera como en Meridiano de sangre y es el meollo de La carretera. Padre e hijo se mueven en un paisaje hostil que llega a hacerles daño, como les llega a ocurrir a los personajes de sus otras novelas y, en esos paisajes, se encuentran con hombres que buscan destruirlos. Mencionado lo anterior La carretera no es una novela más de McCarthy —un autor cuya obra lo hizo ser considerado al premio Nobel de literatura de los últimos años—; no se dedicó a reescribir una misma novela a lo largo de su producción, sus obras, sí, tienen semejanzas, cada una nace de sus exploraciones y sus preocupaciones por lo que es inevitable que haya temas y tratamientos semejantes en toda su producción. La carretera es la novela en la que decidió explorar las ansiedades de la paternidad en las condiciones más extremas. ¿Qué más extremo que un mundo inmerso en un invierno nuclear?
Al comenzar la carretera los eventos que acabaron con el mundo como el protagonista lo conocía hace años que ocurrió, fue antes de que naciera el niño, el hijo del protagonista. McCarthy no dice explícitamente qué es lo que ha ocurrido, pero dadas las consecuencias en el mundo que nos narra y cómo se dieron, se sobreentiende que fue una guerra nuclear la que desencadenó el fin:
Los relojes se pararon a la 1.17. Un largo tijerazo de claridad y luego una serie de pequeñas sacudidas. Se levantó y fue hacia la ventana ¿Qué pasa?, dijo ella. Él no respondió, entró en el cuarto de baño y pulsó el interruptor de luz pero ya no había corriente. Un fulgor rosado en la luna de la ventana. Hincó una rodilla y levantó la palanca para tapar la bañera y luego abrió los dos grifos a tope. Ella estaba en el umbral en camisón, agarrada a la jamba, sosteniéndose a la barriga con una mano. ¿Qué es?, dijo. ¿Qué pasa?
No lo sé
¿Por qué te bañas?
Yo no me baño.
Ese evento cambió el mundo y lo volvió hostil, un sitio en el cual apenas es dado sobrevivir, pero, McCarthy es muy consciente de que esa pérdida lo es para el padre, no para el hijo.
A veces el niño le hacía preguntas acerca del mundo que para él no era ni siquiera un recuerdo. Se esforzaba mucho para responder.
Padre e hijo están en la carretera camino al sur porque esperan encontrar el mar donde creen no existe la desolación que han visto y han padecido todos los años que llevan caminando. Las casas, sin electricidad, ni gas, ni ninguna de las comodidades de la vida moderna no son ya los sitios de seguridad sino, apenas, lugares donde pasar la noche, a riesgo de ser descubiertos y atrapados por las bandas de caníbales que se alimentan de los pocos sobrevivientes que, como ellos, aún deambulan por el mundo.
A pesar de sobrevivir en el perene invierno en el que se mueven, el padre no deja de ser padre y, además de buscar proteger a su hijo, desea compartirle un poco lo que él conoció. La distancia generacional llevada a su extremo, el mundo paterno que ya no existe de forma literal. Así llegan a las ruinas de la casa en la que creció el padre, así visitan sitios que él visitó en su propia infancia, desolados, son apenas una sombra de lo que fueron cuando él los conoció en su niñez y nada pueden significar para su hijo.
Cuando yo era pequeño celebrábamos Navidad aquí. Se dio la vuelta y contempló el patio arruinado. Una maraña de lilas muertas. La forma de un seto. En las frías noches de invierno cuando se iba la luz por alguna tormenta nos sentábamos aquí, mis hermanas y yo, delante del fuego y hacíamos los deberes. El chico lo observó. Y observó figuras que lo reclamaban pero que no podía ver. Papá, deberíamos irnos, dijo. Sí, dijo el hombre. Pero se quedó quieto.
O
Se desabrochó el cuello de la parka y se bajó la capucha y aguzó el oído. El viento entre las negras matas de cicuta. El aparcamiento vacío en el mirador. El chico de pie a su lado. Como él mismo había estado junto a su padre un invierno de hacía muchos años. ¿Qué es, papá?, dijo el chico.
El desfiladero, ahí lo tenemos.
La distancia generacional es de mundos, el protagonista recuerda el mundo que fue, el anterior a la desolación por la que se mueven, en cambio para su hijo, el niño que nació después de la catástrofe, es ese su mundo, en el que ha crecido, no ha conocido nada más.
Al día siguiente salieron de la quebrada y tomaron de nuevo la carretera. Le había hecho al chico una flauta con un trozo de caña de la cuneta y se la sacó de la parka para dársela. El chico la cogió sin decir palabra. Al poco rato se quedó un poco rezagado y minutos después el hombre oyó que tocaba. Una música amorfa para la próxima era. O quizá la última música en la tierra surgida de las cenizas de su devastación.
El hombre se encuentra con que fuera de él y su hijo, de la necesidad de protegerlo, las pocas personas que quedan en el mundo desean sobrevivir a costa de lo que sea, lo cual implica violentar a los otros —es en este punto donde se ha hecho una dura crítica a la visión que McCarthy tiene de la condición humana, en la que la desaparción de las comodidades del mundo significan la caída en la barbarie de los seres humanos, como bien apunta, por ejemplo Rachel Greenwald Smith—.
Ese era el primer ser humano aparte del chico con el que había hablado en más de un año. Mi hermano a fin de cuentas. Las especulaciones de reptil en sus ojos fríos y movedizos. Los dientes grises y podridos. Mazacote de carne humana. Que ha hecho con cada palabra del mundo una mentira.
El protagonista se da cuenta de que la catástrofe ha impactado incluso a las palabras, ese delicado vehículo con el que trata de estrecharse a su hijo, ese vehículo tan falible.
El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.
Sin embargo, superviviente como es, el hombre hasta en eso encuentra consuelo, necesita hacerlo, para seguir sobreviviendo, para seguir adelante con su hijo.
No todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real porque la hayan despojado de su suelo.
El pensamiento de lo sagrado está presente para el hombre aunque el mundo haya sido destruido, está presente sobre todo por su hijo.
Se quedó ahí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
Es lo que evita que se quite la vida, como hizo su esposa.
Él abrazando al chico. Tan flaco. Mi corazón, dijo. Mi corazón. Pero sabía que aun siendo un buen padre ella llevaba razón en lo que dijo. Que el chico era lo único que había entre él y la muerte.
La carretera es una novela postapocalíptica en la que un padre y un hijo sobreviven en el camino días perpetuamente nublados, nevadas y la posible cacería de bandas de caníbales. Pero, también es una bella y desoladora alegoría de la paternidad, ese vínculo desigual en el que el tiempo siempre está marcando el ritmo.